'La edad de plástico'

'La edad de plástico' DANIEL ROSELL

Músicas

La edad de plástico: radio, ‘singles’, álbums y la (triste) evolución del consumo musical

La era dorada de la música pop está vinculada a los soportes analógicos, con los que la creación musical alcanzó su cima y creció la industria de las grabaciones. La digitalización ha hecho perder relevancia social al rock & roll y a sus derivados

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Es muy posible que una de las primeras armas de emancipación juvenil fuese el modesto transistor, aquella pequeña radio que funcionaba con pilas y que te llevabas a tu cuarto para escuchar tranquilamente una música que sacaba de quicio a tus padres. Así fue, por lo menos, para los de mi generación, que ya tenemos una edad (o dos). En mi adolescencia, gracias a programas de la barcelonesa Radio Juventud escuché por primera vez a David Bowie, Lou Reed o Roxy Music.

Más adelante, cuando la economía personal me lo permitiera, ya me encargaría de hacerme con álbumes como The Rise and Fall of Ziggy Stardust, Transformer o For Your Pleasure, pero la primera escucha de Starman, Walk on the Wild Side o Do the Strand se la debo a gente como José María Pallardó, Rafael Turia, Ángel Casas y demás pioneros del periodismo musical en España.

Cuando no tenías un duro, el transistor te permitía descubrir nuevos y fascinantes sonidos de forma completamente gratuita. Y antes de mi época, en pleno esplendor del single, los transistores de todo el mundo permitieron a los jóvenes escuchar las novedades de Elvis, Little Richard, los Beatles y los Stones. El principal problema de esas escuchas de gorra siempre fue que el locutor se pusiera a hablar a destiempo, por encima de la canción, o que te dejara ésta a medias tras haberte puesto la miel en la boca.

Un antiguo transitor de radio

Un antiguo transitor de radio

Tras la experiencia radiofónica, creo que todos nos dedicamos a la compra de singles, que era lo que se llevaba. De hecho, los primeros elepés consistían en una acumulación de sencillos (con su cara A, el hit, y su cara B, el relleno, que a veces era más interesante que la pieza estrella). Así fue, según recuerdo, con los Beatles, los Stones y los Kinks. Deberían pasar unos cuantos años para que el disco de larga duración se convirtiera en la norma y se extrajeran de él los singles, en vez de ir acumulando éstos hasta que dieran para llenar un elepé.

De hecho, la consagración del elepé fue, por así decir, la llegada a la madurez de la música pop. No hacía falta un hilo conceptual que uniera los distintos temas, pero el orden de los temas era importante en vistas a que los músicos obtuvieran el efecto deseado entre sus seguidores. No nos ponemos de acuerdo sobre cuál es el primer elepé mínimamente conceptual de la historia, pero suele apuntarse a Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band, de los Beatles (aunque los hay que se van unos pocos años más atrás, hasta Revolver o Rubber Soul). Tampoco hay acuerdo sobre el nacimiento de la llamada ópera-rock, aunque los Who suelen llevarse el gato al agua con Tommy y Quadrophenia (ignorando a los Kinks de Arthur or the Decline and Fall of the British Empire o a los Pretty Things de S.F. Sorrow).

El elepé permitió que las canciones duraran más de los tres minutos habituales (aunque a los Ramones les bastara con dos para dejar bien clara su visión del mundo), y así triunfaron canciones larguísimas como American Pie, de Don McLean, o temas que ocupaban toda una cara del disco: recordemos la oda a John Lee Hooker de Johnny Rivers o el In a gadda da vida de Iron Buterfly. Pese a estos excesos, los elepés solían ser colecciones de canciones que priorizaban la creatividad general del artista sobre su capacidad como fabricante de éxitos.

Primitivos singles

Primitivos singles

Y durante muchos años, el elepé fue la medida de todas las cosas en la música pop, el equivalente de los libros para un escritor. Hasta que dejó de serlo: en la era de You Tube y Spotify, las canciones vuelven a lanzarse de una en una y sin soporte físico (o sea, sin la cara b del single). Los músicos siguen lanzando álbumes, pero las ventas son cada vez menores y se impone la figura del aficionado que prescinde del soporte físico porque puede escucharlo todo a través del ordenador o el móvil, lo cual es un ahorro de espacio en el hogar, pero ha desposeído a los discos de ese carácter de fetiche cuyas letras podían leerse mientras se escuchaban, una actividad que cada día practicamos menos seres humanos.

