Entre el 1 de enero y el 31 de agosto, la lira turca se depreció un 42% y un 41,4% en relación al dólar y el euro, respectivamente. La elevada depreciación fue consecuencia principalmente de tres factores: la subida de los tipos de interés en EEUU, el creciente riesgo político y los importantes desequilibrios macroeconómicos del país.
En la última década, las políticas monetarias ultraexpansivas de los bancos centrales de las naciones desarrolladas hicieron que numerosos inversores se refugiaran en los países emergentes. En la mayoría de ellos, concedieron un gran número de préstamos, a devolver en dólares o en euros, al sector privado a un históricamente reducido tipo de interés. Un aspecto que ha generado en la actualidad un excesivo endeudamiento de sus familias y empresas. Uno de los países más favorecidos por el flujo de dinero caliente fue Turquía.
En el presente ejercicio, una parte del indicado capital se ha desplazado de forma escasamente homogénea desde las anteriores naciones hacia EEUU. Los motivos han sido el aumento de los tipos de interés a corto y largo plazo en dicho país y la percepción por parte de los inversores de un incremento del riesgo de impago en numerosos países emergentes, generado éste por el sobreendeudamiento del sector privado y la desaceleración de su ritmo de crecimiento económico.
Un desplazamiento que ha contribuido decisivamente a apreciar el dólar respecto a la mayoría de las monedas mundiales y ha vuelto a aumentar el riesgo de impago de los intereses generados y del capital prestado, pues el importe de ambos en moneda nacional ha aumentado. Hasta el momento, los países más afectados han sido Argentina, Turquía y Brasil.
En 2016, el país otomano sufrió un golpe de Estado fallido. La situación fue aprovechada por Erdogan (presidente de Turquía) para declarar el estado de emergencia durante dos años (quedó derogado el pasado 18 de julio), gobernar por decreto, tomar represalias contra múltiples miembros de la administración y confiscar más de 800 empresas. El riesgo político asociado a Turquía aumentó sustancialmente.
Las principales consecuencias fueron la ausencia de nueva inversión directa extranjera, la salida de algunos prestamistas internacionales, la paralización de la administración por las purgas realizadas y un menor crecimiento del gasto de las familias y de la inversión de las empresas nacionales, debido a la mayor incertidumbre económica y política. El resultado fue un crecimiento del PIB del 3,2%. Una cifra notable para un país desarrollado, pero decepcionante para un emergente como Turquía.
Con la finalidad de ganar el referéndum que eliminaría el cargo de primer ministro y traspasaría sus competencias al presidente, así como las siguientes elecciones, Erdogan quería que la economía creciera, como mínimo en 2017, a un elevado ritmo. La imposibilidad de basar el aumento del PIB en la demanda externa, por la deteriorada confianza de los inversores extranjeros y la atonía del sector turístico por los ataques terroristas del reciente pasado, hicieron que sustentará el nuevo período de expansión económica completamente en la demanda interna.
Para conseguir su propósito, impulsó un faraónico programa de inversiones en infraestructuras (la mayoría en colaboración con el sector privado) y propició una elevada expansión del crédito. La clave de ésta residió en el ofrecimiento del aval del Estado a una gran parte de los préstamos concedidos, a cambio de la reducción del tipo de interés percibido por los bancos. La consecuencia fue un gran aumento de todos los componentes de la demanda interna: gasto de las familias, inversión en bienes de equipo, en construcción y consumo público. El resultado constituyó un aparente éxito: un incremento del PIB del 7% en 2017.
No obstante, el peaje a pagar fue muy caro. Por un lado, una excesiva inflación (11,1%) que, debido a sus presiones al banco central, no fue combatida por un incremento del tipo de interés de referencia (continuó en el 8% hasta el 1 de junio de 2018). Por el otro, un gran aumento de las importaciones que llevó al país a vivir muy por encima de sus posibilidades y a situar el déficit de la balanza por cuenta corriente en el 5,5% del PIB. Un nivel muy peligroso para cualquier país y, especialmente, para uno emergente.
Los desequilibrios macroeconómicos indicados eran la bomba de relojería. En un momento u otro, éstos harían que los inversores creyeran que su corrección debía pasar necesariamente por una gran depreciación de la lira, una elevada subida del tipo de interés de referencia y la entrada en recesión del país. El instante en que aquélla estallaría dependería principalmente de la coyuntura internacional y secundariamente de la situación política nacional. Ambos factores confluyeron el pasado julio.
No obstante, Erdogan no se ha dado por enterado del doloroso camino a seguir, sino quiere convertir a Turquía en Venezuela bis. Su teoría de que la inflación se combate con bajadas de tipo de interés, junto con la gran influencia que tiene sobre las actuaciones del banco central del país, me llevan a pensar que lo peor aún está por llegar.
En otras palabras, más inflación, menor valor de la lira y una crisis más intensa que la que padecería en la actualidad, cuando alguien tome las medidas adecuadas. Es uno de los peligros que poseen los presidentes populistas plenipotenciarios.