Música
Mirga Gražinytė-Tyla, talento y orquesta
La lituana, conductora de la Sinfónica de Birmingham y uno de los nuevos talentos de la dirección clásica, deslumbra con sus grabaciones para Deutsche-Gramophon
18 enero, 2022 00:00“Cuando estoy frente a una orquesta, desaparece la cuestión de ser mujer. Somos sólo seres humanos”. Es esta una de las sorprendentes y reconfortantes declaraciones de Mirga Gražinytė-Tyla (Vilna, 1986), uno de los talentos más sobresalientes que han surgido en los últimos años en el campo de la dirección orquestal. El tópico de que sólo los hombres son capaces de dirigir es por supuesto una estupidez, desmentida a lo largo del último siglo por los casos excepcionales de Nadia Boulanger, Marin Alsop o ahora esta admirable joven lituana.
Perteneciente a una familia de músicos, Mirga Gražinytė-Tyla se educó primero en Lituania en la dirección coral –algo que se nota en su estilo– para luego completar su formación en Alemania. Su carrera empezó a despegar al ser nombrada asistente de Gustavo Dudamel, a quien ya ha superado con creces, en la Filarmónica de Los Ángeles. En 2016 fue elegida directora titular de la Sinfónica de Birmingham, una formación, fundada por Neville Chamberlain, que ha sido habitualmente cantera de nuevos talentos, desde Sir Adrian Boult en la década de 1920 hasta Simon Rattle en la de 1980.
Además del repertorio británico, Gražinytė-Tyla ha grabado también dos sinfonías –la 2 y la 21– de Mieczysław Weinberg, un compositor polaco cuya obra está siendo reivindicada, muy justamente, en los últimos tiempos. Weinberg pertenece a esa generación de judíos polacos que vivieron toda su vida entre el infierno fascista y el hades comunista. Después de perder a toda su familia en la Shoah, Weinberg se instaló en Moscú, donde vivió los peores años del terror estalinista. Amigo y discípulo de Shostakovich, pudo desarrollar, en parte gracias a la protección de su mentor, una obra prolífica, llena de páginas extraordinarias, tanto en el género sinfónico como en el camerístico.
Asombra comprobar hasta qué punto Mirga Gražinytė-Tyla destaca en un lenguaje tan distinto al de la música británica, aunque Britten a veces no está lejos de Weinberg. La segunda sinfonía, para orquesta de cuerda –grabada en esta ocasión con la Kamerata Baltica– la compuso su autor en 1946, poco después de saber que toda su familia había sido exterminada por los nazis. La pieza es un réquiem, con un adagio en que las cuerdas alcanzan un clímax de resonancias mahlerianas. El trazo de Gražinytė-Tyla es seguro, muy bien modulado, nunca histriónico, capaz de dar cabida a todos los detalles de la partitura sin desbordarla. En el último movimiento, el Allegretto, los ecos de Shostakovich se hacen evidentes con un ritmo escanciado de forma exacta y precisa.
Pero lo verdaderamente magistral llega con la sinfonía 21, Kaddish, que Weinberg compuso al final de su vida, en 1991, en memoria de las víctimas del gueto de Varsovia, casi como una continuación de la segunda. La obra, que no se estrenó hasta el año 2014, se abre con un movimiento de veinte minutos en el que el violinista Gidon Kremer borda un soliloquio que parece estar discurriendo sobre toda la historia fúnebre que acababa de terminar con la caída del Muro de Berlín. La orquesta –de nuevo la de Birmingham– funge de coro sin palabras con un dramatismo espeluznante. La impresión desolada se va abriendo, sin embargo, a una extraña sensación de plenitud. La orquestación es muy rica tanto en las maderas como en la percusión, que acompañan el monólogo del violín con una complejidad sin tregua. Al final aparece incluso una melodía de piano bellísima y de pronto interrumpida, un eco de Chopin.
Siguen luego cuatro movimientos breves –Allegro molto, Largo, Presto, Andantino– que parecen evocar la vida perdida, con solos de saxo, chisporroteos de percusión, alegría, bullicio de gente en las calles, pizzicatos como pasos de baile. (Cómo se impone siempre la música a cualquier forma de nihilismo, qué triunfo se experimenta a pesar de toda la aniquilación). La sinfonía termina con otro movimiento largo que retoma el tono de réquiem del primero, con las cuerdas en ebullición y la percusión tocando a muertos hasta que de pronto se hace el silencio y en un páramo tan sólo barrido por un solo de madera se oye un desgarrador canto sin palabras para soprano.
Es la voz angelical de la propia Mirga Gražinytė-Tyla que, sin dejar la batuta, hace una demostración de su destreza vocal, fundiéndose con la orquesta. No se lo pierdan por nada del mundo. La sinfonía es tan buena como cualquiera de las últimas de Shostakovich. Y todavía es muy desconocida. Descubrirla de la mano de esta joven prodigiosa es un privilegio de nuestro tiempo. Lástima que, por culpa del maldito Brexit, Gražinytė-Tyla haya anunciado que este año deja la dirección de la Sinfónica de Birmingham para volver a Europa. Pero la seguiremos allá a donde vaya.