Moondog

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Músicas

Moondog, el vikingo de la Sexta Avenida

Desde la tierra de nadie entre el jazz de la era de las big bands, la tradición amerindia y la música barroca, Louis Thomas Hardin creó una extraña vanguardia que prefiguró el arte del minimalismo salido de los conservatorios

28 junio, 2023 19:00

Esta gran historia americana comienza con un terrible accidente. Algunos, tal vez para redondear el relato, dicen que ocurrió un 4 de octubre, mientras deambulaba por un pueblecito cualquiera de Kansas durante las fiestas del Día de la Independencia en Marysville. Lo que sí sabemos con certeza es que, a los 16 años, un muchacho de los Estados Unidos arcanos y polvorientos, de aquel País Llamado Medio Oeste al que cantó Dylan en With God on our side, vio en el suelo un objeto que no supo identificar y justo en el momento en que se agachó y lo cogió, antes de reparar en que se trataba de un cartucho de pólvora, éste le explotó en la cara. 

De este modo perdió la vista para siempre Louis Thomas Hardin (Marysville, 1916–Munster, 1999), fruto de una familia de estricta moral episcopaliana y primo lejano, por cierto, de John Wesley Hardin, el forajido de leyenda. Tras el accidente, que por lo demás coincidió casi exactamente con el momento en que sus padres decidieron separarse, el chaval sólo encontraba sosiego en la música, particularmente en aquella de naturaleza hipnótica y espiritual, sobre todo la de Bach y las percusiones que acompañaban los rituales de los apajos, que conocía bien porque una comunidad de este pueblo nativo americano quedaba cerca de su casa y su padre lo llevaba con frecuencia a sus celebraciones. El otro consuelo al que se aferró el adolescente Hardin eran los libros de mitología –la nórdica le cautivó hasta casi la obsesión–, los ensayos de filosofía y toda clase de literatura científica que su hermana le leía durante horas, incansablemente. 

Moondog

Moondog

Si nos ponemos estupendos, podemos emparentar a Hardin –al que pronto pasaremos a llamar Moondog, el alias con el que realizaría sus singulares hazañas– con alguno de esos personajes de la inagotable cultura de la Antigüedad –pongamos Tiresias o recordemos a Fineo, el rey de Tracia– que se vuelven ciegos pero son compensados por los dioses con el precioso don de anticiparse al futuro.

¿Cuál fue la profecía a la que accedió Moondog, qué cosas vio y en gran medida prefiguró? Si hacemos caso a compositores como Steve Reich y Philip Glass, a quienes cierta autoridad podemos concederles en esta materia, al igual que a Brian Eno, éste desde el flanco en teoría más próximo a lo popular, Moondog fue el precursor de una corriente tan ineludible e influyente en la música del siglo XX como el minimalismo, y de modo prácticamente correlativo también fue el padre del ambient, algo así como una rama electrónica de esa estética que sigue gozando hoy de gran predicamento.

“Sin Moondog –afirmó en una ocasión Glass, que durante una temporada compartió piso con él en Nueva York– habríamos tardado diez años más en empezar a explorar el minimalismo y el ambient. Fue él quien en los años 60 ejerció de máquina del tiempo que nos empujó hacia el futuro”.

The History of Moondog

The History of Moondog

La de Moondog es una música inclasificable pero absolutamente reconocible, única. Brota de la tierra de nadie entre el jazz tradicional y la música académica y porta en su corazón el sustrato indígena, telúrico, ancestral de Estados Unidos. Cada vez más interesado en formarse adecuadamente y asfixiado por la compasión con la que invariablemente era tratado en el entorno familiar por su ceguera sobrevenida, el joven emprendería un errático itinerario por escuelas especializadas en la enseñanza para invidentes en distintos estados, en las que comenzó a coquetear con la composición, aprendió canto y logró con inusual rapidez una notable destreza como multiinstrumentista, especialmente con el piano y la viola.

Se mudó luego a Memphis para estudiar en su conservatorio, pero acabó abandonándolo harto de las rígidas metodologías de la música clásica. Él era un outsider, espiritual y artísticamente. La música le hacía sentir como un oráculo, un intermediario entre las raíces más profundas de la Tierra y el Cosmos. Aspiraba a explorar con su música una clase de universos para los que la enseñanza reglada no tenía ninguna brújula que proporcionarle.

Moondog en Nueva York

Moondog en Nueva York

La combinación de su poso clásico y su formación cuasi autodidacta explica el carácter agreste y extraño de su vanguardismo, entre lo visionario, lo naíf y lo exacto. Por un lado, sus composiciones evidenciaban el amor de Moondog por la tradición, ya fuera ésta popular (el ragtime, el jazz clásico de la era de las big bands, la voluptuosidad de las marchas militares, los villancicos y las canciones anónimas del folclore) o de la escuela culta (con su predilección especial por Bach, por encima de todo, pero también por los madrigales y la polifonía de la música barroca en general).

