Alfredo Marceneiro
Marceneiro, cantante de fado, fue poco conocido fuera de Portugal, pero para muchos sus canciones aportan un gran consuelo
24 mayo, 2021 00:00Durante muchos años pensé que el fado no era más que un quejido musical portugués de una tristeza infinita, algo muy propio de un pueblo melancólico y con baja autoestima capaz de inventar el vinho verde, que me había generado un molesto ardor de estómago las pocas veces que lo había probado. Durante mi infancia y adolescencia, aparecía constantemente en la televisión franquista la fadista Amália Rodrigues, quien, al parecer, era muy del agrado del Caudillo (la Collares era más fan del argentino Carlos Acuña, insufrible imitador de Gardel que también se pasaba la vida en los estudios de Prado del Rey) y que a mí se me antojaba tan pesada como María Dolores Pradera, que le encantaba a mi señor padre. Con el tiempo, les acabé viendo la gracia a las dos, pero cuando uno estaba por el rock & roll, aquellas dos señoras resultaban una lata, francamente. Para acabarlo de arreglar, la pobre Amália tenía fama de ser muy del régimen portugués (luego resultó que no lo era tanto, aunque se dejaba querer) y, por derivación, del español, lo cual no me la hacía particularmente simpática, aunque luego me he dado cuenta de que era una cantante espléndida.
En aquellos tiempos, nadie en España sabía quien era Alfredo Marceneiro (Lisboa, 1891-1982), que en realidad se apellidaba Rodrigues Duarte, pero había escogido como nombre artístico el de su oficio, carpintero. Creo que el general Salazar no lo apreciaba mucho y que él tampoco era muy dado a salir de su barrio, cuyos bares se sabía de memoria, y que era como esos cantaores buenísimos que no salen de Triana ni que los maten, lo cual suele incidir de manera desfavorable en su posible proyección internacional. Cuando lo descubrí --gracias a mi amigo Ignacio Vidal-Folch, con el que habíamos fundado la revista Cairo el mismo año de su muerte--, me di cuenta de que la tristeza y la melancolía que emanaban de la señora Rodrigues eran inofensivas, casi una broma, comparadas con las que era capaz de generar el bueno de Alfredo, genuino maestro de ese désespoir agréable del que hablaba Erik Satie.
Con un pitillo en la boca
Gracias a una novia portuguesa, Ignacio había entrado en contacto con el que en Portugal se conocía como O fabuloso Marceneiro y ya no se lo había podido quitar de encima. La siguiente víctima fui yo: me dejó un doble elepé del fadista y no se lo devolví jamás, aunque no lo conservo (se lo dejé a una querida amiga que murió de cáncer y a la que quiero creer que hizo compañía durante sus últimos días, pues la melancolía de Alfredo, lejos de resultar deprimente, que a ratos también, aportaba un indudable consuelo a las almas atribuladas). Pese a los años que han pasado, solo conozco a otra persona con la que recordar a Marceneiro, la cineasta Isabel Coixet, fascinada por esa bella pieza del difunto que es O amor e agua que corre y que intentó meter en Elisa y Marcela sin éxito a causa de la renuencia de Netflix a pagar los derechos de reproducción (gracias a la munificencia de HBO, O amor e agua que corre acabó encontrando su lugar en la miniserie Foodie love).
A mí, el tema de Marceneiro que me sedujo por completo fue O leilao (La subasta), tema en el que la voz quebrada, doliente y macerada en alcohol y tabaco del maestro de la tristeza alcanza unas cotas de emotividad insuperables. Es una canción larga que cuenta una historia muy triste, aunque con un punto entre cutre y sentimental de lo más especial. En ella se narra la historia de un antiguo cliente de una casa de lenocinio que acude a la subasta de los enseres de dicha casa tras su cierre y que es tan pobre que no le llega ni para comprar las chinelinhas (zapatillas) que solía llevar su meretriz favorita. Quien carezca de alma puede troncharse con esta trama, pero que sepa que contará con mi desprecio infinito y eterno: basta con escuchar el lamento del fabuloso Marceneiro para darse cuenta de que la cosa, pese a su apariencia doméstica, tiene el empaque de una tragedia griega.
En A casa da mariquinhas, nuestro Alfredo incidió de nuevo en las alegrías del amor de pago, aunque parece que era un hombre más de bares que de burdeles que, incluso en su vejez, recorría en taxi las tabernas de Lisboa para saciar la sed y, si se terciaba, marcarse un fado como lo había hecho siempre: con las manos en los bolsillos, el fular al cuello, el pitillo colgando de la comisura y una gorrilla de rufián clavada en su cabeza de tamaño considerable. Fuera de Portugal, nadie le hizo nunca mucho caso, pero intuyo que a él le daba igual. Tras haber tenido un par de hijos ilegítimos, se había encerrado en casa con su fiel Judite y quien quisiera oírle cantar ya sabía dónde encontrarlo.
Aunque no hay en su repertorio una sola canción alegre (el género lo prohíbe), uno capta cierta euforia discreta y disimulada en Domingo de agosto, que le anima un tanto tras escuchar por enésima vez O leilao y sentir cómo la voz de Marceneiro le taladra el alma. Cuando murió Carlos do Carmo, pensé que algún diario español se acordaría de él, pero no fue así. En España, O fabuloso Marceneiro sigue siendo un secreto compartido por unos pocos que recurrimos a él cuando nuestra melancolía no la sacia ni Nick Drake, que ya es decir. Encontrar discos suyos en nuestro país es una tarea prácticamente imposible, pero se le puede encontrar en YouTube, caso de que el querido lector comparta con quien esto firma el gusto por la tristeza musical que hace mucha y buena compañía.