Joaquín Sabina y la caída infinita (de nuestros mitos)
La publicación de El último vals, presumiblemente la última canción de la carrera oficial del cantautor de Úbeda, permite reflexionar sobre los prolongados ocasos y el desigual ritual crepuscular de algunos artistas
En la película Bailad, bailad, malditos de Sidney Pollack un grupo de parejas desesperadas de todo pelaje y condición se apuntan a un maratón de baile con la esperanza de ganar un premio de mil quinientos dólares y poner así remedio a su desesperada circunstancia económica. El film se sitúa en el año 1929, en plena Gran Depresión, y los concursantes deciden llevar al límite sus capacidades físicas y mentales hasta que desfallecen de cansancio mientras una multitud se divierte contemplando su sufrimiento durante días. La cinta se basó en la novela ¿Acaso no matan a los caballos? de Horace McCoy y obtuvo excelentes críticas, destacando las interpretaciones de Jane Fonda y Michael Sarrazin.
Algo parecido, salvando las distancias, nos sucede a los antiguos fans de Joaquín Sabina al observar la catastrófica deriva de sus últimos trabajos discográficos. “Escuchad, escuchad, malditos”, parecen decirnos. La reflexión viene a cuento a raíz de la publicación del último y tal vez postrero single: Un último vals. Una canción facilona, crepuscular –en un anochecer que parece no conocer el final— que reúne todos los tópicos del cantante de Úbeda puestos en su sitio y consigue –tal vez sea lo peor—dejarnos indiferentes.
Como en aquel concurso de dobles de Charlot que Charles Chaplin perdió, en sus últimos discos Sabina ha presentado una pobre versión de sí mismo, agarrándose como un imitador cualquiera a los tics de toda su carrera, a saber: el canallita seductor, el viejo verde adicto al paralelismo irónico, el bala perdida de hotel de cinco estrellas, el hiperbólico coleccionista de ripios. Es cierto que nunca sus discos han sido redondos, pero en ellos siempre había tres o cuatro canciones superlativas, que mejoraban acervo del cancionero español. Sin embargo, el antaño gran cantautor, lleva muchos años de morralla discográfica y pertinaz sequía de talento.
La cosa empezó a decaer con el famoso marichalazo –el ictus de 2001– y, a partir de entonces, la deriva hacia la nada ha sido continuada. En Dímelo en la calle (2002) todavía encontramos la maravilla de Peces de Ciudad –lo más cercano al Dylan escritor de canciones que va estar nunca– o La canción más hermosa del mundo, pero la vergüenza ajena aparece en temas como los sonrojantes Ya eyaculé o 69.G. En 2005 publica Alivio de luto y lo vende como el álbum que permite superar una grave depresión de la mano de alguno de algunos de sus amigos literatos, como Luis García Montero.
En general, el desastre es palmario, pero en algunos versos de Pájaros Portugal todavía encontramos algo parecido a la belleza. El resto es --o debería haber sido-- silencio. Con Vinagre y rosas (2009) empieza su colaboración con Leiva, exmiembro de Pereza, en lo musical y el poeta y novelista Benjamín Prado, pero hasta para vampirizar con éxito uno necesita sangre de calidad. Leiva y Prado le rinden pleitesía como a un gurú gagá y caprichoso, más que como a un compañero en igualdad de condiciones. Con La Orquesta del Titanic (2012) consigue arrastrar a Joan Manuel Serrat a otro fatídico hundimiento –con exitosa gira-- y de sus dos últimos discos Lo niego todo (2017) y Sintiéndolo mucho (2022) –donde Leiva sigue de ventrílocuo—lo mejor que se puede decir de ellos es que parecen el mismo disco homenaje a sí mismo. No cambia el personaje, no evoluciona, no se enfrenta sus demonios.
A Sabina –pensamos-- le debe pasar lo mismo que a Rafael Nadal, que no le gusta del todo su nueva vida de civil. O no le gusta tanto como su anterior vida de superhéroe. Dónde antes había adrenalina, arenas, pasión desatada, ahora hay problemas familiares, aburrimiento y vida fácil. Como esos señores y señoras que a los cuarenta empiezan a hacer deporte de forma olímpica todos los fines de semana. Lo explicaba bien la buena de Lionel Shriver en su última novela: El movimiento del cuerpo a través del espacio.
Le pasa a él pero también en otra medida a Manolo García o Quimi Portet. Un día se seca la magia. Se estira el chicle hasta la extenuación. ¿Qué hacemos entonces con el ocaso de nuestros cantantes seniors favoritos? ¿Cómo lidiamos con la certidumbre de que aquellos maestros antiguos y geniales se han convertido en compositores del montón o en intérpretes caricaturescos? ¿Somos respetuosos con los artistas en su ocaso? Hay fanáticos partidarios de hacerse un metafórico Queremos tanto a Glenda. En este cuento de Julio Cortázar un grupo cinéfilo de una famosa actriz decide confabularse para acabar con la vida de su idolatrada intérprete para que esta no siga estropeando su obra con papeles espeluznantes.
Luego están los partidarios de . No se metan con el mito que tantos buenos ratos nos ha dado. Seamos por una vez agradecidos. Por una vez aplaudamos el esfuerzo, aunque no se lo merezca. Igual que, en las comidas familiares escuchamos con amor la enésima versión –cada vez más reducida y recurrente– de la famosita batallita del abuelo. ¿No será peor la condescendencia que la ferocidad? ¿Qué queda de aquel cantautor indomable que huyó del franquismo para instalarse de okupa en Londres y escribir canciones como Calle melancolía? ¿Dónde fue el artista maduro capaz de hacer obras como De Purísima y Oro?
Si lo pensamos bien, ni tan siquiera queda la excusa de la edad. Otros han grabado alguna de sus mejores obras en etapas provectas, con un pie casi en el estribo. Pensemos en Cash. En Cohen. En Bowie. Todos han hecho de los finales de su carrera una obra de arte. Discos que miran el final a los ojos. El problema es que Sabina no puede o no se atreve a dar ese último paso, no cambia de personaje, es como si escribiera desde casa –con Google-- lo que antes hacía desde las profundidades de la noche.
En estos últimos tiempos hemos interiorizado tanto que debemos hacer el esfuerzo de separar a la obra del artista --si no lo hacemos corremos el riesgo de quedarnos sin buena parte del arte— que nos hemos olvidado de otros problemas consustanciales a una carrera dilatada. Tal vez haya que liberar a nuestros artistas más queridos de sus peores obras. Separar al cantante de sus malas canciones.
Lo dice él mismo en su última letra: mal asunto cuando una empieza a ser ya más famoso por las caídas del escenario que por las canciones… Queda el legado. Pruébenlo: mientras suena Quién me ha quitado el mes de abril o Princesa, por un instante, podemos dejarlo en el aire para siempre y evitarle esta nueva caída.