A partir de cierta edad, tienes la impresión de que las cosas transcurren cada vez con mayor rapidez. Yo me pasé del vinilo al cedé sin saber por qué se escuchaba música al poner la aguja sobre un trozo de plástico. Del cedé a la difusión digital pasó menos tiempo que del vinilo al compact disc. Cuando empezaron a publicarse cedés, costaban el doble que los discos de vinilo, pero ahora sucede exactamente al revés. Se ha hecho correr la voz de que el vinilo se escucha mejor que el compacto y mucha gente ha picado; o, por lo menos, la suficiente para que la industria discográfica pueda seguir lucrándose a costa del consumidor.

Con el nuevo auge del vinilo se recupera la cuestión fetichista asociada al disco, y pagar el doble por lo mismo convierte a muchos melómanos (y más de un snob: según un estudio británico, hay coleccionistas de vinilos que ni siquiera tienen un tocadiscos; es decir, que no pueden escucharlos, pero les basta, al parecer, con coleccionarlos) en una especie de auto considerada élite musical que puede mirar por encima del hombro a los que, como yo, prefieren pagar una cantidad razonable por un disco o no se creen que el plástico suene mejor (aunque el propio Bob Dylan se haya manifestado a favor de esa opción).

Portada del 'Sgt Pepper's' de The Beatles

Portada del 'Sgt Pepper's' de The Beatles

En cualquier caso, entre puristas y snobs, la presunta trola sobre la superior calidad sonora del vinilo ha funcionado, trayendo aparejadas todo tipo de chorradas, como los discos de colorines, la remasterización a media velocidad (que no sé lo que es) o la obligación de pesar exactamente 180 gramos (los últimos elepés que compré hace años eran muchísimo más ligeros, pero eso no afectaba a la calidad del sonido, que yo recuerde). En un principio, el cedé permitió a las compañías discográficas lucrarse con nuevas ediciones de discos absolutamente amortizados. La jugada se repite ahora con el regreso al vinilo. Pero es innegable que ni uno ni otro soporte garantizan las ventas del pasado. La digitalización ha venido para quedarse.

También las plataformas de streaming han casi acabado con el DVD: la mayoría de la gente (yo incluido, por una vez y sin que sirva de precedente) ya no quiere atesorar en casa sus películas favoritas y se conforma con acceder a ellas en esa especie de nube que es el archivo de todas las plataformas. El soporte físico va de capa caída y solo resiste dignamente en los libros, que una gran mayoría de lectores prefiere tener en papel que en la pantalla de un dispositivo electrónico.

La crisis del formato físico ha llevado a un incremento de las actuaciones en directo, que es la única manera que tienen los músicos de rentabilizar su talento. Lo que hicieron los Beatles a finales de los 60, dejar de actuar y concentrarse en sus grabaciones, resulta ahora imposible. De ahí las giras constantes, los precios a menudo desorbitados de las entradas (véase el reciente caso del regreso de Oasis) y las reuniones de grupos míticos cuyos miembros tal vez preferirían quedarse tranquilamente en casa en vez de dormir cada noche en un hotel de una ciudad que no es la suya.

Cubierta de 'Arthur' de The Kinks

Cubierta de 'Arthur' de The Kinks

Como de costumbre, follow the money. Otro detalle fundamental de la evolución de la música pop durante los últimos años es la pérdida de relevancia del rock & roll y sus derivados. Las divas, los raperos y el reguetón se imponen actualmente a las bandas de rock o pop. En los años 70, los primeros puestos de las listas de éxitos, los ocupaban cantantes o grupos de rock. Actualmente, esas primeras plazas parecen reservadas para gente que no tiene nada, o casi nada, que ver con el rock.

En ese sentido, la era de Spotify se ha significado por la marginación del tipo de música que ostentó la preminencia durante muchos años, unos años en los que el vehículo ideal para el rock era el vinilo, primero, y el cedé, después. Los años dorados de esos formatos coincidieron con los del rock y el pop. Para los actuales practicantes del reguetón, el álbum carece de importancia: les basta con ir colgando un tema nuevo cada equis meses y, a ser posible, petarlo con él.

Esos cambios radicales en el consumo musical se han trasladado, incluso, a la prensa musical: los más jóvenes, acostumbrados a leer lo que leen en el ordenador, pasan de las revistas de papel. De ahí que las más interesantes, como las británicas MOJO y UNCUT, estén dirigidas principalmente a los aficionados de la tercera edad como quien esto firma (un bromazo en Facebook celebraba que el último número de MOJO llevaba en portada a alguien menor de 70 años).

Portada del 'Ziggy Stardust' de David Bowie

Portada del 'Ziggy Stardust' de David Bowie

Mucho me temo que el rock se ha convertido en una música para viejos. A la que todavía se apuntan, afortunadamente, algunos jóvenes. De hecho, se publican más discos de rock y pop que nunca; lo que ocurre es que son más minoritarios que los de épocas anteriores (cuando todos comprábamos el nuevo disco de Bowie nada más salir y disponíamos de un montón de gente para comentarlo), la audiencia está más atomizada y, muchas veces, la promoción es mínima o tira a inexistente. Lo que ya no tenemos son estrellas del rock. Ahora, las estrellas se dedican a otras cosas.

