Se han analizado hasta la saciedad las consecuencias de la crisis que venimos arrastrando para los ciudadanos, los dramas de familias abocadas a ser desahuciadas por no poder hacer frente a sus cuotas hipotecarias, los impagos de créditos personales, los embargos de salarios ya en ocasiones precarios, aún siendo el ingreso único de una familia, por haber quedado en paro la otra mitad de la pareja.
Ha sido un hecho desgraciadamente constatado en la totalidad de medios de comunicación que, en España, los únicos índices que aumentaban de forma imparable eran la cola del INEM, las empresas en quiebra o reducción de plantilla, y las listas de impagados.
Esta situación llegó a provocar movilizaciones ciudadanas, la creación de plataformas y asociaciones para apoyar a los perjudicados ante un declive económico en caída libre e imparable, solo amortiguado con la ayuda de familiares, abuelos o alguna asociación, en el mejor de los casos.
En cuanto a la legislación sobre deudas, todas las situaciones estaban perfectamente tasadas: el ciudadano que adeudaba alguna cantidad económica debía ser, y de hecho era, sentenciado a devolver el importe que debía, al que le eran sumados intereses y costas judiciales.
Los jueces y magistrados aplicaban, como no podía ser de otra forma, las leyes existentes por mucho que, en ocasiones, su aplicación pudiera contravenir las de su propia conciencia ante las situaciones que les tocaba enjuiciar.
Pero como casi todo en la vida, existe una segunda cara de la moneda: innumerables casos de personas que, teniendo unos ingresos mensuales modestos, 1.300 euros, por poner uno más de los ejemplos reales conocidos, su entidad bancaria les ofrecía una tarjeta de crédito con un límite mensual de 1.500 euros, con posible ampliación de límites, y a pagar en cómodas cuotas cada 30 días.
¿De verdad creen que nadie cayó en la cuenta de que el propio banco era consciente de que los ingresos del cliente al que le facilitaban acceso a ese dinero extra harían prácticamente imposible su recobro?
Además, empresas privadas de créditos "rápidos" de forma paralela ofrecían otras tarjetas de crédito o préstamos por importe variable, igualmente a devolver en cómodas cuotas mensuales. Llegado el momento, la bola de nieve de cuotas no pagadas iba haciéndose más y más grande, el uso de la tarjeta de crédito aumentaba para compensar el pago de esas cuotas (el viejo refrán de desvestir a un santo para vestir a otro), hasta que la vía de agua de la deuda terminaba ahogando al deudor.
Aplicada la ley, el resultado era un embargo salarial del 33% por espacio de varios años, con lo cual su día a día se veía reducido a trabajar (el que podía) y malvivir con más dificultades que al principio.
¿De verdad creen que nadie cayó en la cuenta de que el propio banco, o entidad de crédito, era (o debería ser) muy consciente de que los ingresos del cliente al que le facilitaban acceso a ese dinero extra harían prácticamente imposible su recobro?
¿Ningún directivo, experto financiero, supo o quiso ver que esos créditos serían a medio plazo irrecuperables? ¿Cuál fue el motivo real de amparar operaciones que supusieron pérdidas para las entidades?
¿Existe una ética en proporcionar un recurso económico "ficticio", artificial y temporal, bajo supuesta facilidad de devolución, a este tipo de personas? ¿O era realmente un regalo envenenado, a sabiendas de su prácticamente imposible recobro?
Tal vez es mejor que saquen ustedes sus propias conclusiones...