La política española, que es un juego de trileros pagado con el dinero de nuestros impuestos, es un caso perdido. No tiene remedio. Hace unos días, en plena precampaña electoral en Andalucía, donde en diciembre tenemos convocado un plebiscito peronista, la presidenta de la Junta, Susana Díaz, agitaba –con manifiesta felicidad– el señuelo del agravio cósmico, ese eterno victimismo meridional, transmutado en un orgullo estúpido que no se diferencia en exceso del histórico chantaje sentimental al que nos tienen acostumbrados los nacionalistas y los independentistas, y que tan excelentes réditos electorales ha dado históricamente al PSOE andaluz.
Con una rapidez realmente envidiable, la candidata socialista a la reelección (presidenta en funciones cuando comience el periodo electoral) aparecía en la televisión, sobre el fondo del aula de un colegio, para rasgarse las vestiduras, poner el grito en el cielo –de la Marisma– y criticar al PP por insultar “a todos los niños andaluces”. Así daba comienzo el circo máximo con el que los susánidas –el ejército pensionado de la presidenta– intentan combatir unos sondeos que le auguran una notable pérdida de votos, hasta diez diputados menos y una decreciente autonomía política.
Su consejero de Economía hablaba con desahogo de “supremacismo”. El mismo término usaba el jefe de gabinete de Díaz. Un poco más tarde lo utilizaba Ella misma. Todo casual, por supuesto. Ninguna orquesta toca con semejante sintonía. La consejera de las universidades andaluzas, Lina Gálvez, clamaba en su cuenta de Twitter: “García Tejerina debería estudiar un poco de Historia Económica. Ver las consecuencias en el largo plazo de la distribución de la riqueza y la propiedad de la tierra en la educacion [sic]. Y comprobará el papel jugado por las élites de derechas que su partido representa”. La consejera, que es catedrática, escribía educación sin tilde. Seremos piadosos: pensaremos que se trata –sin duda– de una desafortunada errata causada por el teclado del móvil. Le puede ocurrir a cualquiera, por supuesto.
Lo que ya no se entiende tanto es qué diablos tiene que ver –a estas alturas del siglo– la propiedad de la tierra con la educación. O cuál es la relación entre “las élites de derecha” –en Andalucía buena parte de ellas dicen ser “de izquierdas”– con un rendimiento escolar que, sin menospreciar la evidente incidencia de los factores ambientales, es también consecuencia del esfuerzo individual y de los recursos económicos invertidos en la materia. Los datos oficiales, que sitúan a Andalucía en una posición nada brillante en términos educativos, son lo de menos para los políticos. Lo trascendente para ellos es la manipulación interesada de un problema social.
La exministra Tejerina, igual que en otras ocasiones ha sucedido con los políticos del PP, hizo una interpretación sesgada de los datos del informe Pisa con afán de criticar al gobierno andaluz, como si toda Andalucía fuera la Junta. Los socialistas andaluces, encantados con la ofensa, daban saltos de alegría: gracias a Tejerina podían salir “en defensa” de unos escolares cuya educación es competencia autonómica –y por tanto responsabilidad exclusivamente suya– desde 1982. Hace casi cuatro décadas.
A ninguno de los dos combatientes en esta batalla le preocupa en absoluto el problema de fondo, que es la asimetría en materia de educación que existe en España. Su único interés, compartido, consistía en usar a su favor la desgracia de todos. En España hemos llegado al delirio de identificar a los pobres, a los ricos, a los listos y a los tontos, por su región de nacimiento, como si nacer en un sitio u en otro fuera una decisión voluntaria, en lugar de casual. Cualquier problema de pobreza, falta de instrucción o desigualdad debería preocupar con independencia de dónde se produzca. Sea en Sevilla, en Barcelona o en Palencia.
Lo asombroso, sin embargo, es que el lugar, para cierta gente, importa más que todo lo demás. Las fronteras mentales construidas por las autonomías –avivadas por las capillas que las gobiernan– han consolidado en muchos ciudadanos la percepción de que señalar sus debilidades es equivalente a ofenderles. Y ha extendido la creencia de que, por considerarse víctimas de los demás –por lo general lo son sólo de sí mismos–, carecen de responsabilidad sobre sus actos.
Para los políticos de este país los territorios, que significan poder y el acceso al presupuesto común, importan más que las personas. Y, sin embargo, no hay nada más ridículo que un patriota: esa figura que, con la correspondiente banderita, nos da la brasa con la identidad y la infancia pero no arregla ni uno solo de los problemas colectivos.
En la España de las autonomías, tan elogiada por quienes viven de ellas, tan ineficaz para quienes la pagamos, el victimismo y el clasismo se han convertido en hermanos siameses. Son las dos caras de la misma moneda: la de un país atrapado por la demagogia populista que manipula la identidad cultural para convertirla en un negocio que empeora la vida de todos y sólo permite prosperar a sus interesados apóstoles.
Nuestra educación, nuestra sanidad y nuestro sistema social empeoran sin remedio mientras los gobernantes que administran sus recursos juegan encantados a las taifas. Es una vergüenza. Conviene recordarlo: cualquier sociedad civilizada donde no exista, o no se tolere, la autocrítica –da igual si es por el orgullo estúpido de quienes se sienten superiores o por el infantilismo profundo de aquellos que disfrazan sus fracasos criticando a los demás– es imposible que prospere. Aunque vote cada cuatro años.