Historia (abreviada) de la lírica

Historia (abreviada) de la lírica DANIEL ROSELL

Músicas

Historia (abreviada) de la lírica

La ópera, el género musical que representó el arte total antes del nacimiento del cine, nació para el público con La fábula de Orfeo (1607) de Monteverdi, puente entre el Renacimiento y el Barroco. Cuatro siglos más tarde, los teatros líricos son templos del arte, palacios de la memoria y altares del amor y del sacrificio.

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La pasión es la esencia de la ópera. Hay momentos de diversión transgresora, como en Las bodas de Fígaro de Mozart, y de mucha tragedia, como en el Otelo de Verdi o en el Tristán e Isolda de Wagner; también de sátira, como en el Falstaff verdiano, marcado por los devaneos seniles de su protagonista, tan parecidos a su pariente pobre, el Don Hilarión de La verbena de la Paloma, el boticario que dejó la huella de la zarzuela en plena época de la Restauración, la etapa del “teatro por horas”, reflejado en las crónicas de Benito Pérez Galdós, autor de los Episodios Nacionales y enorme crítico teatral. 

La lírica está cosida por los lazos de la infidelidad distorsionada, llegando al incesto, como en Pélleas y Mélisanda (Claude Debussy), a los celos asesinos de Otelo o a la disrupción amorosa del alma, en la Carmen de Bizet. Todo coloreado por el “melodrama belcantista”, un resumen lanzado por Manuel Valls, compositor crítico y escritor, en La música en el abrazo de Eros (Planeta 2022; Tusquets 1989).

Cartel 'La verbena de la Paloma' (1894)

Cartel 'La verbena de la Paloma' (1894) HENRICH & CÍA

La ópera no es dúctil ni resulta ambigua. Es fácil imaginar que, en el antiguo Teatro Maly de Moscú o en la Ópera de San Petesburgo, triunfan todavía los frascos de Chanel, hijos pródigos del lejano cuadrado negro de las vanguardias, pero hijos reales del shtof, la cantimplora llena de vodka del ejército rojo. La traición, la pasión y las lágrimas acompañan siempre al dolor. El género nació para el público en La fábula de Orfeo (1607), de Monteverdi, el compositor que convirtió los Madrigales y la Camerata Florentina en partituras sinfónicas marcadas por la voz humana. El gran compositor cremonés actúa como puente entre el Renacimiento y el Barroco, cuando emerge un espasmo musical arrebatador. Hoy, cuatro siglos más tarde, los teatros líricos son templos del arte, palacios de la memoria, altares del amor o del sacrificio.

Cuando la diva alemana del ochocientos, Anna Milder-Hauptmann –la voz metálica bajo la protección de Salieri– interpretó una canción de Schubert, el virtuosismo de la égloga se pegó al piano y por primera vez se emparentó con la sinfonía, según la versión de Ian Bostridge (Viaje de invierno de Schubert; Acantilado). Ya en pleno siglo XX, en los años del príncipe de los barítonos alemanes, Fischer-Dieskau, el origen de la ópera se asocia al canto popular de la cultura germánica, en palabras de Richard Strauss, el compositor imborrable de Así habló Zaratustra, Salomé o El caballero de la rosa.

La fábula de Orfeo (1607), de Monteverdi

La fábula de Orfeo (1607), de Monteverdi

La ópera es intemporal; germina en la poesía mística musicalizada; en la noche oscura de san Juan de la Cruz o, si se quiere, en el ascetismo de grandes artistas contemporáneos, como el pintor Mark Rothko. Estas dos aproximaciones estéticas podrían ser acompañadas ahora a los tres arcos portales del escultor Jaume Plensa, en el Teatro del Liceu de Barcelona, un juego de alfabetos en el que convergen griego, cirílico, indio, hebreo, árabe, tamil, chino, japonés y latino; el desafío de la diferencia.

La ópera es la recreación de un pasado, pero no de cualquier tiempo pasado fue mejor, sino del pasado reflexivo de Manrique, el momento preterido de los herederos de un tesoro espiritual que tratan de evitar la incertidumbre del presente. La lírica atraviesa el siglo XVIII, la etapa del Grand Monde parisino, la institución del saber y la elegancia, al margen de Versalles. Lee la memoria y cimienta la esperanza. Su música está aparentemente ausente, sumergida en el foso místico, como lo quiso Richard Wagner en la ciudad de Bayreuth, levantada por el arquitecto Otto Brückwald, con el apoyo financiero de Luis II de Baviera. 

