Los miedos pueden ser, y de hecho son, útiles y rentables. Pero no todos esos temores son iguales, ni responden a las mismas causas ni tienen los mismos efectos. Se suele distinguir entre miedos naturales y culturales. Los naturales son los más comunes y continuos: son el miedo al dolor y a la muerte, manifestados mediante diversas formas (enfermedad, abandono, violencia de género, criminalidad...), o el miedo a lo desconocido, al mar, a la hechicería, al olvido. Los miedos culturales son aquellos que comparten ciertos grupos y durante un periodo concreto, como por ejemplo el miedo de las autoridades a perder poder y legitimidad, el de las élites a perder su posición social, el de los emigrantes al desarraigo, el de los nativos a la pérdida de identidad ante la llegada de inmigrantes, el de los cristianos a la excomunión...
Un uso interesado o disciplinado de los miedos puede lograr estabilidad social, mantener privilegios, manifestar debilidades individuales o colectivas, etc. Algunos miedos han sido históricamente manipulados con objetivos didácticos y moralizantes: el miedo al naufragio como castigo a los pecados de los tripulantes, el miedo a la enfermedad y a la muerte como forma de extender una vacuna, el miedo al crimen para justificar el castigo y el temor a éste para prevenir el delito.
Vivimos una época en la que se están reinventando y difundiendo miedos originales o primarios con enormes riesgos para la convivencia
Hoy día, por ejemplo, estamos sometidos a una intensa campaña publicitaria de una compañía privada de seguridad que se basa en esa referida manipulación. Con la inestimable colaboración de reconocidos locutores, se está extendiendo un intenso miedo al asalto y al robo en las casas particulares. Las cuñas radiofónicas son tan inquietantes que no pueden dejar impasible a nadie. La tipología de los individuos atenazados por el miedo va desde la suegra que regala un pack de seguridad, el pequeño empresario hundido desde el robo, a la esposa asustada ante cualquier ruido nocturno. Sólo nos queda escuchar de fondo el llanto de un niño atemorizado mientras el prestigioso locutor recomienda al oyente que instale ya la alarma correspondiente. ¿Dónde está la ética periodística cuando se fomenta tanto miedo? La dejación del Estado a favor de la privatización de la seguridad es un lucrativo negocio basado, sobre todo, en la construcción del miedo en la ciudad.
Tenemos ejemplos en la historia en los que la pedagogía del miedo fue un herramienta fundamental para el control de las conciencias. Como ya demostró Bartolomé Bennassar, en nuestro país no se temía a la Inquisición por la tortura o por el rigor atroz de las penas, sino por miedo. La pedagogía del Santo Oficio se basó en inocular miedo a ser denunciado, a ser infamado o a caer en la miseria por la ruina que suponía la confiscación de los bienes y el destierro. Aunque los medios inquisitoriales para extender esos miedos no fueron, ni mucho menos, tan cotidianos ni tan eficaces como las actuales campañas publicitarias.
Vivimos una época en la que se están reinventando y difundiendo miedos originales o primarios. Son temores que se han mantenido en el tiempo, pero que están siendo relanzados aprovechando determinadas circunstancias económicas, sociales y mentales. Los riesgos para la convivencia son enormes, y no sólo por la potencial violencia y el aislamiento del grupo familiar. El fin de estas empresas es el mismo que tuvo la Inquisición siglos atrás: la interiorización de la desconfianza y la inseguridad. Con miedo es imposible recuperar el sentido de comunidad y la tranquilidad para habitar la ciudad.