Pero este imaginario era presentado a su vez desde una sensibilidad despojada y moderna (la síncopa, clave en la estética del jazz, lo era también en todo lo que él escribía) que subrayaba el prisma contemporáneo y audaz a través del cual operaban las fuentes tradicionales de su música. Tras constatar que su lugar en el mundo no sería la Academia, en 1943 Hardin se marchó a Nueva York, donde su música, pensaba él, sería comprendida con más amplitud de miras.

Lo primero que hizo, para recordarse a sí mismo que había comenzado una nueva vida, fue cambiarse el nombre. Eligió Moondog en homenaje a un perro de su infancia que se pasaba las noches ladrándole a la luna. Además, debido al singular atuendo del músico, que vestía siempre una larga túnica marrón, muchos lo comparaban con Jesucristo. Dado que a él le irritaba esa conexión con el cristianismo, aprovechó su imponente físico –medía dos metros, era ancho, corpulento, lucía una melena desaliñada y una barba que le llegaba al pecho, a lo que hay que añadir la venda con la que solía cubrir sus ojos y parte de su rostro– y agregó a su atuendo un casco con cuernos, una gran lanza y un revoltijo de mantas que caían desde sus hombros hasta los pies, en los que se embutía unas enormes botas de cuero, para conectar así con el imaginario del paganismo del norte de Europa. 

Moondog records

Moondog records

De modo que ahí tenemos a un tipo con pinta de eremita de la antigüedad o de huraño profeta bíblico, a un inopinado e intimidante vikingo, un ser que parecía arrojado desde una misteriosa grieta que conectaba con un tiempo primordial al remolino electrizante de las aceras de Nueva York.

El brutal contraste entre la estampa que componía Moondog y el paroxismo urbanita y trajeado que lo circundaba se acentuaba más aún con la cacharrería de la que se acompañaba el músico, que en su búsqueda de nuevas texturas y timbres inventaba sus propios instrumentos, arpas rectangulares, cítaras de siete cuerdas, teclados de cinco escalas, arcos de violín cilíndricos o bongos cuadrados con los que reproducía complejos e inusuales patrones rítmicos en su mayor parte tomados de la música amerindia, y que suenan hoy en algunos pasajes casi como ejercicios protoelectrónicos…

En el Nueva York de los años 40 y 50, aquel excéntrico Odín del asfalto llegó a convertirse en una atracción más de la Gran Manzana, una curiosidad fotografiable como el Empire State o el puente de Brooklyn, y no exagaremos, o no demasiado, pues de hecho el músico aparecía en esos años en muchas guías turísticas como un reclamo más para el visitante ávido de rozarse con la Gran Experiencia del Fragor Neoyorquino. 

Moondog con su casco vikingo

Moondog con su casco vikingo

Su obra, por supuesto, trasciende la vejatoria categoría de complemento anecdótico de un fenómeno de circo ambulante. Pocos, tal vez ninguno de esos curiosos que lo contemplaban como tal llegarían a saber nunca que ese hombre fue respetado y admirado por alguno de los más grandes músicos de su tiempo. No fue mendigo –leyenda que se asocia invariablemente a Moondog– pero sí callejero hasta el tuétano, al principio por necesidad, para darse a conocer, luego por convencimiento, pues se fundió con la ruidosa sinfonía de la ciudad hasta el punto de que en muchas de sus piezas aparece el rumor del tráfico, las bocinas de los coches, ráfagas de conversaciones capturadas al paso, vendedores pregonando su mercancía… 

El vikingo de la Sexta Avenida –así se le llegó a conocer y ese es el título de uno de los discos recopilatorios de referencia que existen sobre su música– eligió cuidadosamente la zona donde se apostaba para tocar, en torno a las calles 50, cerca de los clubes de jazz de la Sexta Avenida. Y funcionó, pues acabó trabando relación con gigantes como Charles Mingus, con el que compartió escenario en varias ocasiones, y se granjeó la admiración de otras figuras no menos importantes como Benny Goodman o Charlie Parker, cuya muerte en 1955 impidió que se convirtiera en realidad el álbum conjunto que habían imaginado en no pocas largas charlas de madrugada Moondog y él.

A este genio del jazz está dedicada Bird's Lament, una pieza bellísima que sirve de perfecta puerta de entrada al universo Moondog, una de esas composiciones que, pese a su duración de sólo dos minutos, es capaz de mantener su potencia evocadora para toda la vida.

Moondog records

Moondog records

Tras orbitar en torno al jazz en los años 50, la llegada de los 60 resultó propicia para Moondog, pese a que nunca dejaría de ser un músico de culto, una extravagancia que jamás llegaría a encajar en el entramado industrial de la música. Y aun así, para la nueva contracultura de esta década, entre los hippies y los beatniks, el bicho raro no resultaba tan raro y su música inconformista y anticonvencional, por una vez, iba en la misma dirección hacia la que soplaba el viento de la época.

El empujón se lo dio Janis Joplin, que grabó con su banda The Big Brother Company una versión de su All is loneliness, y poco a poco la reputación de Moondog subió como la espuma entre los connoisseurs que estaban en la onda y los propios artistas. Ravi Shankar lo invitó a tocar con él. Allen Ginsberg lo adoraba, no más que William Burroughs, quién también acogió la música de nuestro vikingo cósmico con entusiasmo. Frank Zappa sintetizó perfectamente el estatus ganado por Moondog: "Es el músico favorito de tu músico favorito de tu músico favorito de tu músico favorito".

