'El flamenco'

'El flamenco' DANIEL ROSELL

Músicas

El arte flamenco y otras músicas impuras

La música gitana, cuyo origen es tan legendario como desconocido, cristalizó en la Baja Andalucía como un arte popular que, desde la tradición, explora la vanguardia y la fusión con otros sonidos hasta conquistar el prestigio internacional

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Del flamenco se sabe que está ahí. Que lleva siglos en marcha. Que viene del pueblo gitano y de no se sabe dónde. De su origen poco se conoce con exactitud, si acaso su linaje mestizo y su alto grado de parentesco con la historia de los gitanos españoles, y de su intricada biografía se han buscado rastros de prestigio en la literatura. Parece ser que la primera vez que alguien plasmó que aquello existía fue Miguel de Cervantes en La gitanilla (1613), una de las Novelas ejemplares, donde el autor de El Quijote describe a gente que canta y baila en la Corte madrileña como forma de vida y sustento. Más de dos siglos después, Serafín Estébanez Calderón confirmó que el flamenco era un hecho en sus Escenas andaluzas (1847), cuando ya triunfaban los cantaores El Fillo y Antonio el Planeta, y no tardaría en hacerlo Silverio Franconetti, a quien se le atribuye la invención de los cafés cantantes. 

Por entonces fue cuando apareció por primera vez en la prensa el término flamenco para referirse a ese arte nuevo. Si el escritor y viajero inglés George Borrow ya lo había utilizado en su libro Los zíncali: los gitanos en España (1841) con un sentido más sociológico que cultural –lo emplea como sinónimo literal de gitano–, su uso recurrente en los periódicos confirma la expansión y el reconocimiento que ya tenía aquella música con rasgos propios. En concreto, el diario madrileño El Espectador publicó el 6 de junio de 1847 un breve artículo titulado ‘Un cantante flamenco’ para informar de la llegada a la ciudad de Lázaro Quintana, “célebre cantaor del género gitano”, quien, “junto a Dolores la Gitanilla, conocida ya en este país por sus bailes y su canto, más de una vez nos pulsó las venas del corazón con las sentidas canciones flamencas”. Aquel vocablo, de procedencia incierta, se iba a repetir en otras hojas informativas, dando cuenta de la acelerada popularidad lo jondo.

Por tanto, todo indica que, en torno a esa fecha, en algún momento hacia la mitad del siglo XIX, se dieron las condiciones para la cristalización de diferentes estilos de cante, toque y baile que cuajaron en lo que hoy llamamos flamenco. Fue, por entonces, cuando se culminó la forja de ese repertorio jondo partiendo de elementos musicales dispersos: los cantos de oración musulmanes, las melodías mozárabes, los sones negros y las escuelas de juglarías. El cante recreó tonadas y melodías agitanadas repletas de aromas orientales, maceradas durante siglos en el ámbito doméstico o palaciego; la guitarra, que ya había desplazado a la vihuela de mano entre las clases populares para animar canciones y danzas, se convirtió en instrumento de acompañamiento, y el baile destiló y violentó sus movimientos desde ventas, tabernas o patios de vecinos para dar lugar a algo distinto.  

Fotografía de gitanos de Barcelona, junto al dramaturgo Juli Vallmitjana.

Fotografía de gitanos de Barcelona, junto al dramaturgo Juli Vallmitjana. MAE | INSTITUT DEL TEATRE | MARTA VALLMITJANA

Se da por cierto que el flamenco nació en tierras de la Baja Andalucía –no por casualidad en ciudades con gran actividad comercial, como Sevilla, Cádiz y Jerez, con epicentro en zonas de numerosa población gitana: Triana, la Viña y el Barrio de Santiago, respectivamente– y que no tardó en ganar popularidad y conocimiento a causa de su autenticidad y su fuerza hasta extenderse a los teatros de las grandes capitales –Madrid y Barcelona–. En la suerte del arte jondo frente a otras músicas de raíz, resultó fundamental la progresiva profesionalización de cantaores, guitarristas y bailaores a partir de la invención de los cafés cantantes. De este modo dejó de ser legado y expresión de los ideales estéticos de una comunidad para convertirse, además, en una forma de vida, pues los artistas tuvieron así la oportunidad de acceder a unos ingresos con cierta regularidad, aunque no dejaran de vivir de las limosnas de viajeros y señoritos.   

