La política es tan cruel como reconfortante, según quien gane o quien pierda. En esta semana imprevisible, que nadie hubiera pronosticado hace unos días pese a los que ahora se apuntan al “yo ya lo había dicho”, la política española ha dado un vuelco. En dos mañanas y una tarde, Pedro Sánchez se ha convertido en el séptimo presidente de la democracia desde el final del franquismo y Mariano Rajoy ha emprendido el camino que lleva al olvido, ese espacio tan largo que Pablo Neruda oponía a la duración tan corta del amor. Menos de siete años ha durado la luna de miel con el poder de Rajoy, el hombre previsible, conservador biológico, que solo hace unas semanas repetía que se sentía con fuerzas para volverse a presentar a las elecciones para, como él decía, “seguir sirviendo a España”.
Una votación rotunda en el Congreso de los Diputados --180 a favor de expulsarlo de la Moncloa y 169 en contra-- le ha dicho a la cara que esos servicios eran ya suficientes, excesivos y profundamente dañinos para muchos, y que se fuera a casa o a recuperar la plaza de registrador de la propiedad en Santa Pola (Alicante).
Para mayor escarnio, el ejecutor del cese ha sido Pedro Sánchez, hasta hace nada un apestado incluso para personalidades relevantes de su propio partido, expulsado de la dirección del PSOE el 1 de octubre de 2016 por un comité federal bochornoso, resucitado después en la radicalidad de las primarias contra todo pronóstico y contra todo el aparato socialista, que se sumergió en la discreción y en la moderación y desapareció de la escena mientras se probaba un traje de hombre de Estado en la crisis catalana y que ahora ha sabido aprovechar la sentencia del caso Gürtel para capitalizar el hartazgo con la corrupción y con Rajoy y reunir en torno a sí a toda la oposición, que lo ha encumbrado a la presidencia del Gobierno.
Es el primer presidente que llega a la Moncloa merced a una moción de censura, que en realidad han sido dos. La primera moción, contra Rajoy, duró hasta que se supo que el PNV --como confirmó minutos después Aitor Esteban desde la tribuna-- iba a respaldar la censura. Hasta ese momento, la sesión había discurrido en el Congreso por los cauces previstos. El número tres del PSOE, José Luis Ábalos, había presentado la moción con una requisitoria ante la corrupción del PP, Rajoy le había respondido con la eficacia parlamentaria con que acostumbra, una eficacia hecha de mentiras, displicencia e ironía. Repitió el argumentario de que el PP no había sido condenado penalmente, sin decir que eso era imposible porque al producirse los hechos el delito no existía para personas jurídicas; limitó el caso a dos ayuntamientos madrileños, ocultando que la sentencia acredita la caja b del PP, y minimizó la corrupción con la técnica del “y tú más” y de que corrupción la hay en todas partes. Esos mismos argumentos los utilizó después en el cara a cara con Sánchez, además de acusarle de querer gobernar sin ganar las elecciones y de apoyarse en independentistas y populistas.
Pero en cuanto se supo el voto del PNV, todo cambió. En el culmen de la displicencia, Rajoy ni apareció por el Congreso en la sesión de la tarde, que pasó con sus íntimos no en la Moncloa --podía haber alegado que tenía temas de gobierno que resolver--, sino en un restaurante, donde se preparó el funeral del PP que iba a celebrarse en la mañana siguiente. La moción de censura contra Rajoy se transformó entonces en una moción de Albert Rivera contra Pedro Sánchez, el ya presidente in péctore. En el cara a cara Rivera-Sánchez saltaron chispas porque era el preludio de la batalla que viene.
Obnubilado por el fulgor de las encuestas favorables, a Rivera le interesaba que siguiera Rajoy para que aumentara el deterioro del PP y poder así seguir recolectando el voto de derecha descontento. En su defecto, como no podía no reclamar la dimisión de Rajoy so pena de desacreditar todas sus proclamas regeneracionistas, su segunda opción era pedir elecciones anticipadas inmediatas para confirmar con una victoria los pronósticos de los sondeos. Pero el triunfo de la moción y la llegada de Sánchez a la presidencia ha destrozado la estrategia de Ciudadanos, y de ahí que Rivera superara a Rajoy en los reproches al “Gobierno Frankenstein” y al supuesto pacto del candidato con independentistas y populistas.
Hay otra razón para entender el nerviosismo de Rivera. La inauguración de un tiempo nuevo en la política española, con el regreso del diálogo, los pactos y el consenso --incluido un enfriamiento en el incendio de Cataluña-- perjudica las expectativas de una política basada en la hipérbole, la bronca y el enfrentamiento sin concesiones. Sánchez tiene muy difícil gobernar con 85 diputados, pero su apuesta, como ha anunciado, solo puede basarse en el diálogo y el acuerdo para fortalecer su alternativa e intentar así ganar las próximas elecciones con el aval de la obra de gobierno. Y su principal rival, mientras el PP se reorganiza en la oposición lamiendo sus heridas, será Rivera.