Abril es el mes del calendario dedicado a las fiestas en honor de la sagrada primavera. Como suele ocurrir con todas las festividades oficiales sancionadas con el sello del clero, el pretérito histórico de estos eventos es mucho más carnal que espiritual. En Sevilla empezamos a desmontar la ciudad efímera de lonas que es la Feria de Abril, el invento de un industrial catalán afincado en el Mediodía –Narciso Bonaplata y Curiol– y un empresario vasco –José María Ybarra Gutiérrez de Caviedes– cuyas estirpes, multiplicadas durante un siglo largo, aún soportamos entre la insigne laya de los prohombres andaluces. Más que organizar unas nuevas carnestolendas tras la cuaresma, lo que perseguían –y consiguieron– estos dos próceres decimonónicos era consumar un negocio particular –vender ganado– gracias a un certamen sufragado con fondos municipales. Una ilustre tradición española: los costes del lance empresarial los pagamos todos; los beneficios se lo apropian ellos, los dueños de la estampa.
Para vivir como Dios a costa de los sentimientos (manipulados) de los demás no hay como ponerse intensamente lírico, aunque estas devociones sentimentales terminen, como demostró el famoso cuaderno de Jové, en un inventario de propiedades expropiables
Así seguimos. Este lunes algunos celebrarán el día de Sant Jordi en Cataluña con un enfoque parecido: reivindicarán de forma excluyente la cultura catalana, como si ésta fuera una banderita o su patrimonio particular en lugar de un bien intangible que no pertenece a nadie y, por tanto, compartido por todos. En el fondo, quienes conciben así esta fiesta no buscan nada distinto a los fundadores de la feria sevillana. Es una fórmula infalible: para vivir como Dios a costa de los sentimientos (manipulados) de los demás no hay como ponerse intensamente lírico, aunque estas devociones terminen –lo vimos en la libreta de Josep María Jové– en un inventario de propiedades susceptibles de ser expropiadas en beneficio de la patria.
Sant Jordi no es una festividad exclusivamente catalana. Se celebra también en Aragón, Alcoy, Cáceres, Albacete y hasta en Lucena, sin olvidar sus variaciones inglesas y portuguesas. Hasta los Scouts, esa tribu infame, rinden tributo anual a la figura de San Jorge de Capadocia, ilustre caballero que, según la leyenda, salvó a una princesa matando a un dragón, de cuya sangre nació como maravilla inexplicable una hermosa rosa roja.
En la pugna entre la España democrática y las élites del prusés no existe ni amor cortés, ni rigen principios por los que merezca dar la vida ni se vislumbra el heroísmo. Todo es de una vulgaridad soberbia
La política española actual se nos antoja una réplica de esta misma fábula, aunque con personajes mucho más dudosos. Hay disparidad de opiniones sobre quién es realmente la princesa del cuento (si España o Cataluña) y tampoco está muy claro si San Jorge, el rendido caballero, es de Barcelona o acaso de Roncesvalles. Lo que es indudable es que en la pugna política entre la España democrática y las élites del prusés (incluidas aquellas que se nos presentan como antisistema) no existe ni amor cortés, ni rigen principios por los que merezca dar la vida (el sacrificio máximo que se acepta es la clásica estancia subvencionada en Suiza) ni tampoco se vislumbra el más mínimo rastro de heroísmo. Todo es de una vulgaridad soberbia.
Lo que más nos gusta de Sant Jordi es la civilizada costumbre de regalar libros, aunque según las estadísticas el 40% de los hijos de la patria –elijan la que más les guste– no lean uno ni a tiros. Según las crónicas, el día del libro que se celebra en Cataluña, en confluencia con la Diada, fue instaurado –mediante decreto, como se hacen estas cosas– por el rey Alfonso XIII una tarde de 1926, cuando Su Soberana Majestad, en un receso de las proyecciones del picante cine mudo de su tiempo, sancionó que el 23 de abril era el adecuado para homenajear “al libro español”. La Unesco tardó casi 70 años en consagrar internacionalmente la fecha. Lo de las rosas fue invento de un valenciano: Vicente Clavel, que pidió el apoyo institucional de la Cámara Oficial del Libro de Barcelona para llenar las calles de rosas medievales.
En las fiestas patrióticas, sean de donde sean, no hay casi nada auténtico. Ni mucho que realmente tenga que ver con la patria. Son eventos interesados o caprichos del destino. Hermosas mentiras
Como pueden ustedes comprobar, en las fiestas patrióticas, sean de donde sean, no hay casi nada auténtico. Ni mucho que realmente tenga que ver con la patria. Son eventos interesados o caprichos del destino. Hermosas mentiras. De hecho, Cervantes y Shakespeare no murieron el mismo día porque la España de los Habsburgo y la pérfida Albión se regían en aquel tiempo por dos calendarios diferentes. Confundir el día del libro, un objeto que enriquece la mente, permite viajar sin moverse y ayuda a convertirse en cosmopolita aunque uno esté –en Sevilla o en Barcelona– rodeado de palurdos, con las reivindicaciones patrióticas es tan absurdo como creer que San Jordi era realmente santo y la sangre de un reptil gigante pudiera alumbrar una rosa mística. Que ustedes lo disfruten (como quieran).