Dylan, autorretrato crepuscular
El músico norteamericano deslumbra con un disco austero, confesional y lleno de referencias literarias donde defiende la tradición y reflexiona sobre la muerte
25 junio, 2020 00:20El rostro de una persona es como un universo. La cara de un genio tiene la forma de una galaxia. La fisonomía que caracteriza a ambos personajes –el hombre vulgar, el misterioso artista– condensa rasgos genéticos y una gestualidad cuyo origen puede perderse en la noche de los tiempos. Todos hemos sido antes otros. Al mismo tiempo, somos seres irrepetibles. Por eso buscar rastros biográficos en el arte, que es una forma de crítica bastante extendida, es una pérdida de tiempo: aunque una creación nazca de lo referencial, la alquimia del arte transformará la experiencia subjetiva en algo que ya no es lo que parece. Un cuerpo distinto. Un objeto con vida autónoma.
El último disco de Bob Dylan, Rough & Rowdy Ways, editado tras cumplir los 79 años, y después de haber recibido el Nobel de Literatura, discurre por este ambiguo sendero donde lo biográfico se difumina en un flujo de sonidos, acústicas y versos que evocan un mundo desaparecido. Es una obra inteligente, casi grandiosa. El músico norteamericano, consciente de que el tiempo mengua, nos entrega una colección de epitafios, despedidas (irónicas) y reflexiones burlescas sobre una vida que se acerca a la hora del crepúsculo no con tristeza o melancolía, sino con un hondo sentido de la dignidad humana y estoicismo, esa sabiduría tan ejemplar.
Dylan, por supuesto, no facilita pistas expresas sobre el sentido de sus canciones. Las mantiene en penumbra, como si fueran oraciones herméticas. La exégesis es cosa de los demás, libres para interpretar su significado y hacer lecturas que pueden ir desde lo autoficcional –se trata, junto a Blood On the Tracks, del disco más íntimo del poeta de Minesotta– hasta las parábolas o los retratos del Apocalipsis. Sea cual sea la elección de cada uno, no pueden soslayarse algunos hechos: Dylan ha aceptado la carga de la edad –ese tiempo que horada nuestro esqueleto– como una especie de Sísifo posmoderno. Y ha querido además –a posteriori del Nobel, por joder– elaborar un disco colmado de referencias literarias que, además de hacer a destiempo los honores a la concesión del galardón sueco, lo conectan con una tradición que supera lo estrictamente musical para erigirse en cultura transversal. El arte más popular –Indiana Jones– se mezcla en este disco con la alta creación –Beethoven o Chopin–, del mismo modo que la existencia de cualquier hombre corriente es la suma de hábitos prosaicos con algunos momentos estelares.
Dylan no admite abiertamente que las canciones de Rough & Rowdy Ways hablen sobre él –un autor se oculta detrás de sus personajes– pero ha elegido una primera persona (lírica, narrativa o elegíaca) para ofrecernos una sinfonía sobre sus postrimerías, casi a la manera de Dante. El disco, de hecho, tiene mucho de Divina Comedia: es la mirada en derredor de un artista que sabe que está en el otoño de su edad, después de un largo viaje por tiempos que, en línea recta, resumen la crónica de la cultura norteamericana desde los años treinta hasta nuestros días. La obra del músico norteamericano pertenece –como él mismo sugería en una reciente entrevista con The New York Times– a un mundo que ya no existe. Un universo concreto, que es el de la tradición de la cultura popular del siglo XX, donde el arte y el mercado podían cohabitar sin problemas y que, visto desde el paradigma contemporáneo de lo digital, adquiere una pátina onírica, surrealista y misteriosa, como las películas de David Lynch.
Todo en Rough & Rowdy Ways sugiere este marco de interpretación, cultivado con devoción por Mr. Zimmerman en su programa de radio –Theme Time Hour Radio– y en Modern Times, coda de su última reencarnación en forma de tretralogía tras unos años muy difíciles –lo cuenta en Crónicas, el libro de sus memorias– llenos de divagaciones, alcohol y un estancamiento creativo que empezó a remitir con la publicación de Oh, Mercy. Desde entonces, Dylan vive una nueva juventud que, paradójicamente, consiste en aceptar su edad y, en lugar de prolongar fórmulas de éxito, actualizar las maravillas de una tradición (olvidada) de la que su obra es un eslabón más. Este homenaje a sus raíces, que es también una mirada sobre el presente –la vejez no es más que una infancia alterada–, está sugerida desde la cubierta del álbum al título. La primera es una foto (desenfocada) de Ian Berry que muestra a un grupo de jóvenes (sin rostro) en un guateque alumbrado por la luz de una gramola, el spotify analógico de los años cincuenta.
