Parece que nadie se toma muy en serio los propósitos, o los proyectos, de un nuevo Estatuto de autonomía y de un referéndum --otro más--, no exactamente sobre independencia sino sobre ese futuro estatuto, que han anunciado algunos miembros del Gobierno. Estas propuestas no se las toma muy en serio, dándose en general por descontado que se trata de palabrería supuestamente “dialogante” con el nacionalismo, para quedar bien, causar una impresión cordial, constructiva, bienintencionada y proactiva, por consiguiente muy diferente de la pasividad que se le atribuía y se le reprochó al anterior Gobierno.
Se supone que son ejercicios retóricos, si no para romper el nudo gordiano del separatismo, por lo menos para despertar simpatía de cara a las elecciones, sean éstas próximas en el tiempo o se demoren cuanto sea posible, entre los sectores más crédulos o menos encallecidos en el separatismo. Por ahora, según los sondeos, esta táctica le va bien al Gobierno.
Es ocioso reprochárselo, como lo fue reprocharle a sus predecesores su inercia, su pasividad, fuese real o supuesta. Pues, hoy como ayer, el Gobierno de la nación, sea de un partido o de otro, tiene siempre una endemoniada doble tarea: por un lado afrontar la permanente insurrección (o si se prefiere ”el desafío") nacionalista, y por otro mantener el favor de la opinión pública que le garantice su permanencia en el poder. Muchas veces estas dos tareas son o pueden ser contradictorias, y de ahí que la llamada Nave del Estado haya dado, dé y dará bandazos al encarar el tema, al albur de quien la pilote, mientras que el nacionalismo se mantiene siempre enfocado a un solo objetivo, claro y nítido, por tonto que sea y por imposible que parezca: alcanzar la independencia. Que se lo llame ampliar el autogobierno, ejercer el derecho a decidir o hacer república es cosa secundaria. El puerto de llegada es siempre el mismo.
Ya se verá, dentro de pocos meses, cuando los jueces pronuncien sus sentencias, en qué quedan los intentos del Gobierno de apaciguar y desinflamar. Artur Mas fue, creo, el primer presidente de la Generalitat en decir claramente que el Estado Español es "el enemigo" y en referirse a los altos cargos de la administración regional como "los generales de un ejército", el ejército de la Generalitat. De forma más clara, Quim Torra, el ex director del Born victimista y del simposio España contra Catalunya, ahora, como presidente de la Generalitat, declara que "hay que atacar al Estado" y llama a su grey a "encender las calles pacíficamente" (extraña formulación pero con un poco de buena voluntad se le entiende todo).
Teniendo en cuenta que la Generalitat es el Estado, cabe preguntarse, con inquietud justificada, qué clase de Estado es el que tenemos: ese Estado de las autonomías que dedica cada año miles de millones de euros a financiar a quienes se declaran sus enemigos y actúan como tales en la medida de sus posibilidades, y no en secreto sino públicamente y diciéndolo alto y claro, orgullosamente.
El Estado español dedica ingentes recursos financieros a combatirse a sí mismo. Sostiene y arma a un cuerpo de policía que en los momentos de mayor exigencia se dedica a espiar y contrarrestar las iniciativas de otro cuerpo policial; se denuncia a sí mismo en los foros internacionales; financia en algunas de sus regiones un sistema educativo hostil a sus intereses y un poderoso aparato de agit-prop contra sí mismo. Se organiza electoralmente de manera que el partido que quiera gobernarlo debe obtener el apoyo de los partidos que quieren destruirlo.
Es un Estado que paga a quienes tratan de destruirlo salarios mucho más altos que a quienes tratan de defenderlo.
¿Tan seguro está de sí mismo? ¿O acaso es el país más tonto del mundo?