Pedro Sánchez soltó en el Senado una verdad increíble: el Estatuto vigente en Cataluña no ha sido aprobado en referéndum. No dijo más, pero de tal perspicacia se intuye el argumento inicial de una conclusión: démosles a los catalanes la oportunidad de tener un estatuto refrendado y acabemos con esta anomalía insostenible.
¿Qué nos propone o propondrá? Restituir el texto aprobado por los electores con escasa ilusión en 2006 porque ya venía rebajado a conciencia por el propio PSOE en el Congreso (asustadísimo por la presión ejercida en la calle por el PP), recuperar el texto original de 2005 que obtuvo 120 votos en el Parlament (ciento veinte votos, sí) o redactar uno nuevo en una cámara partida por la mitad.
Cada día hay más gente en Madrid, pero también aquí, que vería con buenos ojos la recuperación de un Estatuto considerado inviable en su momento por muchas voces que ahora lo valoran como un clavo ardiendo. Las críticas circunstancias a las que se ha llegado a partir de la sentencia del Constitucional de 2010 parecen haber convencido a los inflexibles de 2005 de que en el texto del Parlament había una propuesta válida. Entonces era de máximos y ahora sería de mínimos: una Generalitat reconocida como gobierno de una nación histórica, actuando como administración única en Cataluña, gestionado todas las competencias, sean propias, cedidas o compartidas, con una relación bilateral con la administración central.
Aquella propuesta llevaba implícita una modificación de la Constitución, porque en aquel tiempo había quien aún creía que una ley orgánica como el Estatut, que forma parte del núcleo constitucional, podía ser una vía de reforma. Ni el PP, ni el PSOE, ni el TC lo aceptaron. La historia, a partir de aquel portazo a la propuesta de espíritu federal y del remiendo estatutario pactado por socialistas y convergentes con nocturnidad, es tristemente conocida.
De la reflexión del presidente, cae por su peso una pregunta. A parte del miedo vivido en el Estado por los hechos de octubre protagonizados por los partidos independentistas y de la urgencia de remediar la grave crisis política y social por la que transita Cataluña tras el fracaso y los excesos del otoño, ¿hay alguna capacidad real por parte del Gobierno de Sánchez de ofrecer a los catalanes una propuesta mínimamente ambiciosa?
Y de esta, es obligada una segunda. ¿Puede crearse en Cataluña una mayoría absoluta consistente para aceptar una propuesta generosa de autogobierno que no vaya más allá del desarrollo federalizante del Estado de las Autonomías?
Entre el sí-sí del optimismo radical y el no-no del negacionismo militante se abre el escenario del sí-no, propio del realismo pesimista. Tal vez haya llegado el momento histórico de aceptar este desafío, que no puede darse por perdido antes de materializarse. No tiene demasiado sentido retrasar dicho día en el que los catalanes puedan expresarse democráticamente y legalmente sobre sus aspiraciones.
Antes de empezar con cualquier proceso de ruptura habría de haberse cumplido con el trámite esencial de negar en un referéndum de verdad cualquiera otra formulación de convivencia en común. Parece lógico, y sin embargo este paso no se ha dado por muchos procesos de participación popular que se hayan organizado. En 2010, podía haberse celebrado un referéndum de rechazo al texto remodelado por el TC, dejando clarito el vacío legal y no habría hecho falta esperar ocho años para que un presidente del Gobierno español cayera en la cuenta de que Cataluña no tiene estatuto refrendado.