Las elecciones del 21D podrían no haber servido para nada, o para empeorar las cosas, si solo son el preludio de un nuevo 155 más largo e intenso. La decisión depende en primera instancia del diputado electo instalado en Bruselas, Carles Puigdemont, y en segunda mano del diputado electo en prisión preventiva, Oriol Junqueras. La simple descripción de la situación personal de ambos dirigentes ya certifica la excepcionalidad del momento. Ellos dos son los más legitimados para promover la declaración de una pausa unilateral del independentismo, abandonando justamente la frenética e inútil unilateralidad del procés y abriendo la puerta al incierto camino de la negociación constitucional.
De Rajoy, el perdedor absoluto de los comicios catalanes, no se puede esperar otra cosa que una nueva intervención de la Generalitat a poco que pueda. Los halcones del PP y Ciudadanos le apremian y los buitres ya merodean las cercanías de la Moncloa. El Tribunal Supremo está en velocidad de crucero intentando demostrar la existencia de una rebelión organizada, a base de informes de la Guardia Civil. No hay base argumental para el optimismo.
El éxito de Puigdemont no solo ha conseguido minimizar la victoria de Inés Arrimadas, le ha convertido en el dirigente más decisivo del independentismo para bien y para mal. Él, quedándose en Bruselas, puede dinamitar la legitimidad del nuevo Gobierno, ahondar en las diferencias con ERC, ridiculizar el valor moral de asumir la cárcel, condicionar la refundación del PDeCAT y amenazar el equilibrio interno del independentismo promoviendo una plataforma personalista y transversal a partir de JxCat.
También puede regresar a Barcelona para ser detenido. Puigdemont ya ha dicho que no cree que la prisión sea el lugar más apropiado para defender la Generalitat y tiene razón. Esta misión corresponde al nuevo Parlament y al nuevo gobierno del que difícilmente podrá formar parte. Siempre que recuperar el sosiego sea la prioridad, un detalle que sigue siendo una incógnita.
El éxito de Puigdemont no solo ha conseguido minimizar la victoria de Inés Arrimadas, le ha convertido en el dirigente más decisivo del independentismo para bien y para mal
Los dirigentes independentistas tienen que hacerse a la idea de que no hay más salida que una declaración formal y parlamentaria de renuncia a la unilateralidad como paso previo a la negociación. Una negociación con los múltiples actores (comenzando por los internos) con capacidad para influir en la definición de un vía legal que pueda dar opciones a la consulta. La apelación a la negociación bilateral con el Estado para transitar hacia la secesión es un nuevo absurdo, una pérdida de tiempo como resultó ser la unilateralidad.
Provocar un nuevo 155 es relativamente fácil; sería un desastre para el autogobierno y para el país pero justificaría plenamente las aventuras internacionales de Puigdemont. Además, ofrecería a Rajoy una oportunidad de oro para congraciarse con los halcones, alejando de paso la sombra de la crisis del PP y cualquier hipótesis de negociación. Es mucho más difícil asumir el injusto sufrimiento de la prisión preventiva y llamar a la reconciliación y a la rectificación.
Si Puigdemont no lo hace, Junqueras tendrá su momento, ganado a pulso. Todo sería más razonable y factible si los encarcelados y huidos pudieran recuperar la libertad de hacer política desde el Parlament y el Govern, seguro, sin embargo, por ahora no hay que esperar nada de Moncloa, ni siquiera una instrucción de moderación a la Fiscalía en materia de prisión preventiva. Dicen en Japón: hay que poner a España delante del espejo europeo para que tomen conciencia de su inflexibilidad o hasta que se rompa en mil pedazos. El espejo.