JxSí calienta motores a base de desafíos, mientras sus camaradas de la CUP lanzan su détournement o la pretensión del sabotaje autoconfesado. Se ha puesto en marcha un culture jamming a la catalana, una especie de marketing con causa en el que se utiliza la fuerza del mensaje publicitario pero dándole la vuelta al argumento. El principio que lo preside todo está bajo el paradigma que habla de “heroísmo frente a la monotonía del Estado de derecho”. Engancha, pero el objetivo final es tan balcánico que resulta grotesco, como los personajes de la Comédie que solo viven dentro de su propia caricatura.
El abandono de Albert Batlle, funcionario fiel a la lógica del aparato de Estado, estaba cantado si Puigdemont le pedía incumplir la ley con la que fue investido a cambio del paraguas de la nueva Ley de Transitoriedad. En su lugar se ha colocado a Soler Campins, un duro que huele a lámpara de Aladino, dispuesto a todo y cargado con mensajes agónicos sobre la policía autonómica. El cuerpo de Mossos d’Esquadra pasará directamente a prevaricar si obedece a su nuevo jefe y no retira las urnas del 1-O; no veas el carajo silencioso que hay en las salas de oficiales.
El declive de las policías es siempre un mal asunto; en momentos de vacío de poder es precisamente cuando se forjan en la sombra ejércitos paramilitares a partir de la ruptura de la cadena de mando
Hemos entrado en un vacío de poder; una especie de agujero cósmico de consecuencias desconocidas. Nuestra policía sigue sin ser tonta pero ya no lo demuestra. La dichosa transitoriedad nos ha proporcionado un jefe de seguridad que no tiene nada que ver con la eficiencia eterna de José Fouché, el hombre de Napoleón, del Segundo Imperio y de la restauración monárquica; su sustituto, Soler Campins, tiene más bien el toque malas pulgas del comisario Strélnikov de Doctor Zhivago. El republicanismo ha perdido el referente dulce de la Institución Libre de Enseñanza y de la Escola del Bosc; se ha vuelto procaz por momentos. La joven Cataluña de Junqueras está de espaldas al hilo fino de la nueva ola monárquica española de Felipe VI, ubicuo en Buckingham Palace, en la City o en Westminster (como se ha visto en la visita real a Londres) y de su esposa morganática, nuestra excompañera de armas en el mundo de las letras, Letizia Ortiz. A pesar del republicanismo trotón, nadie evoca la altura de Pi i Margall o de Niceto Alcalá Zamora, como tampoco nadie se acuerda de Manuel Azaña, librepensador pegado a los interfaces de nuestra herencia intelectual. Ahora, los mencheviques de JXSí, a don Manuel le llaman españolazo y los falsos bolcheviques asamblearios le tachan simplemente de facha, como a todo lo que se mueve más allá de sus narices.
Nuestros republicanos reclaman la monoglosia. Buscan la urbanita del catalán leído y hablado al estilo del París de Racine, cuando creció como la Roma renacida de Tito Livio. Claridad, precisión y dulzura; así haremos del catalán una lengua universal, el latín moderno de las nuevas Luces cristianas. Pero los Mossos, por bien que dominen el nivel C, tendrán que vigilar, perseguir a los malos. Y difícilmente estarán por la labor en medio del bochinche de órdenes contradictorias como las que pueden llegar del Constitucional, transformado en sala jurisdiccional por una ley del PP, y las que se darán desde Interior, el alma de la “marcha del té” que quiere organizar la Asamblea Nacional de Jordi Sànchez al día siguiente de la consulta.
El declive de las policías es siempre un mal asunto. En momentos de vacío de poder es precisamente cuando se forjan en la sombra ejércitos paramilitares a partir de la ruptura de la cadena de mando. La historia reciente está llena de ejemplos, como el caso del Savak, la policía colonial del Sah de Persia en sus escaramuzas frente al islamismo ascendente; la policía política del Portugal de Salazar; los Tonton Macoutes de Haití, en tiempos del Papa Doc; la Guardia de Somoza en Nicaragua; los Jemeres Rojos de Camboya; el Stasi de la antigua Alemania del Este… Existen montones de pruebas de que la descomposición de un aparato central de seguridad acaba proporcionando dolor innecesario. Cataluña no se asemeja ni de lejos a estos ejemplos, pero no deberíamos correr nunca el riesgo de lo que estamos viendo ahora: el declive, la pérdida de centralidad que garantiza el cumplimiento del deber policial por antonomasia, como es la defensa del ciudadano. Se ha dicho a menudo que la democracia es una tensión entre las instituciones y la calle; y Puigdemont está dispuesto a convertirlo en una verdad empírica.
Europa siempre está en el corazón del nacionalismo, aunque en el ventrículo equivocado
El Estado no se abrirá en canal. Esto no es La batalla de Argel, la mítica cinta de Gillo Pontecorvo que conmocionó en la segunda mitad del siglo pasado. No es Missing, de Costa-Gavras, sobre los desaparecidos en el Golpe de Pinochet, con un Jack Lemmon soberbio. Y los ejemplos vienen al caso porque, anteayer, el director de cine griego, Costa-Gavras, recibió en Barcelona el Premi Internacional de Catalunya de manos de Puigdemont.
Costa-Gavras y Puigdemont, la extraña pareja. No por falta de curiosidad del president sino por ausencia total de sintonía entre los temas raíces de Costa-Gavras y la Generalitat de nuestros días, festoneada por exconvergentes en caída libre y por exizquierdistas en ascenso meteórico al cielo de la nada. Para Puigdemont siempre la pintan calva; anteayer dijo que el cine del galardonado ayuda a "desenmascarar" los abusos y las farsas de los Estados y de los sistemas que los amparan. ¿Los sistemas? Por lo visto, Europa siempre está en el corazón del nacionalismo, aunque en el ventrículo equivocado.
El PDeCAT, un partido cursi rehabilitado por exmarxistas de cuello blanco, no deja de sorprendernos. Glosa el cine de denuncia desde la poltrona inconfesable de un proyecto de país pensado para la independencia impuesta a todos sobre el laurel de unos cuantos. A sus gestores, igual que ocurre con el paro y la sanidad deteriorada, los abusos y la inseguridad no les importan. Pero, si es a costa del vacío, pronto lo lamentaremos.