Cartel para 'Las valquirias' de Richard Wagner de Eugene Grasset.

Cartel para 'Las valquirias' de Richard Wagner de Eugene Grasset.

El compositor presentó sus mejores piezas en 1849, el momento inaugural de la tetralogía El Anillo del Nibelungo, el gran arrebato de furia y pasión, pero modelado por el  romanticismo del último Goethe, el de la dulzura de la renunciación, en la Elegía de Marienbad. Wagner no fue un hijo del sturm und drang del XVIII, sino un enamorado de la perfección en el XIX. En el emblemático drama de Parsifal, la lucha a muerte no es producto de la melancolía romántica sino de la recuperación de un símbolo votivo: el cáliz sagrado de la tradición cristiana.

Wagner no persigue la emoción interna sino la belleza del mito. Su huella se extiende a lo largo del tiempo y no puede ser moldeada por su enclave histórico; exige que se la escuche y se la contemple como si no hubiera un antes ni un después. Después de su muerte, la sociedad musical apreció largamente la maravillosa melodía de sus canciones, como las de Offenbach, las de Saint-Saëns o Fauré, especialmente interpretadas al piano, como lo hizo a menudo el amigo íntimo de Proust y músico de formación mozartiana, Reynaldo Hahn: ”Cabeza levemente reclinada hacia atrás, dejando escapar el rítmico caudal de su boca desdeñosa”, escribirá Cocteau en Portraits-Souvenir (Grasset). 

Cartel del Liceu

Cartel del Liceu

La ópera se vincula a su público con un coup de foudre que va más allá de los motivos anecdóticos pintados por Degas, como los anteojos, las pelucas y la privacidad de los palcos. Eso sí, los detalles cuentan. En las noches de estreno, los grandes teatros europeos, la Scala, la Fenice o el Teatro Real de Madrid, se llenan sigilosamente de coleccionistas; gentes que conservan “programas, tinteros vacíos, plumas rotas, cuadernos de baile o sonetos de amor” (Wiesenthal en Libro de réquiems, Edhasa).

La nostalgia nunca abandona a la iconografía y al canto, tal como lo expresa uno de los personajes mozartianos de todos los tiempos, el indolente Papageno de La flauta mágica. El Pajarero de la Reina vive entre la representación y la manipulación, entre los Ensayos de Montaigne y El Príncipe de Maquiavelo, dos textos que consagraron para siempre en Europa la estrategia vital, más que la conjura política. Es el gran secundario, convertido en la mejor ambivalencia de Mozart: vive entre el yo escénico y el yo privado. 

'La flauta mágica' de Mozart

'La flauta mágica' de Mozart

La ópera se ha inmortalizado gracias a sus compositores, “unos seres que no saben si están en la vida o en la muerte” (Rilke). Uno de ellos, Giacomo Puccini, il figurino, pese a su sombrero gaucho de ala inclinada, incumple su vocación de bohemio para concentrarse en el trabajo y componer obras como Manon, La Tosca, la Boheme o Butterfly. Vive en la Torre del Lago, en la Toscana italiana, muy cerca de la orilla donde fue incinerado el cuerpo de Shelley; consigue convertirse en un dandy millonario, vinculado a la tierra y a la gente sencilla. Triunfa en el tiempo de los tenores y se encuentra en el grupo de los muy amados, todavía hoy, en plena explosión actual de contratenores dotados del “timbre particular con el que hablamos a los bebés y a las mascotas”, en palabras de Philippe Jaroussky. 

Los compositores, directores y cantantes casi nunca hablan del lugar de la representación; tratan de separar la calidad de la pieza de su envoltorio urbano. Existe una Callas lejos de la Scala, del mismo modo que hubo un Karajan sin Berlín o un Mozart desconectado de Salzburgo. El lugar no condiciona la calidad en el arte, incluido el caso de la mítica Venecia de los balnearios junto al Lido.

