Uno de los rasgos definitorios --y definitivos-- de la antigua socialdemocracia española, mayormente paternalista y de vida más bien breve, es el relativismo político. Las cosas, para sus dirigentes, no son como son, sino como conviene que sean según cada momento concreto. La realidad tampoco es unívoca, sino un fenómeno relativo. Y la ética y el sentido de la moral --elijan ustedes el término que más les guste-- son cuestiones perfectamente aéreas, asuntos sin trascendencia que lo mismo que se invocan (en público) se niegan (en privado), consagrando de esta manera el único principio de conducta válido: la ambivalencia. Nuestros socialistas son gente con tan poca fe que sólo creen en su particular conveniencia.
Tal actitud explica, en buena medida, la tolerancia, e incluso la connivencia, que históricamente ha practicado el PSOE con los nacionalistas. Ésta es una de las causas de la inquietante situación política en Cataluña, donde hace ahora un año unos iluminados se rebelaron contra la ley sancionada y fomentaron el enfrentamiento civil entre los catalanes. Doce meses después de aquel sainete surrealista tenemos a un Gobierno que hace aguas todos los días --ni el astronauta se ha librado del antivirus--, que ha llegado a plantear un indulto a la carta para los actores del prusés y que se sorprende de que la dialéctica democrática lo ponga en aprietos. Sánchez, el interino, amaga incluso con restringir la libertad de expresión, pero hasta ahora no ha movido ni un músculo para atajar la espiral de violencia que estamos viendo en las calles de Barcelona.
Disfrazarse de estadista y pasearse por las cancillerías extranjeras no va a salvar al jefe de los socialistas de las evidencias empíricas: no tiene una mayoría estable, la distensión ensayada con los nacionalistas no funciona y los golpes de efecto mediáticos se diluyen como el azúcar en el café. Todo hace aguas demasiado pronto. Da la impresión de que su Ejecutivo se ha desinflado justo tras la ronda de nombramientos. Quizás porque su único proyecto era ocupar el poder (con una avaricia nunca vista), dilatar una nueva convocatoria electoral --que cada día que pasa es más necesaria-- e intimidar a quien no le da la razón o le saca los colores.
Si el argumento de Sánchez para permanecer en la Moncloa era estabilizar la situación política debería ir preparando el decreto de disolución de las Cortes: no sólo no tenemos tranquilidad institucional, sino que la situación en Cataluña se acerca al guerracivilismo fraternal y nuestra política se ha convertido en pura frivolidad. Basta ver a la vicepresidenta Carmen Calvo retratarse con un tricornio (e intentando impedir a continuación la difusión de la foto) mientras en Barcelona los policías nacionales son insultados y acosados por las hordas independentistas, que buscan desesperadamente sangre y, como por fortuna no la encuentran, se la inventan. ¿De qué diablos va a presumir el presidente en el extranjero? ¿De que en Barcelona un ciudadano no pueda andar seguro por la calle?
Hay quien cree que la estrategia del Gobierno en Cataluña --bautizada como operación diálogo, pero que más bien podríamos definir como estrategia ceguera-- provocará una fractura dentro del frente independentista. Se trata de un espejismo: el secesionismo radical está alimentado desde la Generalitat desde hace años con el dinero de todos los españoles. Pensar que así van desactivar la bomba de relojería de Cataluña --una clase política batasunizada que hostiga a quien no comparte sus ideas, un presidente vicario y supremacista, un parlamento cerrado por defunción y el nacimiento del neofascismo catalanufo-- es tan infantil como creer que la sociedad española va a aplaudir --electoralmente-- esta inacción con quienes son capaces de gritarle a un policía, a dos palmos de la oreja, que están dispuestos a cortarle la cabeza.
Así estamos un año después de la mayor infamia que han visto los tiempos políticos actuales, aunque no es descartable que los venideros superen incluso este listón. Si Sánchez sigue jugando al no me entero en Cataluña va a durar menos que la carta de ajuste, que ya, ni existe. Pasó a la historia.