Un disco de Moondog para el sello Deutsche Grammophon

Un disco de Moondog para el sello Deutsche Grammophon

Su personalísima música fue apreciada también en los círculos eruditos, por algunas de las grandes figuras que representaban el exclusivo medio académico que tanto había desagradado a Moondog en sus días de formación. Hay, al respecto, una anécdota insuperable. Alan Freed, un discjockey radiofónico especializado en rhythm & blues, comenzó a emplear piezas de Moondog en sus programas; hasta ahí todo bien, incluso halagador.

El problema es que pronto empezó a atribuirse no sólo la autoría de esa música, sino la propia identidad del artista. Moondog, arropado por su fiel grupo de seguidores, lo demandó, pero el proceso legal no le estaba resultando favorable: el juez desacreditaba por defecto todo lo que declaraba, cabe suponer que en la sospecha de que ese hombretón de aspecto descuidado no era más que un lunático más de los muchos que le daban exotismo a las aceras de Manhattan.

Y entonces pidieron participar en el juicio como testigos Leonard Bernstein, Artur Rodzinski, Arturo Todcanini e Igor Stravinski, quienes avalaron la "extraordinaria calidad" de la obra de Moondog. Stravinski, que se mostró particularmente indignado y vehemente, fue más allá incluso. "Señor juez", proclamó ante el tribunal, "está usted frente a uno de los músicos más influyentes del siglo XX, no creo que quiera ser la persona que privó de sus derechos a alguien así de importante".

Moondog records

Moondog records

Pese a su excentricidad, la cercanía de Moondog a figuras tan capitales tanto del jazz como de la música académica ayudó a que sellos potentes y de enorme prestigio como CBS, Prestige o Columbia sufragasen sus actuaciones y publicaran sus grabaciones. Durante una gira por Europa, el músico, que estaba un tanto fatigado de la vida en Nueva York, decidió dar un volantazo y quedarse a vivir en Alemania, en la ciudad de Frankfurt, donde continuó llevando su vida de inclinación vagabunda hasta que conoció, mientras hacía autoestop, a una estudiante de arqueología que a diferencia de los demás conductores paró su coche porque aquel tipo enorme con atuendo de vikingo no le infundió miedo ni rechazo.

Junto a esa mujer, Ilona Goebel, que lo acogió en su casa y acabaría poniendo orden en la errática carrera del artista, vivió y fue cuidado Moondog el resto de su vida, hasta su muerte en 1999, a los 83 años, debido a las complicaciones de la diabetes que padecía.

Moondog con Illona Goebel

Moondog con Illona Goebel

Gracias en gran medida a la determinación de esa mujer que comprendió hasta qué punto Moondog era un artista único con un talento especial, la obra del músico ha llegado hasta nosotros y no ha quedado reducida a dos o tres grabaciones casi meramente testimoniales. Eso, a pesar de que sólo hay registrada en disco una mínima parte del trabajo del compositor, que en sus últimos años, espoleado por el nuevo reconocimiento que había adquirido en Europa —Elvis Costello o el dúo de electrónica Mouse on Mars, desde el flanco llamémosle entre comillas popular y músicos del ámbito clásico como el director de orquesta Jean-Jacques Lemêtre o el pianista Dominique Ponty se sumaron a su coro de admiradores y pregoneros–, Moondog multiplicó su actividad. 

En esa última etapa completó algunas de sus piezas más atrevidas y desbordantes, desde Cosmos I and II, una serie de ocho cánones, cada una de las composiciones con 1.250 compases de largo, lo que implicaba la participación en su interpretación de un millar de músicos durante nueve horas, es decir, que se trata de una pieza que fuera de su cabeza nunca se ha escuchado aún; o The Creation, una partitura en la que estuvo trabajando dos décadas.

Moondog records

Moondog records

A estas se suman cientos de madrigales y casi el mismo número de sinfonías, amén de partituras para orquestas de viento y cuerda y multitud de piezas para órgano y piano… La obra de Moondog, en fin, es tan difícil de abarcar como esquiva a la catalogación. Una buena manera de comenzar a espigar su música sería recurrir a Moondog (1969), el primero de los álbumes que grabó para Columbia. Hay también estupendos recopilatorios, como The Viking of Sixth Avenue (2005, reeditado y remasterizado en 2017) o Voyager (2019). Curiosidades como A New Sound for an Old Instrument (1979), con el órgano como eje.

Y discos preciosos de su etapa alemana como la colección de canciones de H’art songs (1978) o Sax Pax for a Sax (1997), interpretado por el propio Moondog junto al Ensemble London Saxophonic. Lo cierto es que es difícil, en muchas de sus piezas, discernir dónde acaba la vanguardia indómita y dónde empieza la ternura más naíf, o al revés, tanto da. Y también esto, por descontado, forma parte del peculiar encanto de un artista que hizo de la libertad absoluta un principio innegociable.