Los políticos separatistas se acaban de sacar de la manga que, como el Reino de España había firmado en 1977 unos pactos de derechos civiles y políticos con la ONU, donde se habla genéricamente de la autodeterminación de los pueblos, el referéndum de secesión que postulan no solo es perfectamente legal sino que es un imperativo ineludible para el Govern de la Generalitat. Poco les importa que nadie en el mundo considere a Cataluña una colonia española, ni a los catalanes una minoría política, cultural o lingüísticamente sojuzgada en democracia. Tampoco que, en 2015, Ban Ki-moon, secretario general de Naciones Unidas, preguntado directamente sobre la cuestión, declarase que "Cataluña no está en la categoría de territorios con derecho a la autodeterminación" y que, además, "una importante y positiva característica de España es su respeto por las diversidades culturales, lingüísticas e históricas", quiso subrayar. Nada de eso les importa, claro está. Reclamando un supuesto derecho universal, solo intentan legitimar la insurrección de las instituciones del autogobierno y empujar a su fanatizada parroquia a la desobediencia.

Mientras eso sucede, una parte de la sociedad catalana va desperezándose y reclamando derechos realmente exigibles y aplicables, como el de recibir una enseñanza donde el castellano sea también lengua vehicular. Parece de sentido común, pero no es una petición fácil. La ideología nacionalista ha construido un discurso que disfraza la escuela monolingüe ("l'escola catalana", dicen) bajo el bonito rótulo de la inmersión lingüística, presentada como salvífica y requisito imprescindible para la cohesión social. En realidad, para los alumnos de familias catalanohablantes no existe tal inmersión, sino solo enseñanza en lengua materna todo el tiempo, lo cual no es sea un modelo muy moderno cuando estamos inmersos cada vez más en sociedades plurilingües. Por su parte, los alumnos de familias castellanohablantes se ven privados del derecho, reconocido por la Unesco, a escolarizarse en su lengua, exactamente aquello que el catalanismo exigía con razón en los años setenta.

Es lamentable que la alcaldesa socialista de Castelldefels, Maria Miranda, se haya doblegado a las exigencias de sus socios de gobierno e interiorizado el discurso del nacionalismo lingüístico

No estamos ante un problema irresoluble, ni que tenga que dividir a los jóvenes en las aulas. Se trata solo de que se aplique el modelo de conjunción lingüística que, en teoría, no ha sido abolido y que está avalado por la justicia. Eso es lo que piden muchas familias, asesoradas por entidades como Asamblea por una Escuela Blingüe (AEB). En Castelldefels, por ejemplo, la escuela de infantil y primaria Josep Guinovart va a introducir un 25% de castellano en una de las dos líneas porque el número de peticiones ha sido numeroso y hay ya cinco resoluciones judiciales en este sentido. No hay datos oficiales sobre cuántas escuelas en Cataluña han tenido que ir introduciendo el castellano como lengua vehicular en una asignatura troncal, pero el número ha ido creciendo pese a todo tipo de obstáculos y presiones, algunas de estilo fascistoide como en Balaguer o Mataró.

Es lamentable que la alcaldesa socialista, Maria Miranda, en lugar de respetar las resoluciones judiciales y empatizar con las familias demandantes, se haya doblegado a las exigencias de sus socios de gobierno e interiorizado el discurso del nacionalismo lingüístico, según el cual la presencia del castellano en la escuela es por definición un ataque a la lengua catalana. El Ayuntamiento de Castelldefels, que en su día se adhirió a la Associació de Municipis per la Independència (AMI), aunque allí el secesionismo sea sociológicamente minoritario, ha emitido una nota solidarizándose con la dirección del centro y lamentando "el trencament del projecte inclusiu en català". Se trata de otro mantra para no escuchar las razones de quienes discrepan. En lugar de afrontar el debate pedagógico sobre cómo debe ser la enseñanza en una sociedad bilingüe como la catalana, se lanzan anatemas. En lugar de preguntar a las familias si quieren una educación monolingüe, bilingüe o trilingüe, se impone la llamada inmersión lingüística a las clases populares y medias catalanas, indistintamente de su lengua materna, mientras los sectores pudientes matriculan a sus hijos en escuelas plurilingües. La exclusión dogmática del castellano no tiene más justificación que la ideológica: una hispanofobia disfrazada de falso progresismo que se acaba colando también en los libros de texto. El debate de los argumentos está ganado hace tiempo a favor del bilingüismo, ahora hace falta que la sociedad catalana libre de nacionalismo materialice sus derechos reclamándolos sin miedo.