De contraportada va una foto de John Fitzgerald Kennedy, en blanco y negro, que remite a una época detenida, superada por el curso de la historia, donde unas letras góticas, hechas con tipografías medievales, anuncian un crimen deleznable. El título del disco –Maneras ásperas y ruidosas– es un homenaje a Jimmy Rodgers, el gran músico de country & western que en 1929, el año del crack de la bolsa, grabó una canción con este mismo nombre en la que un hombre en la madurez añora los días duros y salvajes de su juventud, cuando los raíles y los trenes –metáforas del viaje que es la existencia– le tentaban con el recuerdo de los viejos tiempos. La voz narrativa de las canciones se sitúa en esta misma encrucijada. Y, desde este lugar, antes del ocaso definitivo, viaja a un pretérito que lo conducirá por el Purgatorio, el Cielo y el Infierno. Éstas son las estaciones de su viacrucis.
I Contain Multitudes. Es la primera canción del disco, cuyo título está tomado de un verso de Leave of Grass, el poemario de Walt Whitman donde, en un colección de versículos infinitos, se canta a los horizontes abiertos, la libertad y la esperanza que alumbró el nacimiento de Estados Unidos. Esta épica germinal, sin embargo, está ausente de la canción de Dylan, que suena como una continuación de sus cinco discos previos de standards del cancionero norteamericano. Su vocación es claramente confesional. Sobre un sobrio fondo de guitarra acústica y steel guitar, Dylan cuenta que en el interior de su mente habitan otras personalidades, contradictorias, que desmienten al mito de su personaje, y que lo retratan como un ser corriente, alguien que ve películas de Hollywood, conduce coches rápidos y come comida basura (como todos), pero que ahora desea refugiarse en Bally-na-Lee, un pueblo perdido del condado de Longford, en las tierras medias de Irlanda, al que Antoine Ó Raifteirí, un poeta gaélico considerado el último de los bardos errantes, dedicó la canción The Lass from Bally-na-Lee.
La voz del poema es una especie de Aníbal Lécter en retirada, a la espera del fin –“Hoy y mañana, y ayer también / Las flores están muriendo como hacen todas las cosas”–, que “canta las canciones de la experiencia, como William Blake”, que se compara con Poe –“tengo esqueletos en las paredes de las personas que conoces”– y se entretiene “pintando paisajes y desnudos” e interpretando “las sonatas de Beethoven, / y los preludios de Chopin”, aunque camina armado: “Vivo en un bulevar del crimen / Duermo con la vida y la muerte en la misma cama / llevo cuatro pistolas y dos grandes cuchillos / Soy un hombre de contradicciones, / soy un hombre de muchos estados de ánimo”.
False Prophet. Un blues pantanoso basado en un riff de guitarra prácticamente idéntico al de If Loving Believin, un tema grabado en 1954 por Billy The Kid Emerson para Sun Records, la compañía de Sam Philips en Memphis. La letra es burlesca y, al mismo tiempo, está llena de escepticismo. Dylan se abre por una vez al mundo y ¿qué es lo que recibe? Amargura y dudas que despiertan un fascinante cinismo, con el que se ríe de su propia figura pública: “No soy un falso profeta, sólo sé lo que sé / y voy donde los solitarios van”. La humildad, no obstante, es relativa. Dylan es consciente de la distancia que le separa de sus competidores –los pocos que quedan vivos– y de sus sucesores: “Soy el primero entre mis iguales, no soy el segundo de nadie / Soy el último de los mejores, puedes enterrar a los demás /enterrarlos desnudos con plata y oro /ponerlos seis pies bajo tierra y rezar por sus almas”. El músico norteamericano juega a encarnar en primera persona el mito de los viejos artistas ambulantes: “Busco el Santo Grial /canto canciones de amor, canto canciones de traición / no recuerdo cuando nací ni cuándo he muerto”. En pasado. ¿Está todavía vivo Dylan?
