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El abogado y candidato a la presidencia del Consell de la República, Jordi Domingo, en la presentación de su candidatura en el Espai Línia de Barcelona

El abogado y candidato a la presidencia del Consell de la República, Jordi Domingo, en la presentación de su candidatura en el Espai Línia de Barcelona Europa Press

Pensamiento

La hora catalana

"Con la hora catalana, un metro catalán de 90 centímetros, y la circulación catalana por la izquierda, ya se vería qué dirían en Madrid. Se pondrían histéricos. Dirían que “se rompe España”. ¡Y tendrían razón!"

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Me lamentaba aquí el otro día de que con el final del procés –la independencia de siete segundos y la subsiguiente aplicación del 155— hayan ido desapareciendo del paisaje político aquel gran amontonamiento de figuras, de personajes, que hacían y decían cosas ridículas –el juez que escribía una Constitución alternativa, el parlamentario que peroraba con una chancleta en la mano, el president de la ratafía, Rahola desencadenada, etcétera— y que, sin que nos diéramos del todo cuenta, nos proporcionaban honesta diversión y sano esparcimiento.

Sin que se lo hayamos agradecido como merecen. Fiaba yo, sin embargo, mis esperanzas de escuchar más tonterías a la irresistible ascensión de la severa “matamoros de Ripoll”, la  señora Orriols, que seguramente traerá en su cortejo a nuevos figurantes de la farsa, nuevos majaderos, capaces de aportarnos horas de entretenimiento, seguramente tosco, pero jugoso.

Pero donde hubo fuego quedan durante algún tiempo brasas. Aquella gente tan colorista se resiste a desaparecer del mapa. Siguen generando ideacas. Ahora, por ejemplo, el presidente del agónico Consell de la República, el señor Jordi Domingo, nos ha salido con la propuesta de instaurar la “hora catalana” para diferenciarla de la “hora española”, y así aumentar la sensación de soberanía. Buena idea.

Si lo hemos entendido bien, se trata de que todos los catalanes retrasemos sistemáticamente los relojes una hora, de manera que cada vez que un extranjero (incluidos, sobre todo, los odiosos españoles) tenga una cita con uno de los nuestros, impepinablemente deba tener en cuenta esa diferencia horaria. Y para acordar cualquier encuentro haya que especificar la “hora catalana”. Una manera sencilla y sutil de hacer soberanía.   


--¿Almorzamos juntos, mañana, a las dos?

--Vale, o sea, a la una, hora catalana.

 
No se le ocultan al señor Domingo los problemas de llegar tarde a los trenes y de perder los aviones -aún controlados por potencias extranjeras-, si no estamos bien despiertos llagaremos tarde, se habrá marchado el AVE sin nosotros, dejándonos en el andén, con nuestra hora catalana y la sensación de que aquests maleïts espanyols m’han tornat a fotre.

Este es un pequeño inconveniente de la “hora catalana”, un pequeño trastorno, fácilmente soslayable si aplicamos al tema un poco de agilidad mental, de traducción horaria simultánea, o sea, teniendo todos en cuenta la hora catalana y a la vez la hora española. Cosa que a un castellano le costaría mucho, pero para los catalanes, que nos distinguimos por nuestra inteligencia (véase, como ejemplo paradigmático, al mismo señor Domingo), el cálculo es sencillísimo, es pan comido.

Muy bien, a esto se le llama apoderarse del Tiempo, catalanizar el tiempo. ¿Pero qué pasa con la otra gran magnitud vital? ¿Qué pasa con el Espacio?

¿No valdría también la pena diferenciar las medidas de espacio catalanas de las medidas foráneas? Podríamos implementar el patrón del “metro catalán”, que mediría (es una mera sugerencia, estoy abierto al debate) 90 centímetros, o sea diez centímetros menos que el metro convencional, que es el que usan los españoles.

Además de distinguirnos de ellos, de paso nuestros pisos catalanes serían automáticamente más grandes que los suyos: un español tendría, por ejemplo, un piso de 100 metros cuadrados, y un catalán, aunque su piso fuese exactamente igual, dispondría de aproximadamente 110 metros cuadrados catalanes. Esto nos haría sentir en casa mucho más desahogados que ellos, y supondría un formidable aumento de la autoestima.

Claro que tendríamos el inconveniente de que las distancias nos parecerían mucho más largas para nosotros que para “ellos”. ¡Pero más mérito tendríamos al salvarlas! (Y a fin de cuentas, en el fondo sabríamos que las distancias seguirían siendo exactamente iguales, sólo que las mediríamos diferente).

También cabría sopesar la posibilidad de recuperar aquella antigua medida del “pam” (20,873 centímetros), octava parte de la cana, y diferente del “palmo” castellano que, según creo, era más corto.

Pero temo, señor Domingo, que volver a contar a pams sugeriría encogimiento, y regresión. Por eso, yo lo descartaría. Dejaría el pam para la conocida expresión anem a pams.

También podríamos distinguirnos aún más de los españoles implementando –con el apoyo del siempre complaciente señor Sánchez, y de su Gobierno— un código de circulación propio, según el cual en Cataluña lo correcto y obligatorio es conducir por la izquierda. Como los británicos.

¡Con hora catalana, metro catalán y circulación catalana por la izquierda, ya se vería qué dirían en Madrid! Se pondrían histéricos. Dirían que “se rompe España”. ¡Y tendrían razón!

¡Marchando una Creu de Sant Jordi para don Jordi Domingo!