Un cartel en una escuela catalana reivindica el uso exclusivo del catalán en la educación / EFE
La Cataluña de los 10 millones
"Paradójicamente, eso mismo –ser tratados como extranjeros en su propia tierra– es lo que vienen sufriendo durante décadas muchos catalanes no nacionalistas por parte de los sucesivos gobiernos autonómicos. Especialmente en las escuelas"
El debate sobre la Cataluña de los 10 millones está mostrando el verdadero rostro del nacionalismo catalán. Lejos del barniz progresista con el que intentan disfrazarse, basta rascar un poco para que aflore la xenofobia.
No se trata de evitar hablar sobre demografía y migraciones. Lo preocupante es que, en cuanto se abre la discusión, emergen con desparpajo argumentos supremacistas, clasistas y racistas.
En las redes sociales, por ejemplo, son habituales los debates sobre este tema que empiezan señalando la necesidad de actualizar las infraestructuras y los servicios para ajustarse a los crecimientos poblacionales previstos, pero que derivan en llamamientos desacomplejados a combatir a los “invasores” para salvar Cataluña.
Y lo más significativo es que estas posiciones no solo las defienden los sospechosos habituales del entorno de Junts y Aliança Catalana, sino que ya ha calado incluso entre los presuntos revolucionarios izquierdistas de la CUP.
“Los catalanes no pueden ser extranjeros en su casa”, “si lo permitimos, conseguirán acabar con el catalán”, “pretenden borrar Cataluña”, “será un genocidio pacífico por dilución”, dicen para justificarse.
Paradójicamente, eso mismo –ser tratados como extranjeros en su propia tierra– es lo que vienen sufriendo durante décadas muchos catalanes no nacionalistas por parte de los sucesivos gobiernos autonómicos. Especialmente en las escuelas.
Ahora, los defensores de la pureza vuelven a enseñar la patita. Y lo hacen con fuerza, activando toda la maquinaria de la industria del victimismo, porque ven amenazada su identidad. Aquella que no han dudado en imponer por las bravas durante casi medio siglo.
De ahí, también, su obsesión por arrancar las competencias en políticas migratorias: para moldear la sociedad del futuro a su imagen y semejanza o, al menos, reducir su “contaminación” en la medida de lo posible.
Con este panorama, parece evidente que el cáncer de Cataluña no es el independentismo sino el nacionalismo. Y negarse a admitirlo o poner paños calientes solo llevará al fracaso.