My Own Version of You. Una fábula basada en el mito de Frankstein, de Mary Shelley, con tono de vodevil. Una canción de terror donde se relata la decisión de un loco de dar vida artificial una criatura a partir de cadáveres obtenidos en mezquitas y en monasterios. El narrador del cuento estudia sánscrito y árabe y cree que podrá salvarse de la muerte creando un ser de la nada. “¿Puedes mirarme a la cara con tus ojos ciegos? /¿puedes cruzar tu corazón y esperar morir? / traeré a alguien a la vida, alguien de verdad /alguien que siente lo que yo siento / te veré tal vez el día del juicio /después de la medianoche, si aún me quieres conocer / estaré en Black Horse Tavern en la calle Armageddon / puedo ver la historia de toda la raza humana / Está todo ahí, está tallado en tu cara /¿debería romperlo todo? ¿debo caer de rodillas? / ¿hay luz al final del túnel?”. Ingredientes: Al Pacino, Freud, San Juan Apóstol, Hamlet y una autocita de su quinto disco –Trayéndolo todo de vuelta a casa–.
I’ve Made Up My Mind to Give Myself to You. Una canción de amor de inequívoca vocación lírica y buena factura melódica. El poeta se entrega a una mujer desconocida, en cuyas manos confía su vida. Interludio elegante y medido para una balada de estirpe clásica: “Si tuviera las alas de una paloma blanca como la nieve / predicaría el evangelio del amor / He recorrido un largo camino de desesperación / Se fue mucha gente que conocí”. Un homenaje por los que se han ido antes que nosotros.
Black Rider. Es un deslumbrante cuento de terror gótico, la música de un western oscuro y un poema angustioso sobre una muerte que se siente inminente. Dylan elige la figura de un jinete negro para describir la antesala del fin. La pieza tiene algo de soliloquio shakespeariano. El toque de laúd y la percusión seca dibujan el escenario: “Jinete negro / vestido todo de oscuro / el sendero por el que caminas es demasiado estrecho / El camino en el que estás / es la vieja carretera que conoces / pero ya no es la misma que hace un minuto / Jinete negro, jinete negro / lo has visto todo / el gran mundo, el mundo diminuto / Sientes en tu interior un fuego y te tragas la llama”. Parece el resumen de un cuento pavoroso de Poe o Lovecraft.
Goodbye Jimmy Reed. El segundo blues y otra de las cumbres del disco. Seis estrofas y un ritmo de doce compases para homenajear a uno de los maestros del blues eléctrico, epiléptico, un alcohólico que no recordaba las letras de sus canciones cuando salía al escenario, pero que hacía bailar a los muertos. Se cuenta aquí el regreso de Reed al mundo de los vivos, igual que un espectro. “Adiós, Jimmy Reed, Jimmy Reed, de hecho / dame tu vieja religión, es justo lo que necesito”. El blues, eje de la música norteamericana, funciona aquí como la fuente mística en la que Dylan ha bebido durante toda su carrera, pero especialmente en su etapa más reciente. Alusiones sexuales explícitas –siguiendo la tradición de los bluesmen del Delta de Mississippi– y una variante de la leyenda del cruce de caminos, donde Robert Johnson, padre mágico del género, vendió su alma al diablo.
Mother of Muses. Si Black Rider es una tragedia shakespeariana, Madre de las Musas es una ensoñación poética (a la manera de los vates clásicos del Renacimiento) que nos recuerda mucho al Sueño de una Noche de Verano, del dramaturgo inglés. El poeta se enamora de Calíope, musa de la poesía épica y la elocuencia, a la que le dice: “Conviérteme en invisible, como el viento / Tengo una mente que divaga, tengo una mente que deambula / Estoy viajando ligero y estoy tardando en llegar a casa”. Un canto a la armonía: montañas, el mar, lagos, ninfas en un bosque y un coro de mujeres que cantan salmos al honor, el destino y la gloria. Una miniatura bucólica donde aparecen solitarios héroes muertos cuyos nombres, esculpidos en las lápidas de sus tumbas, soportaron el dolor para que otras generaciones ganaran la libertad. Martin Luther King –asesinado en el Hotel Lorraine de Memphis–, Montgomery, Scott, Patton, Presley y figuras de la Norteamérica digna, antítesis del caso Floyd.
