
Julio Iglesias, éxito y melindres
Julio Iglesias, éxito y melindres
Ignacio Peyró aborda en El español que enamoró el mundo (Asteroide) el retrato sociológico del cantante español, un artista que transita entre la hazaña y la caspa, a través de un recorrido castizo por medio siglo de nuestra historia reciente
Ya lo dejó claro el aforista involuntario Antonio Luque –más conocido como Sr.Chinarro— en uno de sus tuits acerca del éxito de Operación Triunfo: “OT es todo lo que les gusta de la música a las personas que no les gusta la música”. Una sentencia parecida, versión vintage, podríamos aplicarle al triunfo mayestático de Julio Iglesias. Lo real maravilloso de su carrera internacional, sus ventas multimillonarias y la fascinación ante su vida de perfecto pichabrava (versión siglo XX: amantes, piscinas de horizonte infinito, guayaberas y portadas de Hola) queda empañada por sus precarias capacidades melódicas, su nula sofisticación compositiva y el pico glucémico de su propuesta.
Iglesias apenas toca instrumentos. No baila. No sabe cantar. Y, sin embargo, ahí lo tenemos: máster del universo de los memes, sex symbol (ok, ya algo rancio), cancionista mediocre tal vez, pero sin duda un icono imbatible. Contra todo pronóstico, todavía el artista español más popular de todos los tiempos, solo detrás de Picasso y Salvador Dalí. A explicar esa extraña dicotomía se ha dedicado Ignacio Peyró en su último libro. Ya le habíamos leído en Comimos y bebimos, una obra que hace salivar –si los textos eróticos se leen con una mano, este requiere un babero por su prosa golosa y los manjares que desfilan por sus páginas– en la estela de otros ilustres ensayistas del género gastronómico como Néstor Luján.
También disfrutamos de Ya sentarás cabeza. Cuando fuimos periodistas (2006-2011) la primera parte de sus diarios, donde era periodista bisoño de gustos añejos –esa sensación de ahumado es parte de su encanto– y nos llevaba de la mano por salones de cuero, redacciones de medios de comunicación ultraliberales, lecturas en el latifundio, segundos amores, cigarros rubios y menús caros.

El cantante Julio Iglesias / EFE
Fue redactor de discursos de Mariano Rajoy, aunque nunca aclaró si joyas como “Todo es mentira, menos alguna cosa” o “Es el alcalde el que eligen los vecinos…” salieron de su pluma. En fin, el personaje ya nos había conquistado con su honestidad epicúrea, con sus fotos de cielos madrileños, londinenses o romanos, y con esa rara autenticidad de pijo majo y culto sin postureo.
Peyró, casi joven de aspecto maduro, se convirtió en un vicio –que no tiene siempre por qué ser culpable– para quienes miramos desde fuera ese mundo de vitolas, cogollitos, tribunas del Bernabéu y fincas en Extremadura. Con él descubrimos que existían contemporáneos a las antípodas de nuestro pensamiento político y circunstancias personales que pensaban y escribían de fábula, que leían y bebían con gusto soberano, que nos ampliaba el espectro de lo disfrutable desde la otra orilla. No sé si el éxito transversal de Peyró se debe a que tiene todo aquello que está dispuesto a aceptar un lector progresista de un escritor conservador: talento, belleza y autohumor.
Ahora confiesa que pensó primero en narrar la vida exagerada de Xavier Cugat –quizá haya leído Confeti, la excelente novela de Jordi Puntí–, pero lo descartó debido a las sombras (estas sí demasiado oscuras) de la vida del catalán. Entonces, como para rizar el rizo de lo cañí, nos entrega una biografía razonada de Julio Iglesias, escrita desde la admiración verdadera, pero con la ceja (era inevitable) medio levantada.
Y lo hace tirando de contexto, de marco, de decorado. Si Orson Welles decía que para él el cine era su tren de juguete favorito, el Rosebud confeso de Peyró es el tiempo de la Transición. Se pirra por los años 70 y 80, ese paraíso perdido que no vivió o vivió poco. “Entre la realidad y el mito, siempre es recomendable quedarse con el mito”, escribe él mismo al desmontar –o no: ya sabemos que lo mejor para guardar un secreto en España es publicarlo en un libro– la leyenda de que un accidente de coche truncó la carrera de Iglesias como portero del Real Madrid y lo lanzó al estrellato musical.

