La decisión de la mayoría del Congreso de iniciar un proceso de reforma de la reforma del Tribunal Constitucional aprobada en solitario por el PP en la anterior legislatura, concediendo al alto tribunal competencia ejecutiva para hacer cumplir sus sentencias y advertencias, es razonable y previsible dada la oposición política y jurídica despertada en su momento por la iniciativa. Lo que no tiene tanto sentido táctico es que los independentistas asumieran la iniciativa para derogar unas facultades excepcionales y polémicas que, sin embargo, les son muy favorables.

La posición de PSOE, Podemos y PNV tiene una lógica aplastante: están en desacuerdo con la concesión al TC de dichas facultades coercitivas, pensadas esencialmente para combatir los actos de desobediencias de las autoridades independentistas, e interpretaron como un error, desde un primer momento, la pretensión del PP de traspasar la responsabilidad política del enfrentamiento territorial al Constitucional. Además, todos ellos han expresado la inconveniencia de la judicialización política como única arma para frenar las expectativas de los catalanes independentistas.

La actitud de los grupos parlamentarios independentistas, por el contrario, implica una grave contradicción táctica al plan vigente de la unilateralidad como camino hacia la independencia. Esta hoja de ruta descansa en la desobediencia y en la inhabilitación de los desobedientes como factor de movilización de sus partidarios. Para conseguir este efecto preparador de la revuelta cívica, es imprescindible un TC combativo y de gatillo fácil para la inhabilitación. La alternativa de la justicia ordinaria siempre se alarga 4 ó 5 años, o más como en el caso Atutxa; una eternidad para sus previsiones de inmediatez. Por eso resulta inexplicable que el PDECat tomara la iniciativa para impedir la provechosa actividad del Constitucional, su aliado más valioso en la creación de una épica de injusticia y de democracia de baja calidad.

Resulta inexplicable que el PDECat tomara la iniciativa para impedir la provechosa actividad del TC, su aliado más valioso en la creación de una épica de injusticia y de democracia de baja calidad

El desorden y la descoordinación del movimiento independentista, propia de la inexistencia de una autoridad indiscutible, puede ayudar a entender estas contradicciones entre la política seguida en Madrid y la practicada en el Parlament de Cataluña. También el temor y las dudas del sector más moderado a la llegada del momento de la verdad podrían explicar en parte esta situación. Seguramente no faltará el buen separatista que apele a la bondad democrática del retorno del TC a su papel original para justificar su voto. Incluso habrá quien argumente que, con esta medida, el gobierno perderá un instrumento para combatirles y el PP deberá asumir mayor riesgo político al tener que echar mano del artículo 155 de la Constitución para obligar a las instituciones autonómicas “a respetar el interés general de España”. Es una hipótesis exacta, sin embargo, no del todo positiva para los planes soberanistas. Para aplicar esta facultad contra los incumplimientos constitucionales de las Comunidades Autónomas, el ejecutivo necesita de la aprobación mayoritaria del Senado. Al margen de la consideración que nos merezca el actual papel de la Cámara Alta, su implicación imprescindible en la toma de una decisión de esta gravedad la reviste de carácter democrático. Uno de los déficits ciertos de la judicialización.