“Si consideramos la totalidad del territorio de Vasconia, esa región no ha sido nunca total y enteramente vascohablante”. ¿Qué pensamos al leer esta frase? Con un extendido prejuicio, tenderemos a creer que su autor es, o fue, un españolista que habla de región para referirse a lo que, desde Sabino Arana, se llama Euskadi. Sin embargo, no fue otro que el máximo conocedor de la lengua vasca quien eso escribió. Lo hizo en su voluminosa obra Sobre la historia de la lengua vasca. Nacido en 1915, Luis Michelena fue condenado a pena de muerte en 1939 y, tras la revisión de su causa y un indulto, quedó libre en 1943. Veinticinco años después, el lingüista Antonio Tovar, falangista, sería decisivo para que Michelena, nacionalista vasco, obtuviera en Salamanca una cátedra de Lingüística Indoeuropea, creada ex profeso para él.
La política lingüística del País Vasco pretende, desde el principio de la autonomía, no solo resucitar el euskera como lengua de uso social sino su implantación donde no se ha hablado nunca. El filólogo navarro Matías Múgica desarrolla este asunto en un capítulo de La secesión de España, libro coordinado por Joseba Arregi. ¿Somos más euskaldunes que hace treinta años? ¿Y que hace cincuenta? ¿Y que hace cien? Entre los 16 y 24 años de edad, más del 60% se dicen euskaldunes. Sin embargo, señala Múgica, el Gobierno vasco escogió sólo un 14% para hacer las pruebas PISA en cuanto euskaldunes; primaba garantizar el éxito. En una encuesta de hace cinco años, el 32% de la población vasca se declaraba bilingüe, frente a un 20% en 1991. Esto no significa que el 32% lo fuese. Como destaca el filólogo navarro, “el sistema utilizado (la autoevaluación, por teléfono) es el más inadecuado posible para temas altísimamente ideologizados como este”.
Hay que reimplantar el bilingüismo oficial en nuestras comunidades; que lo oficial reconozca lo real como 'propio' y que nuestras vidas sean más auténticas
En Israel, el hebreo moderno alcanzó éxito gracias a que todos los actores obtenían un beneficio comunicativo al emplearlo, pues la gran mayoría tenía que cambiar su lengua habitual para entenderse entre sí. Matías Múgica observa cómo muchos padres, por mal que sepan el vascuence, no se atreven a no hablar, o chapurrear, en euskera a sus hijos, porque dejar de hacerlo los convertiría en apestados “para la legión de comisarios y sanedrines de barrio que pululan por el país”. Así, muchos ciudadanos abren sus compuertas a los nacionalistas más severos e intransigentes y renuncian al derecho a la educación en su lengua natural; ésta se ve sustituida por el “extraño dialecto balbuceado de la lengua vasca que se ha convertido en vehículo mayoritario” de la enseñanza, “con consecuencias académicas y personales todavía por ver”. Hablemos del pidgin, una lengua que no es la materna de ninguna comunidad. Se trata de una lengua mixta, formada a partir de una lengua determinada. Un código con estructuras simples y construidas al azar mediante convenciones que permite una comunicación pobre y lamentable.
Doblegarse al dogma de la construcción nacional cercena la libertad y los derechos de los ciudadanos. Esto es, ni más ni menos, lo que está en juego entre nosotros. Hay que reimplantar el bilingüismo oficial en nuestras comunidades; que lo oficial reconozca lo real como propio y que nuestras vidas sean más auténticas.