Pensamiento
La fábrica de independentistas
"Eres una máquina, ¡una fábrica!, de hacer independentistas", me decía hace unos días el conductor de un programa de radio, aprovechando una pausa publicitaria a la que llegábamos después de comentar la actualidad -por no llamarla estanqueidad- política de Cataluña o, lo que es lo mismo, las últimas novedades -por llamarlas de alguna manera- del 'proceso'. "¡Vaya!, y yo que me creía contrario a la secesión...", me dije sin tener claro si tomármelo como un reproche o como un cumplido, más que nada por el incierto tono, no sé si elogioso o admonitorio, de un locutor por lo demás proclive a las tesis independentistas.
Si el razonamiento del locutor fuera plausible, más de un fabricante involuntario de independentistas, aterrorizado por su comportamiento autodestructivo, podría caer en la tentación de echarse a un lado y permanecer callado
Claro que últimamente en Cataluña nada es lo que parece, de suerte que, según el relato dominante, resulta que incluso quienes nos oponemos públicamente a la secesión estamos, en el fondo, contribuyendo como buenos catalanes a materializarla con nuestros argumentos. Una causa que abraza incluso a quienes la impugnamos: ¡eso es una auténtica causa nacional y lo demás son tonterías! Está claro que de nada sirve oponer resistencia al destino manifiesto de una nación, pues todo está escrito. Así pues, se entiende el tono indefinido del locutor al censurarme o, ¡vete tú a saber!, felicitarme por ser una fábrica de independentistas, porque por una parte no dejo de ser un "enemigo de Cataluña" por oponerme a su "libertad", pero por otra estoy haciendo un servicio a la "causa nacional" fabricando independentistas a granel.
En todo caso, si el razonamiento del locutor fuera plausible, más de un fabricante involuntario de independentistas -pues, obviamente, no soy el único-, aterrorizado por su comportamiento autodestructivo, podría caer en la tentación de echarse a un lado, abandonar la producción en serie de separatistas y permanecer callado para no seguir favoreciendo la creación del Leviatán catalán que perfilan Mas y Junqueras.
Más allá de la ironía, el argumento no es nuevo sino que es fiel trasunto de la lógica patrimonialista y autoexculpatoria del nacionalismo, que nunca ha sido otra cosa que independentismo vergonzante. Patrimonialista, porque, autoerigidos en la encarnación del pueblo catalán, los nacionalistas se otorgan a sí mismos el derecho a fijar unilateralmente la agenda política y pública, es decir, a establecer a su antojo de qué toca hablar en cada momento (Això ara no toca, decía Pujol sin ruborizarse). Pero su apropiación de la esfera pública va más allá y, no contentos con delimitar en exclusiva lo que se puede argumentar y lo que no, los nacionalistas se atreven incluso a determinar lo que se puede contraargumentar y lo que no, prevaliéndose de la inercia fatal que, de resultas de ese omnímodo poder institucional suyo que dura ya más de treinta años, les ha permitido distribuir entre los ciudadanos de Cataluña carnés de catalanidad y firmar exclusiones en función de si han abrazado o no el credo independentista.
No aceptan que oponerse a la independencia no implica ser partidario de un Estado unitario y jacobino; que sentirse español no obsta pare sentirse también catalán; o que defender un modelo lingüístico equilibrado entre las dos lenguas propias no supone un ataque al catalán
Por otra parte, la lógica nacional-independentista es autoexculpatoria en la medida en que la inmensa mayoría de quienes la profesan se justifican diciendo aquello de que "yo no era independentista, pero me han obligado a serlo". Semejante explicación denota, de entrada, la escasa confianza de los propios independentistas en la justedad de su causa, pues recurren de continuo a lo que en psicoanálisis se denomina racionalización, que es un mecanismo de autodefensa que se da cuando un sujeto intenta justificar mediante una explicación pretendidamente lógica y aceptable para el resto determinados actos propios que, de otra forma, resultarían difícilmente justificables.
Así pues, el comentario que da pie a este artículo constituye la quintaesencia del discurso independentista, porque, por un lado, pretende acabar con la contraargumentación tratando de convencernos no ya de que perdemos el tiempo oponiéndonos al inexorable destino del pueblo catalán, sino de que con ello perjudicamos nuestras propias ideas. Por otro, atribuir la proliferación independentista a quienes nos oponemos a la independencia implica tanto la renuncia al principio kantiano de la autonomía de la voluntad, como la negación de la responsabilidad de los propios actos. Lo dicho, patrimonialismo y autoexculpación.
El independentismo no necesita que nadie le fabrique partidarios de forma paradójica. Su evolución es el fruto necesario de la pedagogía del odio practicada por los propios independentistas que -más o menos disimulados en función de la coyuntura histórica y sociológica- desde las primeras elecciones autonómicas (1980) siempre han estado en la Generalidad, de un modo u otro. De hecho, durante todos estos años han planteado la política como una guerra sin cuartel entre Cataluña y España, cuyo vencedor debe arramblar con todo sin concesiones, convencidos como están de que la más mínima distensión será interpretada por su imaginario enemigo como muestra de debilidad, por lo que dan por sentado que si el adversario quiere dar la batalla tendrá que recurrir a las mismas prácticas. De ahí que, entre otras cosas, no acepten que oponerse a la independencia no implica ser partidario de un Estado unitario y jacobino; que sentirse español no obsta pare sentirse también catalán; o que defender un modelo lingüístico equilibrado entre las dos lenguas propias de los catalanes, catalán y castellano, no supone un ataque al catalán. Quizá algunos de ellos lo sepan, pero son conscientes de que si lo admiten se acabó la fiesta.