Resulta difícil pararse a escribir sobre los múltiples vericuetos por los que se va metiendo el procés, ya no digo reflexionar, pues hace tiempo que la narrativa independentista catalana ha huido del campo de la razón. Estamos ante un juego de los disparates en el que no solamente resulta insólito que se juegue tan frívolamente por parte de un independentismo que parece haber perdido cualquier noción de la realidad, sino que la importante parte de la sociedad catalana que entró en su lógica, no se dé cuenta de la perversión. Esto es lo que resulta más preocupante.
La degradación de la política, pero también de la sociedad catalana era impensable tan solo hace unos años, y en los últimos meses parece que aún estamos lejos de haber llegado a su cénit. Reclamar ponderación, sentido común o seriedad tanto a los líderes políticos como la sociedad civil no sirve para nada toda vez que una buena parte del país parece sentirse a gusto en un caos que se experimenta y que curiosamente se vive como una diversión, cada vez con tonos más alocados. El mayor problema de discrepar públicamente de ello, no es pasar a formar parte del listado de “malos catalanes” o que te condenen al ostracismo, es que les ayudas a reforzar la dialéctica amigo-enemigo con la que los independentistas muestran sentirse tan a gusto. Quizá por ello predomina el silencio entre aquellos que, como yo, asistimos atónitos a una situación y a un despliegue de argumentarios a los que tildarlos de surrealistas, irresponsables, insensatos, absurdos o falaces, no bastaría para definir de manera completa y precisa el camino autodestructivo que se ha tomado. Buena parte del independentismo ha derrochado en la política práctica la parte de razón, las razones, que pudiera tener. Se ha menospreciado la diversidad de la sociedad catalana y se ha perdido cualquier noción de la proporción o del sentido común. Y tendrá que pasar mucho tiempo para que las instituciones catalanas puedan volver a resultar creíbles. El arrastre por el barrizal a que las han sometido y someten, va a resultar difícil de superar.
Parece evidente que idea-fuerza dominante que mueve la movilización independentista de antes y después del 21D es la de conseguir crear una situación de conflicto permanente y creciente entre el Estado y Cataluña, donde ya no se trata de disponer de mejores instrumentos para gobernar y llegar a acuerdos, sino proporcionar una dimensión europea a un enfrentamiento al que se pretende dotar de tonos dramáticos y connotaciones de tipo colonial. Poco les importa que tengan que forzar los hechos y terminar por hacer parodia. Se disponen de suficientes aparatos de propaganda y de propagandistas bien dispuestos para convertir las falsedades o medias verdades en realidades incuestionables. Como buen populismo, disponen de verdades alternativas y conciben la política únicamente como una performance. Se doblega el lenguaje hasta extremos vergonzosos, y se buscan paralelismos que ofenden a los que tienen memoria: represión, dictadura, presos políticos, exilio... Situaciones que desgraciadamente se sufren en muchos lugares del mundo y que aquí todavía hay gente que recuerda cuando esto se producía de verdad, no sólo como un simulacro.
Algún día convendrá explicar el por qué los sectores acomodados de la sociedad catalana abandonaron las pulsiones habituales que las hacían tender al orden y seguir a unos líderes políticos que les proponían poner en marcha una "revolución de las sonrisas" que trituraría las instituciones y acabaría con la cohesión de la sociedad catalana. Que apostarían por “darse un capricho”. Como también será digno de explicar por qué una parte muy importante de la izquierda se ha prestado gustosa proporcionar una república imaginaria para satisfacer las ínfulas de las clases dominantes de toda la vida.
Los resultados del 21D legitimaban la formación de un gobierno de fuerzas independentistas, pero la pregunta del ¿para qué?, no resulta baladí. No sé si el independentismo sabe muy bien cómo terminará el mes de mayo, y si el gobierno en ciernes que ha designado Puigdemont a dedo es solo de figurantes que proporcionen espectáculo hasta unas nuevas elecciones que coincidan con el juicio a los imputados del procés. Reina la improvisación en un mundo de estrategias contrapuestas y notorios odios personales, pero ha acabado por resultar sorprendente cómo los partidos independentistas aceptan el cesarismo berlinés. Se han puesto en manos de un iluminado que ejerce de piloto suicida, del que no cabe ninguna duda que acabará con los partidos independentistas actuales, para crear un Partit Nacional Català, a la manera de movimiento peronista. Aunque se forme gobierno con un presidente títere, en realidad de “gobierno” tampoco habrá. Subarrendar la presidencia para que se continúe llevando el timón --¿qué timón?-- desde Berlín, disuade de cualquier conversación razonable. Un juego de las sillas, de épica de pantuflas y sillón orejero, de actos fallidos, de plenos desconvocados, para terminar con un presidente de transición que es de risa, para supongo volver a unas nuevas elecciones dentro de unos meses que mantengan el espectáculo. Situados en este punto, quizás los partidos que aún conservan una cierta cordura, deberían apearse de esta ridiculización de las instituciones que quieren hacer girar hasta el infinito.