Los efectos de la crisis junto a la concienciación de los ciudadanos sobre la necesidad de ahorrar agua hizo que su consumo en Barcelona bajara un 18% en el periodo 2007-2014. Sin embargo, la factura doméstica aumentó más del 60% en el mismo periodo.
Ya se ve que es un terreno abonado para la demagogia, pero salta a la vista que tiene una base objetiva que huele a abuso y sobre la que aterriza la política, que tiene un concepto ambivalente del agua.
Por una parte, es como la mamella de la que todo el mundo tira.
Un ejemplo: cuando la Generalitat convergente necesitó recortar deuda se metió 1.000 millones en el bolsillo privatizando la gestión del agua en alta de más de la mitad de Cataluña. El tamaño de la torpeza con que lo hizo es harina de otro costal, por eso está en los tribunales.
Otro: casi el 80% de los 79 tributos que han creado las comunidades autónomas españolas tiene como objetivo tributario el agua, según constataba el Registro de Economistas Fiscales hace unos días.
Pero a la vez, el agua es fuente de vida, es un bien profunda e ideológicamente enraizado entre los ciudadanos de tierras con escasez, como es nuestro caso. Es una materia tan utilizable y manipulable como la lengua. Es difícil que un político se resista a la tentación. Máxime cuando a la gente nos cuesta trabajo asumir que el agua tiene un precio; o, más concretamente, que su tratamiento cuesta dinero.
La respuesta a la pregunta del título de esta columna es muy sencilla. Los ayuntamientos que quieren retomar la gestión del agua lo hacen porque tienen competencias para ello: es un servicio municipal.
No podrían hacer lo mismo con el servicio eléctrico, pero, aun y sin tener capacidad legal, algunos lo pretenden, como ha quedado de manifiesto con el intento del Ayuntamiento de Barcelona de transferir a la empresa energética que gane el contrato municipal la política social del actual equipo de gobierno. La iniciativa de los comunes --que también está en los tribunales-- era en realidad el conato de un proyecto para echar mano a los beneficios de esas compañías y financiar con ellos su programa energético.
Es posible que desde el consistorio barcelonés se pueda dar el mismo servicio de agua que ahora da una empresa privada y a un coste menor. Si es así, perfecto; adelante
Es posible que desde el consistorio barcelonés se pueda dar el mismo servicio de agua que ahora ofrece una empresa privada y a un coste menor. Si es así, perfecto; adelante. Pero, ya que estamos, echemos un vistazo a los precedentes.
Podemos tomar el ejemplo del servicio urbano de transporte, en manos de la empresa pública Transports Metropolitans de Barcelona (TMB). Hace poco supimos que sus tres máximos directivos cobran más de 200.000 euros anuales, un salario que duplica al del alcalde y más que duplica al del presidente del Gobierno. Ninguno de ellos es un experto en la materia, sino gentes colocadas en los cargos por los partidos.
Pese a pertenecer al sector público, la información de los sueldos trascendió gracias al largo conflicto que enfrenta a la dirección con su plantilla a propósito del convenio. Ahora, el ayuntamiento anuncia que, en un ejercicio de transparencia, tratará de reducir un 10% esas nóminas en los dos próximos años.
Es difícil medir la calidad del transporte público, pero en el caso del autobús, quizá sería útil tener en cuenta su velocidad, el gran elemento diferenciador con el resto de los medios. En 2010, los autobuses de Barcelona circulaban a 11,7 kilómetros por hora, mientras que el año pasado lo hicieron a 12,08 kilómetros de media. No se puede decir que sea un gran progreso.
En el metro, quizá podríamos fijarnos en el número de pasajeros: 381,2 millones en 2010 y 381,5 millones el año pasado. Tampoco parece que en este caso la mejora haya sido notable.
¿Permiten estos datos hacer un balance positivo de la gestión pública del servicio de transporte? ¿Animan a que el consistorio aumente su parque empresarial?