“Fueron las fiestas, academias y salones el locus primigenio del flamenco, al que se puso nombre en la década de 1840 y cuyo código propio se fraguó en teatros y cafés cantantes como el Novedades, el Villa Rosa o el de la Marina. Sus cunas fueron Cádiz y Sevilla, más los mercados de Madrid y cualquier enclave donde se movieran las economías urbana, agrícola, minera o portuaria. En estos entornos empresariales y competitivos se asentaron la indumentaria y el formato del cuadro flamenco, y se individualizó una generación de intérpretes cuyos nombres y apodos nos advierten de un proceso de profesionalización definitivo: Miracielos, El Raspaó, Lamparilla (…). Como bailaoras, Juana Antúnez, Las Coquineras, La Mejorana o su hija Pastora Imperio, para quien Manuel de Falla compuso El Amor Brujo en 1915”, ha explicado la antropóloga Cristina Cruces. 

Porque, si bien el género flamenco se reconoció desde primera hora por el patetismo de las voces y una nueva sonoridad doliente y mecida por el rasgueo de las guitarras, fue el baile la manifestación más visible de esta expresión que vio la luz como un crisol de culturas, músicas y danzas. Formas populares, calificadas a menudo de contrahechas y obscenas, intermedios a la andaluza en tonadillas, sainetes y entremeses, mudanzas de ultramar, boleras de la tierra convertidas en fascinante oferta para los públicos europeos y coloniales, y bailes de gitanos que cerraron definitivamente la identidad flamenca, convirtiendo en sinónimos lo uno y lo otro, forman el magma de este arte contemporáneo que es un concentrado de cultura mestiza, puro grito de indigenismo.

El óleo ‘Baile flamenco’ de Ricard Canals, pintado durante su etapa parisina.

El óleo ‘Baile flamenco’ de Ricard Canals, pintado durante su etapa parisina. COLECCIÓN CARMEN THYSSEN-BORNEMISZA

Hay quien explica este fulgurante éxito de flamenco como una reacción al predominio de las músicas italianas y francesas que la dinastía Borbón había impuesto con ánimo modernizador,tras su llegada al trono en 1714, desplazando ese mundo castizo surgido del repertorio tradicional que se devolvía bajo la fórmula de tonadillas, entremeses, sainetes y zarzuelas al público que llenaba los teatros españoles. Entre pelucas empolvadas y minués, entre fraseos, gorgoritos y trajes a la moda, el pueblo se veía reflejado en aquel arte nuevo que fundía el singular desgarro del cante, surgido de los romances gitanos y de los cantos de labor, con los toques de la tradición guitarrística española y los bailes populares que se acompañaban de palmas, castañuelas, panderos o zapateados para marcar el ritmo. 

Acaso por las circunstancias de su génesis, arrastra desde primera hora una enorme carga identitaria, que todavía sigue vigente: sin ir más lejos, el Estatuto de Andalucía atribuye a esta comunidad autónoma la competencia exclusiva en materia de conocimiento, conservación, investigación, formación, promoción y difusión del flamenco. Pese a su carácter híbrido y su condición urbana y moderna, el arte jondo –y, por extensión, el lado más luminoso del estereotipo andaluz representado por la gracia, el ingenio y el espíritu alegre y contestario– se asoció a la construcción de una singularidad nacional y a un relato de oposición frente a lo cultural hegemónico, que venía de Italia y Francia. Frente al minué, el paspié y la contradanza de petimetres, usías y madamas, se ensalzaron los fandangos, las seguidillas, los boleros y las tiranas. Mientras unos contrataban maestros franceses de danza, otros se hacían con los servicios de barberos guitarristas, representantes de la España de majos y bailes de candil.

