El Rey vive confortablemente instalado en el limbo constitucional. Su intervención en el gobierno de sus súbditos se limita a invitar a los líderes de los grupos parlamentarios a tomar café en unas delicadas tazas de porcelana cada cuatro años. Últimamente, se ha visto obligado a recibirlos más a menudo debido al espectáculo de incompetencia protagonizado por los señores Rajoy, Sánchez, Iglesias y Rivera. El martes, desde la ONU, pidió diálogo a los partidos para salir de la "coyuntura compleja" en la que están enredados. ¿Y eso es todo?
¿Está el jefe del Estado haciendo algo más para salvar al Estado del ridículo internacional al que le están sometiendo los señores antes mencionados? El monarca tiene prohibida la iniciativa política y, además, no parece que la Corona vaya sobrada de prestigio como para cometer errores constitucionales. De acuerdo.
¿Está el jefe del Estado haciendo algo más para salvar al Estado del ridículo internacional al que le están sometiendo los políticos?
Sin embargo, la Corona tiene atribuida una inconcreta función de moderación "del funcionamiento regular de las instituciones" y a la Casa Real se le supone un mínimo de influencia en este conglomerado algo difuso pero real que conocemos como "el Estado". Un conglomerado que abarca desde el enorme entramado institucional a los sindicatos, pasando por las grandes corporaciones a las que, es de suponer, los golpes al Estado que están propinando los políticos profesionales con su incapacidad para formar gobierno debería dolerles en el alma o al menos en el bolsillo.
¿Alcanza dicha influencia a movilizar a estas buenas gentes para que actúen de mediadores con los causantes del desastre? Una respuesta negativa al interrogante abriría las puertas a una valoración de futuro muy desfavorable a la monarquía. Entonces, deberíamos suponer que alguien está haciendo algo en nombre del Rey para hacer entrar en razón al veterano dirigente del partido carcomido por la corrupción, al joven socialista perdedor de elecciones, al líder de los decepcionados podemitas y al inquieto aspirante a satélite de quien haga falta.
Como mínimo, deberían refrescarles la teoría de la razón de Estado y recordarles que los intereses de los ciudadanos y los de sus propios partidos están por delante de sus legítimas expectativas personales; advirtiéndoles, en última instancia, que su obstinación los incapacita para formar parte de la solución.
El monarca no es el culpable de la parálisis institucional. De todas maneras, de no hacer nada o de no conseguir nada, quedará a merced de la publicación de un remake de la Crónica del rey pasmado, con la diferencia de que Felipe VI no está ensimismado por la seductora Marfisa, como era el caso de Felipe IV, está absorto por la literalidad de la Constitución, esa letra que impide tantas cosas.