Desde hace meses, el país anda revuelto discutiendo los efectos del procés sobre la economía catalana. Y así seguiremos durante largo tiempo. Pero este no es un debate nuevo. Hace ya un par de décadas, cuando nadie imaginaba que se diera el procés, en Cataluña ya discutíamos acerca de si nos íbamos sumiendo en una dulce decadencia. Eran los años en que la aceleración del proceso de globalización empezó a modificar sustancialmente el contexto económico. Los que creían que se daba esa decadencia, situaban la responsabilidad en la pérdida de fuelle de las propias clases dirigentes. Los que no compartían esa lectura, creían que la economía seguía robusta, y que la única amenaza venía de la voluntad centralista del Gobierno de José María Aznar y su corro de amigos madrileños. Pese a ello, argumentaban que la economía catalana resistiría, pues pervivía aquel espíritu emprendedor tan propio de la burguesía industrial catalana.
Lo curioso es que unos y otros, desde posiciones bien dispares, situaban a la burguesía en el centro del debate. Para unos, ésta renunciaba a su papel de liderazgo en el nuevo contexto mientras que, para otros, seguía vigorosa como siempre. En cualquier caso, hoy, necesitamos, más que nunca, de élites ambiciosas que reconduzcan la desorientación que reina en nuestro país. Me cuestiono si contamos o no con esas élites, si bien, previamente, me pregunto qué es un burgués.
La primera imagen que nos viene de un burgués es la de una persona amante de la buena vida. Y así es, si bien hay muchos conceptos de buena vida. Hoy percibo que se vincula a una especie de hedonismo exhibicionista que nace y muere en función de la capacidad adquisitiva. Pero la buena vida también puede conllevar una sensibilidad por la cultura o el arte que, de manera natural, conduzca al reconocimiento del intelectual y al compromiso económico con su obra. Sólo así se entienden algunas de las mejores décadas de Barcelona, aquellas que nos legaron un patrimonio artístico y arquitectónico cuya explotación es, hoy, fuente de riqueza.
Desde su posición privilegiada, un burgués es una persona comprometida con su sociedad y su tiempo, y no por pertenecer al colectivo social más favorecido deja de compartir destino con el resto de la sociedad. Una forma de manifestarlo es procurando el mayor éxito para sus negocios pero, también, contribuyendo al bien común. Hoy, parte de las élites, legitimadas por un malentendido cosmopolitismo, se ha escindido de su sociedad más cercana, mientras que su presencia en entidades de la sociedad civil, más que para contribuir al mencionado bien común, sirve para poco más que distraerse y cultivar el ego.
Finalmente, el burgués sabe aprovechar su posición privilegiada para vivir con mayor libertad, para opinar, para cuestionar los tópicos y para situarse por encima del interés inmediato. Y, para ello, se requiere entender el dinero como un instrumento y no una finalidad. Quien lo entiende como una finalidad, siempre será servicial con el poder, no fuera que una mala relación con el ministro o conseller de turno, o una crítica a determinada línea periodística, pudiera perjudicarle. Aunque revestido de modernidad, lo que abunda es un notable servilismo al poder, ya sea político, financiero o mediático. No entiendo cómo personas muy adineradas no dicen en público lo que defienden en privado.
Sinceramente, no sé de personas de estas características, y sin ellas va a resultar más difícil salir del atolladero en que nos encontramos.
En ocasiones, cuando menciono esta inquietud, me comentan que estos personajes hoy los encuentras en Madrid. No dudo de la ambición económica de la capital, y de la enorme dimensión de sus empresas, pero no hablamos de lo mismo. La insensibilidad con que, por ejemplo, élites madrileñas han reaccionado ante el justificado malestar social de estos años, es una muestra paradigmática de que no hablamos de lo mismo. Que esos burgueses no estén ni allí ni aquí puede servir de consuelo. Pero es que aquí les necesitamos mucho.