Resulta difícil distinguir en esta génesis lo flamenco de lo gitano y lo andaluz. Tanto que, al menos desde el siglo XVIII, algunos bailes y cantes preflamencos recibían indistintamente cualquiera de los calificativos. El polo es, en este sentido, un caso paradigmático. “La asociación entre gitanos y andaluces resulta totalmente lógica si tenemos en cuenta que los gitanos en Andalucía vestían como los andaluces, tenían una forma parecida de hablar (ya que no todos hablaban caló), bailaban y cantaban unos mismos géneros musicales, y compartían muchos otros rasgos culturales, incluyendo cierto tipo de religiosidad barroca”, han explicado los antropólogos Alberto del Campo y Rafael Cáceres, quien ejemplifican en el arte jondo el culmen de esa identificación cultural.

Fotografías de Colita, en la exposición del Teatro Español de Madrid.

Fotografías de Colita, en la exposición del Teatro Español de Madrid. TEATRO ESPAÑOL

No es extraño, por tanto, que el flamenco se viera favorecido, en el momento de su alumbramiento, por el espíritu del Romanticismo y el fervor nacionalista, volcado en descubrirle elementos identitarios a las manifestaciones culturales. Fueron así muchos los viajeros que llegaron dispuestos a encontrarse con lo lejano, lo exótico, lo auténtico, y lo jondo, lo gitano o lo andaluz cumplían a la perfección con ese ideal. Paradójicamente, esa atracción por el pintoresquismo acabó por ocultar esa otra mirada de raíz ilustrada, la que se había ocupado en poner el foco en el atraso y la sinrazón. A los ojos de estos visitantes, España seguía siendo un país arcaico, con caminos inseguros y posadas insufribles, pero el espíritu aventurero les hizo encontrarse con los paisajes, el arte, la historia y, sobre todo, la cultura popular y el flamenco desprendía un exotismo por el que se llegaba al espinazo de lo hispánico.

A causa de este particular modelado, que hoy sigue en vigor, en buena medida gracias al turismo de masas, lo jondo fue malentendido y despreciado. Se le consideró cosa de maleantes. Signo de atraso. Ya antes de que al flamenco se le llamara flamenco, Mariano José de Larra consideró los bailes nacionales “especialmente desagradables a los ojos de Dios”. Con todo, el antiflamenquismo tomó fuerza con la Generación del 98 y el escritor y periodista bohemio Eugenio Noel fue su gran abanderado. El madrileño publicó libros como Andanzas de la campaña antiflamenca (1913) y Señoritos chulos, fenómenos, gitanos y flamencos (1919) y, en 1914, fundó El flamenco. Semanario antiflamenquista, que pasó a llamarse El chispero, con el mismo subtítulo. Subido a sus proclamas, Noel fue reclamado por teatros, ateneos, tertulias y casas del pueblo, llegando incluso a pasar largas temporadas como conferenciante en América.         

Porque si algo ha distinguido al flamenco de otras músicas populares es su espíritu vivo y polémico. Siempre parece a punto de morir, aunque exhiba una extraordinaria vitalidad. Ya el escritor y folclorista Antonio Machado y Álvarez, Demófilo, padre de los hermanos Machado criticaba en su Colección de cantes flamencos (1881) a los artistas no gitanos y al entorno profesional del flamenco que, en su opinión, amenazaba su autenticidad y su futuro. Años más tarde, el primer Concurso de Cante Jondo, celebrado en Granada en 1922, nació de las reflexiones e inquietudes de algunos artistas e intelectuales, entre ellos Manuel de Falla y Federico García Lorca, sobre la evolución del flamenco profesional. Los promotores tenían la ambición de salvar, y a la vez dignificar, el “cante primitivo andaluz”, entendido como arte del pueblo anónimo andaluz, en el que estaban incluidos los gitanos.