'El español que enamoró al mundo'
Siendo todo el libro disfrutable, es en esta primera parte, en el trasfondo y forja del fenómeno Iglesias, en el despertar de España al contexto internacional, donde Peyró despliega su mejor literatura. Con una prosa que destila fascinación por el escenario y veneración por sus jugosos personajes, a saber: Julio Iglesias Puga, el famoso Papuchi, camisa vieja y ginecólogo de Carmen Polo (magníficas y divertidas también las notas al pie del libro), el dinámico Ramón Arcusa o Fraile, el cerebro a la sombra. Capítulos llenos de humo, desarrollismo, santos y marcas de coches. Brillantes y costumbristas como un colmado de barrio bueno.
Lo dijo la periodista Rosa Belmonte: “¿Quiénes somos nosotros para hablar de Iglesias? Julio no nos necesita”. Y la afirmación es tan falsa como verdadera. Con más de cuatro millones y medio de escuchas mensuales en Spotify el ascendente del cantante sigue vivo, sus temas siguen colándose en las listas de la actualidad, pero casi siempre como un guiño irónico, siempre después de la tercera copa, entre risas. No en vano ya hay toda una generación para los que el personaje es más la imitación de Alfonso Arús o Martes y Trece que el chico mágico que triunfó en Benidorm, Miami y Tegucigalpa. Así, todos los relatos míticos necesitan ser adaptados a los nuevos tiempos, a riesgo de olvidarse. Y el libro de Peyró es el adecuado para realizar este plan renove.
Entre las excusas para romper a escribir, el autor esgrime también el desdén semiótico que encuentra sobre la figura de Iglesias. Si Tangana o Rosalía han llenado páginas y páginas de sesudos análisis contemporáneos y postestructuralistas, los textos sobre el autor de Hey no suelen pasar de las páginas de sociedad. Y tiene razón. Pero luego, por fortuna para nosotros, su libro es otra cosa. No se esperen un acercamiento desde los estudios culturales o la melomanía recalcitrante.
La biografía es un libro altamente disfrutable para fans y odiadores, una visión dinámica de prosa especiada sobre un fenómeno planetario. Un relamerse más en la calidad de la pincelada que en la aparente fidelidad fotográfica del retratado. Por ejemplo, no incluye ni una sola entrevista, ni una cronología minuciosa, no hay grandes descubrimientos que vayan a cambiar la visión o el legado del protagonista. Aunque algunos sí: nuestro favorito saber que se licenció de la única asignatura de Derecho que le quedaba en el año 2000.
Lo que hay son las circunstancias personales y sociales de cincuenta años de Iglesias y España. Pasan cosas en la trama y pasan cosas en la prosa. Contiene tanta peripecia como una novela de Dickens, cambiando el pobre huerfanito por el chaval enfermizo que eclosiona en estrella. Ahí está la salvaje ambición internacionalista, la inteligencia mercadotécnica, el divorcio de Isabel Preysler, la amistad con Juan Carlos I. La conquista del mundo y la lenta caída en la tierna hamaca del reconocimiento.
Aunque desde la simpatía, el autor no omite las nubes que sin duda también se ciernen sobre el biografiado. Destacan los reparos a su conducta erótico-sentimental (seguramente hoy en día Iglesias estaría en terapia por adicción al sexo o en el banquillo de los acusados), los cuestionables emolumentos que recibió de políticos del PP en algunas operaciones o al trato nefasto con su personal más fiel. El viejo adaggio del patriota que enarbola orgulloso la bandera de su patria pero tributa en un paraíso fiscal en mitad del Pacífico.

Julio Iglesias durante un programa de televisión
Recoge Peyró que Iglesias declara que nunca va a cantar reguetón. Ni falta que le hace, haciendo memoria, algunas de sus letras –con él pasa como con tantos otros que son más autobiográficas las canciones que no ha escrito él mismo— pueden competir en machismo y amor tóxico que los mejores hits de Eladio Carrión o Maluma: “Lo mejor de tu vida me lo he llevado yo/tu experiencia primera/el despertar de tu carne”.
El libro nos ha gustado mucho. Tanto que nos hace dudar: ¿y si al despreciar los poderes musicales de Iglesias estuviéramos siendo unos catetos? Uno de los descubrimientos de la edad adulta es cuántos colegas que se las daban de admiradores de Adorno –santo patrón de los cascarrabias culturales– guardan en sus playlists las obras completas del madrileño. Cuando la música melódica era una plaga almibarada en las radiofórmulas, nos escondíamos en el rock, la samba o el indie.
¿Estaríamos equivocados? ¿Deberíamos salir nosotros del armario de fans de Julio? Así que elegimos una lista para empezar a escribir este artículo. Suena La mer. Nos gusta. Luego se suceden Hey, La vida sigue igual y unas versiones de tango clásico. Y por ahí ya no. La voz suena mal y poco. Los arreglos son caros y cursis y caducos. Tras unos segundos de ironía nos revuelven las tripas. No llegamos a la quinta. Los poderes del libro de Peyró son muchos y variados, pero entre ellos no está el del milagro de la conversión. Iglesias sigue siendo un cantante relamido y facilón. Y lo sabe.