'Fidelio' de Beethoven

'Fidelio' de Beethoven

La Sublime Puerta ha demostrado que no hay que conocerla para amarla, tal como se ve en Eugen Oneguin, la ópera estrenada en Moscu por el joven Chaikovski, sobre la novela poética de Pushkin. El gran escritor ruso nunca estuvo en la ciudad frente al Adriático, aunque la supo glosar. Lo mismo puede decirse del primer Chaikovski, capaz de inspirar a Eugen con su amada sobre el Puente veneciano de Donna o reposando su vista sobre el Canal Orfanno sin haberlos tenido delante.

No todo han sido glorias. El fracaso del Fidelio (1805) de Beethoven, en Viena, el mismo día de la entrada de Napoleón a la capital austríaca, expresa un encaje fallido entre la música y la voz. “¡Me he convertido en un mártir!” exclama el Gran Mogol, como le llamó Haydn al compositor nacido en Bonn. Pero pasado un tiempo, el mismo Wagner alabará la obra de Beethoven como precursora del drama lírico. 

'Carmen' de Bizet

'Carmen' de Bizet

Tras el Congreso de Viena de 1814, la civilización centroeuropea inicia su lenta decadencia. Rossini parece momentáneamente el salvador. Su Tancredo y su Barbero de Sevilla apaciguan la caída lenta e inexorable del mundo de ayer. Y antes de que muera el siglo, en el Madrid de la Restauración, “cuando a Fernando VII usaba paletó (gabán)...”, la zarzuela se convierte en la punta de lanza del teatro popular en España; es el momento de músicos, como Ruperto Chapí, Federico Chueca o Asenjo Barbieri, este último, el autor de El barberillo de Lavapiés, la respuesta del género chico a la ópera bufa de Rossini. 

A lo largo del XIX la ópera trata de alejar de sus grandes teatros el sentido de la realidad que quiso hacer imposible la coexistencia entre el arte y la tragedia. De nuevo echamos mano del maestro Manuel Valls para rescatar el desvarío erótico de los grandes papeles operísticos entendidos como una forma de determinismo, no de elección.

'Lulú'

'Lulú'

Así ocurre en el Don Juan de Mozart o en la Walkiria de Wagner, y también en temas que abundan el amor sáfico en la Lulú de Alan Berg o los amores otoñales de El caballero de la rosa (Strauss); sin olvidar los amores sacrílegos en la Norma de Bellini o la tolerancia de la Manon Lescaut de Puccini. El indisimulado balcón de Eros lo barre todo de punta a punta. La pasión amorosa y el drama del abandono van desde el gusto mesocrático por la Traviata hasta Sansón y Dalida, la obra de Saint-Saens, marcada por la seducción, como arma del poder. 

La ópera exacerba la subjetividad sometida siempre a lo irremediable. No enlaza con el estilo isabelino de Shakespeare ni con el barroco español de Calderón; la ópera se aproxima al mito antes de que este se desnude de humanidad, como ocurre en la escena contemporánea de Ionesco o Genet. La fuerte evocación del género operístico en nuestros días tiene mucho que ver con su capacidad para desmentir la profecía de George Steiner en La muerte de la tragedia (Siruela).

Los grandes teatros de ópera en Europa

Vista Interior del Teatro Real en 1850. Grabado de Vicente Urrabieta.

Vista Interior del Teatro Real en 1850. Grabado de Vicente Urrabieta.

Teatro Real (Madrid). Verdi llega a Madrid el 6 de mayo de 1863 para ensayar la dirección de La forza del destino. El Real se inaugura en 1850. Es un teatro de corte, vinculado a Isabel II y será un escenario de referencia en Europa hasta el final del siglo XIX. Vive su primera plenitud en los años de Un ballo in maschera, superando en público y éxito al Apolo de Berlín. En 1925, el agua se filtra por debajo de sus cimientos del edificio y el teatro se clausura. Casi al final del novecientos llega la reaparición. El Real vuelve con fuerza inusitada a la cartelera del planeta operístico, hasta situarse en el liderazgo mundial de la mano de su actual director, Joan Matabosch.

Banquete en el Liceo de Barcelona de Pedret y Capuz.

Banquete en el Liceo de Barcelona de Pedret y Capuz.

