La portada de Arden las redes, subtitulado La poscensura y el nuevo orden virtual, lo dice todo: en un cielo de un color azul desvaído vuela el inocente pajarillo-emblema de la red social Twitter, pío, pío... transformado en un negro pajarraco con pico de ave carroñera.
El ensayo de Soto Ivars es "de palpitante actualidad", como solía decirse: medita sobre los efectos tóxicos para la libertad de expresión, de la "censura horizontal" habilitada por la comunicación universal, supuestamente hiperdemocrática, que la tecnología ha hecho posible y que los medios de comunicación de masas tradicionales, en este periodo de su desconcertada decadencia y caída, han legitimado sin apenas filtros.
Habla de los "linchamientos virtuales" en nombre de los ideales morales que supuestamente abandera la corrección política, y de una poscensura horizontal ejercida por unas masas que se forman y descomponen, que se solidifican y licúan inesperadamente, y que ya no necesitan del poder político para censurar y destruir reputaciones. Como en los tiempos de Lope de Vega, Fuenteovejuna ejecuta al comendador, y el Rey sólo puede y debe asentir.
Es el triunfo de la chusma, o --esto seguramente no le gustaría a Soto-- la apoteosis de la democracia llevada a su última lógica.
Además de una meditación, Arden las redes también es un inventario de asesinatos virtuales, cometidos siempre en nombre de los grandes ideales aunque ejecutados con muy mala intención, por jaurías de sujetos anónimos, resentidos, desdichados, asustados y anhelantes del privilegio de expresarse; jaurías que, en efecto, en su día hicieron "arder las redes" y alcanzaron o no su objetivo destructor, e inmediatamente pasaron al olvido o a la caza de otra presa de su virtuosa indignación, como es lo propio de una comunicación tan veloz y tan impresionista.
Soto Ivars tiene la paciencia inteligente de detenerse a pensar en fenómenos contemporáneos que otros tendemos a considerar insignificantes hasta que nos afectan directamente y entonces nos sorprenden y abruman
Soto Ivars tiene la paciencia inteligente de detenerse a pensar en fenómenos contemporáneos que otros tendemos a considerar insignificantes hasta que nos afectan directamente y entonces nos sorprenden y abruman. Yo mismo no estoy en las redes sociales pero no soy tan tonto como para ignorar que allí me daña una escoria que es más "norma" que yo.
El inventario de linchamientos documentados en Arden las redes es asombroso, una vez transcurrido algún tiempo desde los escándalos que suscitaron.
Detiene Soto el momento veloz e impresionista, el impromptu que todo --también lo imperdonable-- lo excusa en su propia velocidad. Al recapitular casos concretos, como por ejemplo el de María Frisa y su verdugo (paradigma del resentido desdichado), o el de Hernán Migoya --anterior a las redes sociales--, el de Vigalondo y otros, dibuja un mapa inquietante y perfectamente legible del nuevo desorden digital.
Libro luminoso, muy recomendable y que...
PD: Cuando iba a poner punto final a este artículo he considerado que los linchamientos digitales que analiza Soto, y otros de los que no habla pero que tengo en mente, se desencadenaron, invariablemente, a partir de un previo movimiento irónico, de un movimiento provocativo que se creía legítimo e impune. Se trata siempre de una guerra (desigual) entre el irreverente de turno y la masa lacerada que le recuerda que no tiene derecho al elitismo. En La broma o en el primer relato de El libro de los amores ridículos, el origen del conflicto es una lesión al orgullo de un don nadie previamente ofendido y humillado. Ese don Nadie es todo el mundo.