El nacionalismo, cualquiera que sea su máscara, se basa en la sensación compartida de sufrir una afrenta, por lo general inexistente. Da lo mismo si procede de Cataluña, Euskadi, Galicia, Madrid, el famoso rompeolas de todas las Españas; o Andalucía, encerrada en su bucle de perpetuas deudas históricas. Es irrelevante: cualquiera de sus variantes proyecta un discurso (interesado) basado en el victimismo. No existe ningún nacionalista, sea nórdico o meridional, que no afirme sentirse ofendido --aunque la ofensa sea pura ficción-- y, en consecuencia, pregone la idea de que merece una compensación, un trato de favor, un régimen jurídico singular con independencia de si éste se basa en un hecho diferencial o en un derecho particular. Todos estos llantos terminan con un autogobierno que debemos financiar todos.
Desde el origen de los tiempos, el soberanismo se presenta como una cuestión sentimental pero termina, sin excepciones, en una deriva patrimonial que consiste en la cabriola conceptual de pasar de la poesía de la tribu a un negociado de la Agencia Tributaria, donde lo que cuenta ya no son las emociones, sino el pago de tributos a los nuevos señores. ¿Cómo combatir esta lacra política? ¿Cómo explicar que quien levanta una bandera lo que busca es su beneficio particular, no el de todos? En la España contemporánea no parece existir otro camino posible que una reforma constitucional. Ésta es la tesis de los socialistas, que sin embargo camuflan con el disfraz del federalismo un trampantojo similar al modelo autonómico, destrozado por la vía de los hechos.
En la España contemporánea no parece existir otro camino posible que una reforma constitucional
La pasada semana el PP enfriaba las expectativas (virtuales) que los socialistas habían presentado como una conquista política a cambio de apoyar la aplicación del 155 en Cataluña. La comisión parlamentaria encargada de abrir este debate, donde no participan por decisión propia ni Unidos Podemos ni los nacionalistas, tendrá pues una discusión bizantina sobre si fue antes el huevo o la gallina. Los populares sostienen que lo que se hable en este foro no tiene necesariamente que traducirse en una reforma inmediata de la Carta Magna, sobre todo si ésta busca “contentar a una minoría (independentista) frente al criterio de la mayoría”. Dicho así resulta difícilmente discutible: el mayor error de la democracia española ha sido adaptar su arquitectura institucional a los intereses partidarios de las élites territoriales, disfrazados siempre como reivindicaciones populares.
Cambiar la Constitución para incidir en esta dirección, aceptando además falsas asimetrías territoriales, sería una suerte de rendición. Un nuevo desastre. Los nacionalistas, que nacieron en el siglo XIX, vienen condicionando desde entonces la política española. ¿Alguien cree que van a dejar de hacerlo ahora? Parece improbable. La discusión de fondo no está, como plantea el PP, en si la España autonómica es un éxito --los hechos demuestran lo contrario-- o debemos inventarnos --porque las patrias son ficciones-- ese Estado plurinacional que según Pablo Iglesias es “indiscutible”. No es ni lo uno ni lo otro. La Constitución se redactó a partir del armazón institucional de una dictadura. Sin ruptura jurídica. Estas circunstancias históricas explican que se incidiera más en la nueva arquitectura institucional y política que en los derechos sociales de los ciudadanos, enunciados pero ni mucho menos garantizados casi cuarenta años después.
El resultado es la democracia española: imperfecta, partitocrática y más formal que cierta. Precisamente por todo esto ha estado históricamente condicionada por las minorías nacionalistas. Pero de este callejón no saldremos abriendo más el abanico de las afrentas ficticias, sino cerrando el arco y estableciendo unas reglas del juego más definidas. Algo que, paradójicamente, no ocurrió en el caso del modelo autonómico, esbozado en la Carta Magna pero desarrollado con bastante posterioridad gracias a los sucesivos pactos (no siempre inocentes) entre las fuerzas políticas. No reformar la Constitución es un error. La Carta Magna debe adaptarse a las necesidades de los ciudadanos, no blindar un statu quo disfuncional.
De este callejón no saldremos abriendo más el abanico de las afrentas ficticias, sino cerrando el arco y estableciendo unas reglas del juego más definidas
Y ese camino, inevitable, es el único posible para desactivar los delirios nacionalistas e impedir una nueva espiral de victimismo donde, como anuncian los socialistas en Andalucía, España puede terminar confederándose por el Norte y a regionalizándose en el Sur. La única manera de impedir este riesgo es una reforma constitucional basada no en las identidades, sino en los derechos sociales. Una Constitución transversal que en lugar de incrementar el autogobierno --que nos ha convertido en un país ingobernable y ha transformado la política en el duelo a garrotazos de Goya-- garantice a todos un verdadero Estado social.
La única forma de combatir el nacionalismo es desactivar su mayor engaño: la teoría del victimismo. Y eso sólo es posible si un ciudadano, con independencia de donde nazca y viva, goza de los mismos derechos sociales, no únicamente los retóricos, que son los que están incluidos en la Constitución como principios generales pero no son exigibles ante las instituciones desde el punto de vista jurídico. Sin derechos sociales efectivos, que es la única guía posible para negociar una reforma constitucional de consenso, la ficción soberanista seguirá prendiendo la hoguera de los necios con la misma facilidad que una caja de cerillas. Con derechos sociales efectivos, en cambio, el fuego de la identidades que llevan atizando sin desmayo las élites nacionalistas desde hace más de un siglo caerá sobre tierra mojada. Quizás entonces España podría convertirse --sin traumas-- en un país normal. Incluso europeo.