Liceu de Barcelona. El 4 de abril de 2022, el Liceu celebró sus 175 años de historia con Lucrecia Borgia, reviviendo también a su compositor, Caetano Donizetti, amado por la ciudad. El Gran Teatro del Liceu, nacido en el XIX por iniciativa de la clase dirigente favorecida por el arancel proteccionista de Juan Güell, reclama su origen. La obra de Donizetti une sobre el escenario a los Borgia y a los Orsini, símbolos de la nobleza renacentista italiana. En la última escena, cuando los asistentes al baile de la princesa Negroni mueren envenenados, Lucrecia confiesa que Genaro no es su amante sino su hijo. El teatro que ha superado dos incendios y la bomba de un anarquista con 20 fallecidos, en 1896, mantiene su poder evocador.   

Litografía del Palais Garnier (1900)

Litografía del Palais Garnier (1900)

La Ópera de Napoleón III (París). El Palacio Garnier es una mezcla de dos estilos, Segundo Imperio y Beaux Arts, bajo la escultura frontal de Jean-Baptiste Carpeaux. Desde su inauguración en 1875, la presencia del palacio, situado cerca de la Madelaine y junto al Boulevard Haussman, revela con su presencia que nada resulta rotundo si no se estrena en el Garnier. Sin embargo, hoy, los franceses aman el nuevo Teatro de la Bastilla, donde mejor han vivido la escena final de Las bodas de Fígaro, de Mozart, la folle journé, el día loco en el que quedó destruido el prestigio de la nobleza, el comienzo de la Revolución Francesa. 

La Fenice de Venecia (1837).

La Fenice de Venecia (1837).

La Fenice (Venecia). Gaetano Donizetti, el autor de Anna Bolena, el Elixir de amor o Lucia de Lammermor, acusó su atareada vida viajando en diligencias entre Viena, París y Venecia. Provocó un gran órdago en el teatro más eterno de Europa, donde mucho después María Callas interpretó la Bolena y Lucía. Ocurrió una noche de enero de 1838, antes del tercer acto del drama trágico María de Rudenz, cuando el director, al cembalo, Donizetti, huyó de La Fenice ante el sonoro fracaso de la obra.    

Litografía del Hof-Operntheater (1870).

Litografía del Hof-Operntheater (1870).

Kaiserlich-königliches Hof-Operntheater (Viena). Conocido en su esplendor como el K, el teatro oiginal de la Ópera estatal del imperio vivió una noche tensa en el estreno de Lulú de Alban Berg. El compositor dodecafónico murió antes de terminar su obra y plenamente enamorado de una inventada Lulu su realidad-ficción; la obra fue terminada por Friedrich Cerha y estrenada en 1937, con una dirección escenográfica que destacaba la pobreza del mundo germánico, germen del nazismo. Lulú huye a Londres con la condesa Alwa Geschwitz. Una noche reciben a un misterioso cliente que resulta ser Jack el Destripador. Las mata a ambas en el III Acto ante los gritos y llantos en la platea del K. 

La ópera de Berlín

La ópera de Berlín

Deutsche Oper (Berlín). Es un teatro que representa a sus antecedentes, Komische Oper y Staatsoper, congelados en el Berlín Este, en la época del muro. En el Deutsche, en 2001, murió Giuseppe Sinopoli, mientras dirigía una Aida de Verdi; y esta misma sede fue  el escenario del trágico tiroteo del estudiante Benno Ohnesorg, en 1967. Uno de sus mejores momentos corresponde al Don Juan de Mozart dirigido en 1954 por Ferenc Fricsay en el penúltimo vuelo de la voz del inolvidable de Fischer-Dieskau.

El Teatro de Scala de Milán

El Teatro de Scala de Milán

La Scala (Milán). Fue casi destruida durante la Segunda Guerra y reinaugurada en 1946, en un momento memorable de Arturo Toscanini. Esta sala inmortal tiene curiosas entretelas, como la exigente galería Loggionni, situada tocando el techo. De sus aficionados dependen la gloria o de la exigencia defraudada en las noches de etreno. En 2006, Roberto Alagna fue tan abucheado por los loggionistas porque no volvió a escena en el II Acto.