La presentación ayer de los escritos de acusación de la Fiscalía y de la Abogacía del Estado sobre el procés ha desencadenado una catarata de sobreactuaciones políticas que desborda lo conocido hasta ahora y anticipa lo que puede ocurrir durante el juicio en el Tribunal Supremo y tras las sentencias.
La fiscalía mantiene el delito de rebelión que el instructor de la causa y la sala de apelación del tribunal han defendido desde el inicio del proceso judicial, mientras que la Abogacía del Estado lo descarta y acusa solo por sedición y malversación. En ambos casos, las penas solicitadas son muy altas. La mayor es la de 25 años de cárcel para Oriol Junqueras pedidos por la Fiscalía, mientras que la Abogacía solicita 12 años. Después, las peticiones para los consellers oscilan entre 16 años (Fiscalía) y 11 y medio (Abogacía). Los Jordis y Carme Forcadell arriesgan entre 17 años y 8 ó 10. Ambos escritos coinciden en solicitar 7 años para los consellers no acusados de rebelión. Las penas menores corresponden al miembro de la Mesa del Parlament Joan Josep Nuet y a la portavoz de la CUP Mireia Boya, entre 8 y 10 meses de multa de 10 euros diarios y entre 16 y 4 meses de inhabilitación, respectivamente. Llama la atención que de la CUP, los que siempre claman por la desobediencia y por llegar hasta el final, solo hay un encausado, Boya, y se le piden las mínimas penas.
La discrepancia entre los dos escritos acusatorios se centra en la existencia o no del delito de rebelión y, en concreto, en si en los hechos de septiembre y octubre de 2017 hubo o no violencia, requisito imprescindible para la rebelión. Leídos los dos textos, parece que el de la Abogacía del Estado se ajusta más a lo sucedido, ya que descarta la violencia y califica los hechos de “incidentes contra el orden público”, “altercados”, “tumultos” y “disturbios” en un “ambiente crispado y hostil”. El delito de sedición se aplica a quienes “se alcen pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las leyes” por parte de la Administración o de los jueces, lo que pudo ocurrir en el bloqueo multitudinario de los registros judiciales de la Conselleria de Economía el 20 de septiembre.
Sin embargo, la rebelión está encuadrada en los llamados “delitos contra la Constitución”, entre ellos el de “declarar la independencia de una parte del territorio nacional”, lo que, sin duda, pretendían los dirigentes independentistas --y de hecho la declararon--, aunque en este caso no parece que se cumpla la exigencia de la violencia.
En todo caso, los dirigentes del independentismo, que se han dedicado durante un año a minimizar los hechos de los que se les podía responsabilizar --no así la actuación policial el 1-O, que ha sido equiparada a las peores cargas policiales de la historia--, no aceptan ni el delito de sedición ni el de rebelión ni el de malversación, ni siquiera el de desobediencia. Para ellos, no hubo ningún delito, por lo que la discrepancia entre sedición y rebelión no tiene importancia alguna.
Para intentar desmontar la existencia de delitos, tanto el president Quim Torra como el presidente del Parlament, Roger Torrent, y el resto de dirigentes independentistas recurren a la sobreactuación cuando no a las falsedades. “El presidente Sánchez ha perdido una oportunidad de oro de sacar de los tribunales el conflicto catalán y volverlo a la política”, dijo Torra el viernes. ¿Pero cómo podía hacerlo? ¿Cómo un jefe de Gobierno puede influir en un proceso judicial hasta el punto de anularlo, que es lo que exigen los independentistas, sin quebrar la separación de poderes del Estado de derecho? Torrent, mientras tanto, volvió a repetir la mentira de que las altas penas requeridas lo son “por poner las urnas, que en democracia no es delito”.
El Gobierno se encuentra así atrapado entre una parte que no se conformará con nada que no sea la absolución de los procesados, como no cesan de recordar, y la oposición de la derecha, que sobreactúa tanto o más que los independentistas. El hecho de que la Abogacía del Estado no aprecie rebelión es para el presidente del PP, Pablo Casado, nada menos que una “indecencia” y “una humillación” para España, de las que culpa al Gobierno de Pedro Sánchez. Para el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, se trata de la confirmación de un temor: Sánchez “está utilizando el poder ejecutivo para beneficiar a los que dieron un golpe contra nuestra democracia y lo hará para indultarles si les condenan los tribunales”, aseguró.
Los dos extremos coinciden, curiosamente, en culpar al Gobierno de lo que está en manos de los tribunales. Al anterior Gobierno del PP se le puede reprochar la judicialización de un problema político, pero no se puede sostener que lo que sucedió hace un año en Cataluña solo debía resolverse por cauces políticos. De los presuntos delitos, sin entrar ahora en la tipificación penal, deben ocuparse los tribunales de justicia. Porque alegar que no hubo ningún delito solo puede entenderse como propaganda política.