Como pertinaz viajera en mi juventud, siempre me he identificado con los jóvenes esforzados de medio mundo que recorren nuestra ciudad con una mochila a la espalda, deteniéndose ante cada monumento, espacio o edificio de valor. Qué hay de más encomiable que el ansia de conocer. Qué de extraño tiene que tantos barceloneses se hayan sentido orgullosos de la fascinación que ejerce su ciudad para el extranjero. Hasta ahora. ¿Qué ha pasado para que hayamos pasado de la turismofilia a la turismofobia?
Basta tener que coger habitualmente un autobús como el 24, que baja del Parque Güell en dirección al Paralelo, pasando por primeros hitos de interés turístico como La Pedrera y la Casa Batlló en el Paseo de Gràcia o la Plaza de Cataluña, para hacerse un idea de cómo ha ido creciendo el cabreo contra el visitante extranjero.
La afluencia de turistas individuales que con un mapa en la mano recorrían la ciudad en transporte público no sólo ha ido creciendo sino barbarizándose --ocupando sin miramientos los sitios destinados a mayores o discapacitados, o con sus patazas los asientos delanteros destinados a otros viajeros--. Pero eso no es nada hasta que a esos turistas individuales que copan ciertas líneas se han sumado los tours dirigidos por pillos espontáneos que hacen negocio paseando y cobrando como operadores turísticos a grupos de 20 y hasta 30 turistas en transporte público.
La afluencia de turistas individuales que con un mapa en la mano recorrían la ciudad en transporte público no sólo ha ido creciendo sino barbarizándose
Ello lleva a situaciones en las que el vecino del Guinardó no puede montarse en el autobús porque ya baja lleno desde el Parque Güell y ni siquiera abre las puertas en su parada. Y cuando lo hace, a menudo es para encontrarse embutido en medio de un grupo de japoneses colgados de un auricular, mirando al unísono a un lado y al otro, mientras siguen las explicaciones del guía que con un micro en la solapa va retransmitiendo las maravillas sobre la ciudad que visitan, a la manera en la que los tours tradicionales han hecho siempre sirviéndose para ello de un autocar de empresa.
Y no sólo japoneses, el turista por antonomasia y más conspicuo. Ese mismo pillaje de los servicios públicos es ejercido igualmente por numerosos jóvenes locales con conocimientos de inglés u otros idiomas, que han encontrado en ello una fuente de ingresos.
Exactamente lo mismo sucede si ese dia tomas a la hora de más afluencia turística el 92, que une el Parque Güell con el Paseo Marítimo, pasando por otro hito de máximo interés turístico, la Sagrada Familia, y seguramente en otras lineas del transporte público de Barcelona que tengan la mala suerte de encontrarse en su recorrido con alguna gloria artística o arquitectónica de la ciudad.
¿Para quė fueron creados esos flamantes autobuses de dos pisos del Barcelona City Tour cuyo recorrido sigue prácticamente en paralelo el de las líneas 24 y 92, y que tienen la parada al lado de la de éstas? Autobuses creados especificamente para que los visitantes extranjeros pudieran hacer el mismo recorrido de la ciudad cómodamente con asistencia de guía por audífonos y que circulan medio vacíos al lado del autobús público atestado de turistas para detrimento del uso ciudadano.
La respuesta es muy fácil. ¿Para quė pagar 29 euros por un recorrido que --eso sí, te permite subir y bajar cuantas veces quieras del City Tour a lo largo de un dia-- cuando se puede hacer el mismo recorrido por poco más de 1 euro en bonobus?
¿Cómo ha llegado el consistorio a permitir que el transporte público sea explotado por tours turísticos como si fuera un autocar o parte de un negocio privado? Se lo pregunté al conductor del 24 la primera vez que vi cómo entraban 30 de golpe detrás de un guía local que los iba contando a clic de bonobús en una de las paradas del Parque Güell y bajaban los mismos 30 al llegar a la Casa Batlló.
¿Cómo ha llegado el consistorio a permitir que el transporte público sea explotado por tours turísticos como si fuera un autocar o parte de un negocio privado?
"Eso no es cosa mía. El autobús es para todos", me contestó zanjante. A lo que la señora que llevaba apretada a mis costillas aprovechó para quejarse de que "nos llevan como a un rebaño" y lanzar la pregunta de si no estará habiendo "propinas de por medio para que el conductor haga la vista gorda". De eso nadie ha aportado ninguna prueba. Aún. Pero lo que sí puede comprobar cualquiera que viva en el Guinardó es que no es éste un barrio especialmente pudiente ni el mejor comunicado --con una prevista línea de metro que nunca se hizo--. No abunda aquí la estampa del mayor conducido en silla de ruedas o apoyado en el brazo de la ecuatoriana de turno típica del Eixample o Sant Gervasi, o de la señora de posibles que levanta el brazo para parar un taxi sólo salir de casa.
Da grima, por no decir indignación, ver a tanto octagenario tambaleándose sobre su bastón sin que nadie le ceda el sitio o a una embarazada zarandeada por mochilas de hombretones con calzones cortos que parecen ignorar a todo el que llevan al lado. Sobre todo, cuando esos mochileros tienen un bus del City Tour creado para ellos para hacer el mismo recorrido con comodidad y la mejor información sobre la ciudad.
Si la "capacidad de carga turística" es la primera asignatura que se aprende en la carrera de Turismo de cualquier universidad, es evidente que Barcelona la ha suspendido.
Más y más barceloneses han ido acotando el terreno en el que se movían dentro de una ciudad que sentían como propia y la más bonita del mundo para pasear y disfrutar de ella. Imagino lo que será ser un antiguo vecino de la Barceloneta o de otros barrios afectados por el encarecimiento, la especulación, el turismo de borrachera.
¿Turismo sí? ¿Turismo no? Vívanlo y luego opinen.