El Boletín Oficial del Estado ha expelido en 2016 un total de 92.200 páginas en sus tres principales cuerpos, que incluyen las disposiciones legales generales, los nombramientos de autoridades y personal, y las oposiciones y concursos.
La suma de las regulaciones que el BOE vomita cada año sigue siendo de un volumen impresionante y crece sin cesar. Sin embargo, en esta ocasión ofrece una característica significativa. Por vez primera en bastante tiempo, el alud de normas, no sólo no se expande, sino que experimenta una drástica poda.
Me permito recordar que en 2013 el BOE, antes llamado Gaceta de Madrid, segregó 107.300 páginas. En 2014 arrojó una cifra similar, 107.600. Y en 2015 pujó hasta las 124.400.
Es decir, en el corto espacio de un cuatrienio, el poder ejecutivo ha obsequiado al pueblo soberano con más de 431.000 folios de árida prosa, que todo bicho viviente viene obligado a cumplir a rajatabla.
El feliz descenso habido el año último no se debe a que Mariano Rajoy, Cristóbal Montoro y adláteres hayan embridado sus infinitas ansias dirigistas. El motivo de la sequía es otro. No les quedó otro remedio que contenerse y abstenerse, debido a que estuvieron en funciones desde diciembre de 2015 hasta octubre pasado. Su interinidad ha revelado ser un bálsamo maravilloso para los ciudadanos.
Veamos algunos datos. En 2015, los padres de la patria celtibéricos largaron 48 leyes, 16 leyes orgánicas, 11 decretos-leyes, 1.184 decretos y casi 3.000 órdenes. Pues bien, en el año recién terminado no se promulgó ni una sola ley, un hecho sin precedentes. Y todas las demás partidas suponen enérgicos adelgazamientos sobre el periodo anterior, con un saldo de 2 leyes orgánicas, 7 decretos-leyes, 747 decretos y 2.000 órdenes.
El afán ordenancista desmesurado y la inflación de leyes se traducen inexorablemente en merma de la convivencia de los ciudadanos y en confusión general
Aún así, los 92.200 folios publicados en 2016 componen una mole formidable que pesa como una losa insoportable sobre empresas y ciudadanos. No parece sino que todo se pretenda arreglar a golpe de BOE en un trasiego inacabable de cambios y de cambios de los cambios.
El profesor de Análisis Económico de la Universidad Autónoma de Madrid José Juan Franch acuñó tiempo atrás una original versión de la curva de Laffer aplicada al terreno legislativo. Laffer demostró que cuando la presión fiscal aumenta, la recaudación crece paralelamente. Pero si la presión rebasa ciertos límites, los ingresos tributarios no sólo no aumentan, sino que caen en picado.
Del mismo modo, según Franch, el afán ordenancista desmesurado y la inflación de leyes se traducen inexorablemente en merma de la convivencia de los ciudadanos y en confusión general.
El proceso es muy simple. Las páginas del BOE se multiplican, los burócratas responsables de cada departamento y sub-departamento ministerial pretenden vanidosamente protagonizar la vida ciudadana.
La burocracia y los mandatarios autonómicos, amén de los municipales y los de Bruselas, no quieren quedarse atrás y aprueban a destajo una retahíla de reglamentos que introducen más arena en los entresijos de la dinámica social y económica.
Los ciudadanos, incapaces de digerir el aluvión, van sufriendo un temor creciente de salirse de los cánones. Una vez llegados a la cima de la orgía de intrusismo --concluye el profesor-- la inseguridad jurídica será asfixiante y el país se precipitará a gran velocidad por la pendiente negativa de la curva.
El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, ha venido a confirmar la teoría del profesor Franch, pues esta misma semana reconoció que la recaudación es inferior a la de antes de la crisis, pese a la fortísima subida de la presión fiscal que hemos padecido los últimos años.
A la luz de las consideraciones transcritas, tengo para mí que la provisionalidad del Gobierno en funciones durante el grueso del año ha resultado ser una auténtica bendición caída del cielo.