Jackson C. Frank: cosas que perdimos en el fuego
Emperador de la mala estrella, el músico norteamericano, con una carrera que incluye fundidos en negro y depresiones, compuso joyas del folk en los sesenta
4 julio, 2018 00:00¿Han visto Electroma? Es –por si acaso no– una película experimental, léase en este caso sin diálogos y con un tempo que ríase usted de La eternidad y un día, adscrita genéricamente a la tradición de la science-fiction existencial, que fue dirigida por el francés Guy-Manuel de Homem-Christo y escrita por éste junto a su cómplice artístico de toda la vida, Thomas Bangalter, en colaboración con Paul Hahn. Tuvo en 2006 cierto eco, modesto pero interesante, en el así llamado circuito festivalero donde pule, fija y da esplendor la cinefilia más enterada. También podríamos decir que es, llanamente y en la práctica, el videoclip más largo, triste y extraño del dúo de pop electrónico Daft Punk.
A la intachable y ecléctica banda sonora, que incluye piezas de Curtis Mayfield, Brian Eno, Haydn, Todd Rundgren o Chopin, cabe sumarle otro detalle de suma elegancia por parte de sus autores: ni rastro de su propia música. Y aun así, o incluso tal vez por ello mismo, la historia no puede ser más Daft Punk. La película, que no se molesta en ocultar sus fuentes (un poco de road movie canónica, bastante del Kubrick escenógrafo de 2001 y todo del Gus Van Sant de los cuerpos diluidos en la abstracción de Gerry), trata de dos robots que, en un mundo de robots plácido hasta la náusea, están empeñados a toda costa en ser humanos. Como puede sospecharse, tanta nostalgia de lo imposible rompe en una aventura trágica. Aunque de algún modo, en el fondo, lo consiguen: nada más universalmente humano, ¿o no?, que el anhelo secreto de ser, no tanto mejores, sino otros.
Está terminando la película (y la larga introducción, con spoiler definitivo incluido para terminar de mejorarla) y entonces irrumpe la poesía y la hipnosis: una figura envuelta en llamas en un desierto engullido por la noche cerrada, caminando lentamente, pero sin vacilar, hacia la oscuridad. O hacia la nada. La canción que sublima –más que acompaña– la escena, I want to be alone (o Dialogue, como también se conoce) es, sin exageración ni retórica, una de las más bellas y conmovedoras que este humilde comentarista recuerda haber escuchado jamás. Y así es como alguien pudo descubrir una madrugada cualquiera de hace años –qué sería la vida sin el azar y las películas prestadas por los amigos– al bueno, al pobre, al emperador de la mala estrella Jackson C. Frank. Porque profundizar en su existencia y en su exigua obra y sentir cómo se le rompe a uno un poco el corazón es todo uno.
Nacido en Búfalo (Nueva York) en 1943, Jackson C. Frank vio inaugurada la colección de accidentes y desdichas que fue su paso por este valle de lágrimas a la muy temprana edad de 11 años. En el colegio, durante una clase de música precisamente, reventó el sistema de calefacción del edificio, que estaba en una estancia contigua al aula: murieron quince de sus compañeros, entre ellos su amiga del alma, a la que llevaría siempre en el recuerdo, y a cuya memoria compuso, de hecho, una de sus canciones más desoladas y magnéticas, Marlene.
Él, por una vez, no se llevó la peor parte. Pero –se harán ya una idea– bien no salió, no sólo porque la traumática experiencia abriera el expediente de profundas y cíclicas depresiones que sufriría para siempre. Víctima de graves quemaduras, pasó meses en el hospital, y después muchos más en su casa. Fue durante la inacabable convalecencia, casi postrado en la cama, cuando aprendió a tocar la guitarra, guiado con mimo y complicidad en el dolor por el profesor que estaba en aquella fatal clase, superviviente él también. Después, la vida siguió.
Portada del disco que Jackson C. Frank grabó para la Columbia en 1965 / EMI
Ya recuperado de las heridas, siempre aferrado a su pasión por la música, probó lo que le tocaba probar a un adolescente de finales de los años 50: la guitarra eléctrica y el nervio del balbuciente e impetuoso rock 'n' roll. Pero tras coquetear con el nuevo paradigma en varios grupos, se acabó imponiendo con naturalidad su verdadera sensibilidad, más vieja y terrosa, fundada en el folk de arpegios cristalinos y esenciales de-toda-la-vida.
Con 21 años, cuando rumiaba qué clase de vida adulta quería llevar (llegó a matricularse en Periodismo), de nuevo un hecho relacionado con aquella tragedia escolar determinó su futuro: en compensación por las lesiones, los numerosos injertos y operaciones a los que tuvo que someterse, el seguro le concedió 100.000 dólares. Y ahí tenemos al bueno de Jackson, dichoso por fin, en su coche de lujo recién comprado, recorriendo junto a un amigo todo el estado de Nueva York de concierto en concierto, dándose a la buena vida y a punto de iniciar uno de esos viajes mind-changing que pueden permitirse los jóvenes rebeldes de las sociedades prósperas.