Resistirse a los avances tecnológicos es inútil, pero lícito. Intuyo que hubo una época en la que cierta gente seguía escuchando sus discos de cera a 78 revoluciones por minuto cuando ya se había popularizado el de vinilo a 33 y un tercio. Y supongo que eran observados por quienes les rodeaban como unos viejos chochos empeñados en llevar la contraria a la realidad. Yo creo que lo que hacían mis antecesores más viejunos era agarrarse a algo que los había hecho felices durante cierto tiempo, un tiempo coincidente, con toda probabilidad, con el de su juventud.

Estoy seguro de que ahora hay gente que me observa con una mezcla de desprecio y compasión por mi manía de seguir escuchando discos en vinilo o formato compacto. Pienso en mi querido sobrino, para el que no hay vida fuera del ordenador. Hace unos años, le pedí que me bajara el nuevo disco de Brian Eno y David Byrne (cuyo título he olvidado y que resultó ser asaz mediocre, nada que ver con el mítico My Life in the Bush of Ghosts), publicado antes digitalmente que en soporte físico. Me entregó un cedé al que le faltaban cosas: la carpeta, las fotos, puede que las letras, los créditos para saber quién había compuesto qué y quién tocaba qué…

'Quadrophenia' de The Who

'Quadrophenia' de The Who

Su escucha fue un proceso muy triste, pues no tenía nada que hacer mientras tanto. Eso es algo que les da igual a los que tienen la música de fondo, pero yo soy de los que, cuando escucha un disco, no puede hacer otra cosa (lo intenté durante una época dedicada a la traducción de libros del francés y del inglés, pero solo conseguía que se acabara el disco sin haberme enterado de nada o que dejara de teclear porque necesitaba prestarle toda mi atención a determinada canción: estoy negado, como la mayoría de los hombres, para el multitasking).

Actualmente, los pocos amigos que me quedan o se han pasado a la música clásica o no se han enterado de nada publicado con posterioridad a 1989. Los que siguen escuchando música pop se han pasado en masa a la reproducción digital. Creo que ya no conozco a nadie que compre discos. Y lo que yo compro es una mezcla de antiguallas que no descubrí en su momento y novedades que interesan a muy poca gente (¿a alguien le suenan Phosphorescent o Eef Barzelay?).

Material, en suma, difícil de compartir en una conversación circunstancial. Pero sigo en mis trece porque me lo paso muy bien sentado en mi sillón (una imitación china del célebre lounge chair de Eames), con la carpeta en las manos del disco de turno y dedicado exclusivamente a su escucha. Es lo que he hecho toda la vida porque para mí escuchar un disco es como ver una película, algo que requiere toda mi atención.

Anuncio de 'His Master's Voice' (1920)

Anuncio de 'His Master's Voice' (1920)

Me falta tiempo, claro, y raro es el día en que puedo escuchar tranquilamente más de un álbum, pero eso también es achacable al paso de los años (bastante gente de mi edad siente, como yo, que la jornada no le cunde tanto como antaño, cuando el mismo día podías leer dos periódicos y tres revistas, escuchar tres o cuatro discos y hasta ver una o dos películas). Me he integrado en lo que los de Muchachada Nui denominaban mundo viejuno.

Pero no lo lamento, pues consiste en una especie de agradable masturbación intelectual y sentimental que no hace daño a nadie (como no sea a mí mismo). El pop y el rock me han alegrado la vida cuando más lo necesitaba y me gusta rendirles homenaje desde mi sillón chino. Y pienso hacerlo hasta que reviente, por mucho que me hablen de Spotify o de ese servicio de Amazon que te deja bajarte todos los discos que quieras por una módica cantidad mensual.

Sé que estoy más out of time que la chica de la canción homónima de los Stones, pero me da igual. Y quiero creer que hay más gente como yo, aunque el paso de los años o las enfermedades la vayan eliminando. El tocadiscos y el reproductor de cedés son parte fundamental de mi mobiliario cultural y se quedarán conmigo hasta que la diñe. De joven, me sorprendía escuchar a personas de la edad que yo tengo ahora hablar de mi época. Creía que tu época dura lo que dura tu existencia. Ahora veo que no es así, que tu época es la de tu juventud y primera madurez. Y ahí me he quedado, musicalmente hablando. Que el mundo avance y progrese sin mí. Como, por otra parte, ha venido haciendo hasta ahora.