El ultimátum del presidente de la Generalitat al Gobierno central fracasó a los pocos minutos de haber sido formulado. El PSOE ha aprendido a relativizar las falsas urgencias de Quim Torra y sus seguidores, aunque sea difícil precisar a fecha de hoy quiénes son los seguidores de Torra. No le sigue la CUP, que desconectó unilateralmente del procesismo hace algún tiempo; ni ERC, que considera a los predicadores de atajos unos mentirosos o unos ingenuos; ni una parte del PDeCAT, que no está para más inventos ni improvisaciones que las que le propone Puigdemont; ni otra parte de JxCAT que ya se dan cuenta de que la división interna del independentismo va en serio. La impresión es que a Torra ya solo se lo creen en Ciudadanos y en el PP, por interés electoral, claro.

Torra se quedó solo con el ultimátum, tanto, que en el momento de escribir al presidente Sánchez una carta para recordarle el compromiso de reunirse en el Palau de la Generalitat, se le olvidó citar su última amenaza: o referéndum acordado antes de noviembre o elecciones generales en España. Por primera vez en muchos años, el Gobierno de Madrid respondió al instante a la provocación, negando cualquier posibilidad de ejercer el derecho de autodeterminación e invitándole a seguir hablando de autogobierno. Luego se lo pensaron mejor y viendo que ni el diputado Rufián se tomaba en serio al presidente de la Generalitat, remataron la jugada, preguntándose la ministra Batet en voz alta: ¿pero a quién representa Torra?

Quim Torra es el presidente de la Generalitat y como tal merece el respeto institucional apropiado; sin embargo, cuando habla en nombre de la mitad de la mitad de los catalanes, o de menos, probablemente, dada la perplejidad de sus propios socios de gobierno ante su ultimátum fallido, es lógico preguntarse a quién cree representar al intentar persistir en la vía dolorosa de la unilateralidad. Quebec y Escocia quedaron atrás porque las situaciones jurídicas no pueden trasplantarse tan fácilmente; a falta de la paciencia necesaria para seguir con la incierta vía de la reforma constitucional, Torra suspira por el modelo Kosovo, sin atender al alto coste del mismo.

El ultimátum de Torra resulta tan absurdo como lo hubiera sido el de la ANC para proclamar la república el 21 de diciembre. La ANC lo retiró y Torra lo olvidó en menos de 24 horas. El lunes, el presidente de la Generalitat y el del Parlament fueron abucheados por quienes se creen engañados por tanta república virtual. La reacción de Torra no fue la de invitarles a aterrizar en la realidad para evitarse nuevos episodios de rechazo radical, todo lo contrario, les obsequió con un gesto de fábula que luego no pudo sostener ni ante su propio gobierno. 

La concepción de la política exhibida hasta ahora por Torra es peripatética y no en el sentido aristotélico del término, más bien como sinónimo de extravagante. Todo quedaría en otra improvisación desafortunada por parte de un presidente novato de no ser por Ciudadanos y PP, quienes aparentando no haber oído el rechazo diligente del gobierno Sánchez a cualquier ultimátum, aprovechan el error de Torra (este y todos los que ha cometido y vaya a cometer) para clamar por un 155 inminente y a poder ser eterno.

Desde hace algunos meses, el independentismo no está para proclamar ninguna república, sus dirigentes oficiales están absorbidos por sus diferencias internas y su Gobierno empieza a desgastarse en la revuelta de los CDR por tanta desorientación y tanta mentira supuestamente fértil;  los Mossos y su obligada defensa de la legalidad y el orden público son la pieza clave de la crisis del independentismo. El único factor que evita la ruptura entre corrientes soberanistas es la solidaridad con los políticos presos. Una nueva intervención del Estado sería agua de mayo para apagar el desconcierto.    

El Gobierno Sánchez incide diariamente sobre este desconcierto con su oferta permanente de diálogo, a pesar de los muchos obstáculos, pero esperando que pueda estabilizarse alrededor de esta oferta una mayoría soberanista suficientemente potente como para calmar los ánimos, sabiendo que un puñado de acuerdos autonómicos no arreglan el problema de fondo.

Es un wait and see imprescindible, de todas maneras muy arriesgado. Porque no hay que ser especialmente perspicaz para darse cuenta de que quienes viven del procés (a favor o en contra), pretenden seguir viviendo de el; tampoco hay que ser singularmente mal pensado para intuir una manifiesta intención de agravarlo al límite por parte de quienes aspiran a aplicar en Cataluña la terminología terrorista utilizada en Euskadi durante tantos años. Con tanta gasolina, luego no habrá quien apague el fuego.