Se cuenta que a bordo del barco donde hizo la travesía a Londres, sin darse demasiada importancia compuso Blues run the game, a la postre una de sus canciones-emblema. Se cuenta también que él fue allí mayormente por lo de los aristocráticos coches de lujo, pero que una vez en la ciudad, entonces en pleno burbujeo del Swinging London, se fue introduciendo cada vez más decididamente en los círculos musicales.En aquella escena de bares apretujados y artistas y jóvenes soñando el mismo sueño conoció a muchos músicos, y los más importantes resultaron ser Simon & Garfunkel, sobre todo el primero. Paul Simon, él mismo una influencia palpable para Frank, quedó tan cautivado con las canciones de ese joven tímido y melancólico, con un poso más propio de bluesman añoso que de veintañero debutante, que se ofreció a grabarle inmediatamente un disco. Cosa que hicieron.
Era el verano de 1965. John Peel, el legendario productor y tótem de la BBC, lo invitó a grabar una pequeña sesión radiofónica. Compartió piso con Al Stewart (una nueva referencia válida para ubicar la música del americano). Fue noviete de Sandy Denny, toda una estrella folk del momento. Abrió conciertos para Nick Drake (otra pista, ésta fundamental, para saber por dónde van las canciones de Frank; otra es el primer Dylan, casi inevitablemente). Incluso actuó en programas de televisión. Y se pulió su fortuna, la que le quemaba en el bolsillo y la otra. Eh, no había estado mal, pero regresó a Estados Unidos y todo se torció.
Una de las escasas imágenes que hay de Jackson C. Frank
Grabó un segundo disco en Nueva York, pero el primero obtuvo casi únicamente la admiración de otros músicos que sí vieron lo extraordinario y auténtico que era lo que se traía Frank entre manos, y eso, lo sabe cualquiera con corbata que se gane con solvencia la vida haciendo cuentas en un despacho, dinero no da. Así que la discográfica rechazó su publicación. Estamos en 1968. De esta época sabemos que el hijo que había tenido con una modelo con la que se había casado, murió de fibrosis quística. Que el matrimonio no lo soportó y se derrumbó. Y fundido a negro durante casi tres décadas. Para nosotros, a efectos narrativos, y para él en todos los sentidos.
Dijeron unos que había muerto. Otros, que llevaba una gasolinera no sé dónde. Otros, que se había casado otra vez, en Suecia, y allí que se había ido. Rumores, rumores... La realidad, se supo ya entrada la década de los 90, era que algo en la mente del bueno, del pobre de Jackson se quebró del todo, no está claro si por una enfermedad mental, por una depresión pavorosa o por una combinación de ambas, y después de dejar que se deshicieran los vínculos con la familia y los amigos se vio a la deriva, viviendo en la calle, cada vez más gordo e irreconocible, asustando por las aceras con su cháchara incomprensible a la gente sana y temerosa de Dios.
Entra en escena ahora una figura crucial en los últimos años de Frank: Jim Abbott, un viejo admirador desde los 60 que, al cabo de una serie de casualidades largas de detallar, dio con él. Estaba en un estado penoso; parecía, contaría más tarde Abbott, el hombre elefante. Fue él quien le consiguió una plaza en una residencia psiquiátrica de Woodstock, quien luchó y porfió hasta que le concedieron una pequeña pensión, y quien logró que recibiese los derechos de autor de su obra, escasos pero suyos todos.
Con el soplo de buena ventura, Frank pareció recobrar cierto entusiasmo e incluso se animó a volver a subirse al escenario –él, que según contó Paul Simon durante la grabación de aquel primer disco se medio escondía detrás de una tarima porque le daba vergüenza que lo vieran cantar– y no pocas veces fue a tocar a barecillos cercanos a la residencia. Hasta llegó a grabar en 1995 una demo. Todo ello, pese a que unos años antes, estando en el parque tranquilamente, le pegaran un tiro en el ojo izquierdo y lo perdiera: es la clase de accidentes que pueden pasar en el país de la Sagrada Segunda Enmienda cuando dos niños se ponen a jugar con una pistola, y le pasó a él.
En 1999, con 56 años, murió a causa de una neumonía. La vida no lo trató bien, no. Y tampoco es posible ya volver a ver el final de esa película, Electroma, sin sentir un pequeño escalofrío ante esa figura envuelta en llamas ejerciendo de metáfora inesperada y oscura (y por ello, al comienzo, le robamos a Low el título de aquel maravilloso disco, Things we lost in the fire). Quedan las quince canciones de su primer y único disco, titulado, a secas, Jackson C. Frank, seis descartes de aquella época que se editaron en 2013 bajo el título Forest of Eden, y dos recopilaciones, Fixin' to die y The Complete Recordings, que reúnen esas mismas grabaciones junto con tomas alternativas y borradores inéditos. Y no hay más.