Página manuscrita de la conferencia de Lorca ‘Arquitectura del cante jondo’.

Página manuscrita de la conferencia de Lorca ‘Arquitectura del cante jondo’. UNIVERSO LORCA

Ciertamente, es un signo del flamenco los choques entre puristas y partidarios de la innovación a lo largo de su historia. Así, los primeros consideran que todo está hecho y no aceptan ninguna innovación por parte de los artistas, que, según ellos, deberían mantenerse estrictamente fieles a los cánones marcados por la tradición. Por el contrario, los segundos aceptan las innovaciones, dentro de ciertos límites y según ciertos criterios, que varían de uno a otro. Según ellos, el flamenco debe evolucionar para seguir vivo; debe incluir las innovaciones válidas de los artistas porque, de lo contrario, acabaría convirtiéndose en una pieza de museo. Por lo tanto, los debates giran esencialmente en torno a la frontera entre lo que está permitido o no en términos de innovación, en relación con los cánones del flamenco, con la tradición. No se registra un temblor de estas dimensiones en otras muchas manifestaciones populares, ajustadas a un molde más rígido. 

Esta tensión acaso se explique porque el flamenco no surgió como una música perfectamente trabada, pese a su fama de pureza e inmovilidad. La renovación y la hibridación han estado ligado desde siempre a lo jondo, si bien convive con una suerte de memoria colectiva que condiciona la experiencia estética y emocional del aficionado, que es capaz de reconocer las formas de los viejos maestros: cantar, bailar o tocar la guitarra constituye siempre una evocación de algunos de ellos. Como contrapeso, desde sus orígenes hasta hoy, el artista ha buscado continuamente la sorpresa, la novedad, el maridaje con diferentes sones. La indagación en músicas diversas ha sido un mecanismo creador recurrente en este arte frente a otros géneros en los que la valoración de lo tradicional, lo inmutable y lo repetitivo ha frenado en gran medida el cambio y la renovación.

El bailaor Israel Galván, en uno de sus espectáculos.

El bailaor Israel Galván, en uno de sus espectáculos.

De este modo, coexisten en el flamenco dos fuerzas contrarias: una, de carácter esencialista, dominada por un primitivo instinto de conservación y por una confianza absoluta en que nada cambie, es decir, en que todo se conserve sin mácula, sin defecto o imperfección, y otra, de ánimo experimental, que se sitúa en un territorio fértil y en continuo contagio con poesías, artes y audacias sonoras de muy diversa procedencia geográfica, conceptual y política. Este último ejercicio ha ido construyendo la expresión del flamenco como un concepto que es también alma e ideario de un tiempo de búsqueda y peregrinación por lo nuevo, por lo extraño, por los rincones del folclore y lo que éste tiene de inédito. Agitado por esas tensiones, el territorio flamenco tiene múltiples horizontes que se comportan como una frontera que no es rígida, sino que se desplaza a cada paso en busca de prestigio. En esa línea, cabe encuadrar su declaración como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la Unesco en 2010.

La dinámica de estas tensiones permite comprender la pluralidad estética de este arte, así como su redefinición a lo largo del tiempo. Nos permite entender el hecho de que nunca deja de evolucionar, mientras sigue manteniendo su identidad estética y ética. La tradición se redefine a lo largo de las generaciones y por las propuestas de los artistas, más o menos innovadoras, a veces incluso vanguardistas, y cuando son retomadas por otros se integran finalmente en la tradición. El flamenco, como arte vivo y original, es el resultado, en cada momento de su historia, de las aportaciones, interacciones y tensiones entre puristas y partidarios de la innovación, entre gitanos y payos y entre el ámbito privado y el ejercicio profesional. Estas tensiones e interacciones son constitutivas de este arte, cuya identidad estética está íntimamente ligada a la cultura del grupo y a su dimensión ética. El flamenco no es un calco de la realidad, sino una específica representación de un tipo de realidad. Su eco aún sigue vibrando.