El miedo es la última esperanza que nos separa del abismo provocado por los fieles de los presidentes Rajoy y Puigdemont durante tanto tiempo y a base de un catálogo infinito de insolencias, frivolidades, propaganda, desplantes, brindis al sol, excesos, ilegalidades, inmovilidades, errores, mentiras. Todo en nombre de verdades irreconciliables, hasta la fecha.
El coro de voces multitudinario reclamando una última reflexión solamente se ha alzado cuando las amenazas anunciadas y repetidas son a punto de materializarse en un día concreto, sea para desencadenar la revolución en la calle, la ocupación constitucional del autogobierno o la regresión del Estado de las autonomías y del propio Estado de derecho. Es triste, pero es así. Como por arte de magia, todo el mundo parece haber visibilizado en un mismo instante los daños políticos, sociales y económicos inminentes de una DUI o del 155. Algo tarde y a la desesperada.
Como por arte de magia, todo el mundo parece haber visibilizado en un mismo instante los daños políticos, sociales y económicos inminentes de una DUI o del 155. Algo tarde y a la desesperada
Nadie sabe con exactitud lo que implica la proclamación de una república sustentada por la mitad de los catalanes, sin reconocimiento ni futuro; ni tampoco como saldrán del pantano catalán los enviados de Rajoy tras el periodo de intervención, ni cómo sobrevivirán el día a día en un entorno de desobediencia. Hay miedo en el Palau de la Generalitat, en la Moncloa, en el Ayuntamiento de Barcelona, en la sedes Ferraz, de Nicaragua, de las empresas, de la corporaciones financieras, de los grupos mediáticos, en Montserrat, en la tienda de al lado, en nuestra casa y en la de los vecinos, incluso en Japón; en todas partes menos en la asamblea de la CUP.
El miedo nos vuelve a todos clarividentes, prudentes, a diferencia del pánico que nos transforma en seres irracionales y egoístas. Hay que agarrarse a la ilusión de un ataque de lucidez de última hora para no caer en el desánimo; aunque tal vez esto nos convierta en ilusos, conociendo como conocemos a los protagonistas y sus aliados, siempre determinados a tomar la peor de las decisiones.
Hay que agarrarse a la ilusión de un ataque de lucidez de última hora para no caer en el desánimo; aunque tal vez esto nos convierta en ilusos
El poeta de Sarrià nos descubrió que las cosas se ven claras cuando uno duerme "foll d’una dolça metzina". Nuestro dulce veneno, lo que nos hace ver las cosas con una nitidez insospechada, casi como una revelación divina, es el miedo a lo peor; la manifestación de una voluntariosa unanimidad entorno a la convocatoria de elecciones como una la salida de emergencia para evitar el desastre, ganar tiempo y respirar, no es soñada, es real pero también provisional, cortoplacista y sobre todo incierta en sus resultados. Solo son señales de humo, alentadoras, sin ninguna seguridad de que vayan a concretarse; entonces sabremos que hay gentes inmunes incluso al miedo e incapaces de asumir su responsabilidad frente al miedo de los otros.
Es innegable que los resultados de estas elecciones salvadoras o como se vayan a denominar podrían ser muy parecidos a los actuales y el círculo podría reproducirse. Parecidos, electoralmente hablando, porque nada será igual tras la experiencia colectiva, la desafección y la desconfianza alimentada estos años. El Estado catalán no llegará en esta ocasión; el proceso habrá regalado a la derecha la oportunidad de rehacer a la baja el Estado de las autonomías, lo que no será del gusto de los catalanes, ni de los vascos ni de la izquierda fiel a las naciones de la nación; el independentismo resistirá como bloque social imprescindible para gobernar Cataluña y se consolidará una brecha de radicalidad identitaria en la sociedad catalana decepcionada por el fiasco; mientras, en Madrid y en media Cataluña, el patriotismo constitucional rearmado campeará por todo lo alto. Más o menos.