Crossing the Rubicon. El tercer blues y, probablemente, una de las mejores piezas del álbum. De alguna manera conecta con Early Roman Kings, una de las joyas de Tempest, el antecedente de Rough & Rowdy Ways. Dylan adapta una leyenda clásica –el cruce del río Rubicón por parte de Julio César en la Guerra de las Galias– como augurio de un cambio de estado anímico en dirección a un destino incierto que –no hay que ser muy listo para intuirlo– puede ser perfectamente el último vado del camino. “Crucé el Rubicón el día 14 del mes más peligroso del año / en el peor momento y por el peor sitio / abandoné toda esperanza y crucé el Rubicón”. El poeta penetra en el cauce de un río rojo situado a tres millas al Norte del Purgatorio, a un paso del Más Allá, donde reza a una cruz, besa a las chicas, y se despide: “¿Cuánto tiempo más puede durar esto? / ¿Cuánto tiempo puede continuar? / Puedo sentir los huesos bajo mi piel / están temblando de rabia./ Convertiré a tu mujer en viuda / nunca verás tu propia vejez”. La dicción de Dylan es como la de un forajido que siente en su interior el Espíritu Santo y contempla la luz que otorga la libertad.
Key West (Philosopher Pirate). Si el descenso a los infiernos es la angustiosa Black Rider, Cayo Oeste es la versión del Paraíso. La canción tiene un aire a Hemingway: un hombre desahuciado, al que persigue la muerte, ambiciona instalarse en un paraíso que espante el pánico, el mismo al que cantaron Ginsberg, Corso y Kerouac, los poetas beats: “Mckinley gritó, Mckinley chilló / el doctor dijo: "Mckinley, la muerte está en la pared / dime si tienes algo que confesar / Key West es el lugar para estar / si buscas la inmortalidad / mantente en el camino, sigue la señal de la autopista / Key West está bien y es justo / si te vuelves loco, lo encontrarás allí / Key West está en la línea del horizonte, la tierra de la luz”.
Murder Most Foul. Tras la luz bendecida de Key West llegan la oscuridad y las sombras de esta canción hipnótica que cuenta un magnicidio como una elegía épica. Casi diecisiete minutos –se trata la canción más extensa del cancionero de Dylan, generoso en la duración de sus temas– dedicado a una narración deslumbrante sobre el asesinato de Kennedy: “Era un oscuro día en Dallas, noviembre del 63, / un día que se recordará con vergüenza / El presidente Kennedy estaba envalentonado / Era un buen día para vivir y para morir / Lo llevaron al matadero como un chivo expiatorio / Él dijo, “Esperad un minuto, chicos” ¿Sabéis quién soy? / Por supuesto que lo sabemos. Sabemos quién es / Después le volaron la cabeza mientras aún estaba en el coche, / le abatieron como a un perro a plena luz del día / Te mataremos con odio; sin ningún respeto / Nos burlaremos de ti, te sorprenderemos, y lo haremos en tu propia cara”.
El réquiem de Dylan acontece sobre un fondo de piano (la marea de las olas del mar) y unas cuerdas lúgubres que componen modulan el dramatismo sobre el que tiene lugar la puesta en abismo de un suceso que supuso la pérdida definitiva de la inocencia para generaciones de estadounidenses: “El día que volaron los sesos del Rey / miles de personas miraban; nadie vio nada, / sucedió tan rápido, tan deprisa, por sorpresa / justo ahí, ante los ojos de todos,/ el mejor truco de magia jamás visto bajo el sol /perfectamente ejecutado, realizado con destreza”.
La letra evoca partir de aquí los signos de la América de los años sesenta, cuando (hasta ese día) muchos creían en el sueño americano. Dylan destroza el ideal en este poema-río lleno de correlatos objetivos, a la manera objetivista de T.S. Eliot: The Beatles, los vagabundos vestidos con harapos, la peregrinación a Woodstock, la era de Acuario, el infierno de Altamont, Elm Street, Miss Scarlet, la Reina del Ácido, Lady Macbeth y una larga lista de referencias que, por acumulación, hablan de una época en la que la muerte violenta se enseñoreó del mundo. “Mutilaron su cuerpo y le sacaron el cerebro / ¿Qué más podrían hacer? Amontonaron el dolor, pero su alma no está allí donde se suponía que debía estar / Durante los últimos cincuenta años la han estado buscando”.
Dylan habla de JFK. En apariencia. Sus canciones –es una marca de estilo– no son precisas, sino ambiguas, abiertas a interpretaciones y diferentes lecturas, desde las imaginarias a las proféticas. ¿Está hablando también Dylan de su muerte? La efigie de Mr Zimmerman sólo ha dicho al respecto: “Pienso en la muerte de la raza humana, en el largo y extraño trayecto del simio desnudo. La vida de todos es pasajera. Todos los seres humanos, sin importar su fuerza ni su poder, son frágiles cuando se trata de la muerte. Lo pienso en términos generales, no de manera personal”.