Siempre dispuesto a contribuir a la promoción turística de mi ciudad, se me ha ocurrido una idea estupenda para un posible cartel. En él se vería a una británica obesa y claramente bebida disfrutando del mar en la Barceloneta. Tocada con una diadema en forma de pene, sostendría en la mano un mojito preparado en la alcantarilla más cercana y disfrutaría de la siempre estimulante presencia de una rata muerta flotando en el líquido elemento. Para el preceptivo eslogan, aconsejo recurrir a Manuel Fraga (Barcelona is different) o a Ricky Martin (Livin' la vida loca). Yo creo que, dado el personal que nos visita, lo petaríamos. Y falta nos hace, ya que el turismo español cada vez nos frecuenta menos y el extranjero con posibles lo compone una pandilla de tiquismiquis que se resiste a nadar entre ratas ahogadas y a consumir mojitos perfumados a la mierda.
Las ratas muertas y los mojitos fecales son las últimas novedades de una serie de eventos que hacen de Barcelona una ciudad única en el mundo. También constituyen dos nuevos clavos en el ataúd de Ada Colau, aunque ella no parece darse por enterada. Como si no tuviese bastante la pobre con los narcopisos, los juerguistas durmiendo al raso, los yonquis que deambulan por el Raval como muertos vivientes y los miembros de su equipo que llaman a los manteros para que se esfumen porque está en camino la Guardia Urbana (a la que le faltan efectivos, como al servicio de limpieza), ahora se le han plantado en la plaza de Sant Jaume treinta desocupados que dicen que se van a quedar allí hasta que se materialice la república. Colau no puede confiar en Torra para que los convenza de que depongan su actitud, pues el monigote de ventrílocuo que ejerce de presidente de la Generalitat ya se ha solidarizado con ellos y no creo que tarde mucho en regalarles unas botellitas de ratafía.
La iniciativa no es nueva --ya la puso en práctica, ¡y en solitario!, mosén Xirinacs hace bastantes años--, pero da qué pensar. ¿No tienen trabajo esos treinta héroes? Caso de tenerlo, ¿se pueden ausentar durante todo el tiempo que falta para la república? ¿Dónde piensan hacer sus necesidades? ¿Se les puede tirar plátanos o está prohibido alimentarlos, como en los zoológicos? Chis Torra debería haberles convencido de que se dispersaran, que la ciudad ya tiene bastantes desocupados rondando por sus calles, aunque solo fuese por no incrementar la carga de trabajo de la señora Colau y su brillante equipo de gobierno.
Barcelona tiene una tendencia natural a convertirse en Can pixa i rellisca, pero con la administración Colau, la tendencia va en aumento y adquiere una apariencia irreversible. Ya hubo cristos con anteriores alcaldes: recordemos las felaciones a turistas en la Boquería cuando Hereu, o los nudistas urbanos de la era Trias, para los que hubo que crear una ley nueva (cuando bastaba con una breve sesión de tortura en comisaría para solucionar el problema, si me permiten sacar un momento al Charles Bronson que todos llevamos dentro). Cada equis años, la sociedad barcelonesa se rasga las vestiduras y clama que hasta aquí hemos llegado. Pero el sindiós no tarda en regresar, corregido y aumentado. Así es cómo ha corrido la voz de que esto es jauja y se nos ha llenado la ciudad de chusma irredenta que está pidiendo a gritos ser arrojada al mar con los pies metidos en un bloque de cemento.
Ya sé que una ciudad sin chusma es como un apartamento de Nueva York sin cucarachas, algo imposible. La chusma, ¿para qué negarlo?, humaniza y da color a las ciudades. Simplemente, hay que saber tratarla y ponerle límites. No parece que lo vayamos a conseguir con ediles que alertan a los manteros de las redadas, que no saben hacer frente ni a una plaga de ratas y que consideran una innovación en la coctelería la inclusión de caca en los combinados. Personalmente, tras las ratas muertas y los mojitos fecales, quedo a la espera de la próxima atracción turística de la ciudad de mis amores. ¡Y la idea del cartel la cedo gratis!