Dicen que el día que dio el visto bueno al proyecto de Jean Nouvel para construir la nueva sede de Aguas de Barcelona, Ricard Fornesa, su presidente e impulsor durante muchos años, tenía un gripazo tremendo, que estaba a casi 40º de fiebre, lo que no es una tontería para un hombre que superaba los 70 años.

Sea o no una leyenda urbana, lo cierto es que la perspectiva del tiempo no permite asegurar que aquella fuera una decisión acertada. De hecho, Agbar, como tantas otras empresas de servicios, desplazó su sede corporativa fuera del centro de Barcelona poco tiempo después de inaugurar el inmueble.

Y así como sí pudo colocar sus antiguas oficinas de paseo de Sant Joan a la Administración autonómica, el edificio del arquitecto francés ha sido un auténtico quebradero de cabeza. La idea del supositorio, la torre, el consolador --como se le quiera llamar-- nació como una aportación a la arquitectura de la ciudad, como un icono que se sumaba a su skyline y que también añadía el nombre de una empresa centenaria al de Barcelona.

Es un edificio de muy difícil explotación económica, lo que lo hace óptimo para uso hotelero

Las cosas no funcionaron, básicamente, porque el diseño arquitectónico es poco funcional, lo que traducido al lenguaje empresarial quiere decir que es demasiado caro; que el retorno es complicado. No solo es su forma redonda, que hace perder espacio en una distribución convencional de despachos; también contribuyen los costes de mantenimiento y de limpieza de sus 60.000 láminas de cristal, más el consumo eléctrico de sus 40 tonos cromáticos.

En una primera fase, cuando Aguas tenía allí parte de sus oficinas y el resto de las plantas estaban en el alquiler, solo logró un inquilino: el diario gratuito ADN.

La salida más clara para un monumento de estas características era su uso hotelero. La decisión final del Ayuntamiento de Barcelona cuando obliga a cambiar de planes debe ser legal, es imposible dar crédito a otra cosa. Pero aburrir a los promotores del proyecto hotelero con dilaciones hasta hacerles tirar la toalla no es la mejor carta de presentación de la ciudad como lugar para hacer negocios.

La premisa ineludible de cualquier Administración es la seguridad jurídica. Los inversores, como los habitantes/usuarios de la ciudad, deben saber siempre a qué atenerse. Y, desde luego, no puede decirse que haya sido así en este caso.

El consistorio ha decretado la moratoria hotelera. Se debe cumplir, y no solo con palabrería, sino con hechos. Como con la vivienda: no vale lamentarse por quienes carecen de un techo, sino desarrollar políticas que lo hagan accesible.

La moratoria quiere impedir la saturación hotelera que transforma los barrios y expulsa a los vecinos. Pero, ¿es el caso de ese agujero inhóspito que es la zona de Glòries?

Pero con cabeza y, si es posible, sin utilizar asuntos tan delicados como herramientas de propaganda. La moratoria tiene un sentido indiscutible: impedir la saturación hotelera que transforma los barrios y expulsa a los vecinos. Pero, ¿es el caso de ese agujero inhóspito que es la zona de Glòries?

La decisión --la no decisión, mejor dicho-- del ayuntamiento tiene un primer resultado claro. Quienes han puesto dinero en el proyecto se han pillado los dedos. Ahora bien, ese no puede ser en modo alguno el objetivo de una Administración pública. Y mucho menos de una que, en paralelo, presume de que un grupo tan liberal como Financial Times pone a Barcelona de ejemplo de buena promoción económica internacional.