Habrá que dejar de ir a fiestas y saraos populares y restringir la asistencia solo a los privados, como el de Crónica Global, donde me harté de vino y croquetas, y eso que nadie me conocía –me había afeitado la barba para ir al sarao un poco presentable– y casi no me dejan entrar.

-Lo siento aquí no consta ningún Guillem Bota.
-¿Cómo que no? Revise bien esta lista, señorita.

Afortunadamente, en aquel momento pasaba por ahí Xavier Salvador, el cual me reconoció pese a mi afeitado, y gracias a su mediación me permitieron la entrada. Digo que habrá que huir de las fiestas populares porque es un no parar de contratar a lunáticos y lunáticas para que las amenicen.

Acabo de enterarme de que Toni Albà hará el numerito –el mismo de siempre, ese hombre hace por lo menos veinte años que no renueva el repertorio– en Ripoll el 11 de septiembre, invitado por la alcaldesa del lugar, no sé si a su amigo Puigdemont le hará mucha gracia que se pase -aunque sea por unas horas y bajo contrato- a las filas de quien le está robando votantes por miles.

Pero es que hace unos días se me ocurrió ir a escuchar el pregón de las fiestas de Sants, y en lugar de un pregón me di de bruces con dos seres semovientes berreando desde un balcón. Ni sé qué intentaban decir al público, ni creo que lo sepa nadie, simplemente gritaban desaforadamente. Entre unos y otros, las fiestas están dejando de ser fiestas para convertirse en frenopáticos al aire libre.

Uno añora los tiempos en que el pregón de las fiestas consistía en desear a los vecinos unas felices jornadas y que se divirtieran sin mesura, que la vida son cuatro días y el que no esté colocado, que se coloque, como diría Tierno Galván.

La cosa ha ido degenerando, y hasta el más analfabeto –me da que ese era el caso de las dos presuntas señoritas de Sants, las cuales no parecían tener muchas luces– se cree capacitado para soltar un mitin, como si uno fuera a la fiesta para que le recordaran lo mal que está el mundo.

Yo voy a las fiestas precisamente a olvidar lo mal que está el mundo, sea a base de música, de vino o de amoríos, a ser posible de todo a la vez. Lo que seguro que no ando buscando cuando voy a una fiesta de barrio es a un par de locuelas –eso parecían por lo menos– vociferando sin sentido, como si estuvieran poseídas por el diablo.

Una vaca en celo habría ofrecido a los sufridos vecinos de Sants el mismo resultado –e imagen parecida– que las dos pregoneras, si no fueron sustituidas por una rumiante de ubres repletas no fue por falta de ganas, sino por la dificultad de hacerla trepar hasta el balcón.

Ignoro desde cuando el pobre desconocido al que solicitan realizar un pregón se siente cualificado para darnos la brasa sobre sus problemas favoritos, cono si no tuviéramos cada uno los nuestros. La vaca en celo por lo menos mugiría pidiendo un toro, cosa que es bastante más razonable que mugir porque en Gaza matan gente, o por lo menos es mucho más fácil de solucionar desde un barrio de Barcelona.

Antes, en los pueblos, con los pregoneros que no daban la talla se hacía lo mismo que con los árbitros que perjudicaban al equipo de casa: se los echaba al río. Comprendo que eso son cosas atávicas, y además el Llobregat y el Besós quedan tan lejos de Sants que meter a las pregoneras en remojo exigía un esfuerzo demasiado considerable.

Teniendo en cuenta que los ríos están lejos y además llevan poca agua, no estaría de más que antes de contratar pregoneras, éstas fueran sometidas a un examen psiquiátrico. Para prevenir que se suban al balcón a lanzar alaridos, más que nada.