En el municipio, la ciudadanía puede presentar mociones que son resueltas por la junta de portavoces o el pleno del ayuntamiento, mientras que el reglamento prevé que los proponentes puedan intervenir en el pleno para defenderla. Ese sería el esquema general respecto a la articulación reglamentaria de una forma de participación de la sociedad civil en los asuntos públicos. Cuando las mociones son propuestas por entidades, suele haber un consenso para su aprobación.
Pero una cosa es el expediente formal y otra distinta cumplir el compromiso adquirido solemnemente. Y aquí entramos en el laberinto de la actividad política que transporta las mociones aprobadas al país del nunca jamás, provocando indignación por la tomadura de pelo por el hecho de que, en buena parte de los casos, se conviertan en papel mojado.
Ni hacen nada, ni dan cuenta a la ciudadanía y en especial a quienes la presentaron del por qué no hacen nada. Ese mutis por el foro, que si nos atenemos a los antecedentes históricos es práctica habitual, parece responder a cierto talante congénito de buena parte de la clase política que no acaba de entender de qué va eso de la participación, ni de la responsabilidad que adquieren ante la ciudadanía con su voto.
Conviene recordar que, en general, las mociones contienen propuestas dirigidas a las administraciones de ámbito superior y también deberes para el ayuntamiento. Así las cosas, el camino a seguir queda claro: en primer lugar trasladar a instancias superiores los acuerdos adoptados y, por mera cortesía, remitir copia a la entidad promotora de la moción, y en segundo lugar constituir la correspondiente mesa ad hoc (ayuntamiento-entidades implicadas) para impulsar los acuerdos en el municipio. Un esquema de trabajo bastante simple que solo requiere voluntad política.
Dada la inutilidad de las mociones para lo que teóricamente fueron concebidas, quizás lo que procede es dejar de presentarlas, cuando menos hasta que exista un compromiso para que las aprobadas se ejecuten inexcusablemente
Pero al parecer, cuando en las tareas rutinarias de los gobernantes se introducen otras provenientes de la participación ciudadana que consideran distorsionadoras de su plácida gestión, o no saben, o no quieren asumirlas (si no pueden, deberían decirlo de antemano para evitar una pérdida de tiempo absurda). Sirva de ejemplo el destino que han sufrido las mociones aprobadas sobre el desamiantado, la sanidad, la residencia pública, la paralización instalación de los contadores inteligentes y tantas otras.
A día de hoy se desconoce si las decisiones se han remitido a la Generalitat y qué respuesta han dado. En estos casos, como ni la ciudadanía ni las entidades impulsoras han sido informadas, puede deducirse que no han hecho nada. Y como tampoco han dado pasos para conformar las mesas ad hoc como instrumento para implementar las propuestas de la moción en el municipio, tenemos que el resultado de suma 0 es 0.
A resulta de los datos, y dada la inutilidad de las mociones para lo que teóricamente fueron concebidas, quizás lo que procede es dejar de presentarlas, cuando menos hasta que exista un compromiso pactado, creíble y exigible entre grupos municipales y sociedad civil para que las aprobadas se ejecuten inexcusablemente. Aviso para navegantes: la crítica al tratamiento de las mociones no puede ser utilizada partidistamente porque alcanza a todos los grupos municipales que, con distintos grados de responsabilidad, por acción u omisión, han ido alimentando su esterilidad actual.