Música
Karen Dalton: la Billie Holiday del Village
Alma gemela de Tim Hardin y venerada por Dylan y Nick Cave, la artista protagonizó el ‘revival’ folk de los 60, una estrella malograda que dejó dos discos como escueto y bellísimo legado
14 mayo, 2023 19:00La escena ocurre en un piso destartalado de Nueva York a comienzos de los años 60: mientras toca la guitarra, Bob Dylan charla apasionadamente sobre las raíces del blues con una mujer, a la que, en un genuino rapto de admiración, proclama como la Woody Guthrie femenina. La mujer, que hasta entonces parecía concentrada hasta el ensimismamiento, no muestra señal alguna de haber considerado siquiera mínimamente la alabanza y de repente le enmienda con firmeza la plana a Dylan: “Oye, no; ese acorde no es como lo has tocado”. En aquel tiempo Dylan no era aún Dylan, o sea, la leyenda, el misterio inescrutable, el hombre cuya vida doméstica y prosaica no somos capaces siquiera de imaginar, sino un aspirante más –uno muy destacado ya entonces, eso sí– entre la inquieta y soñadora tropa de jóvenes amantes del folk estadounidense que se congregaron alrededor de los bares del barrio de Greenwich Village para intentar hacer realidad el sueño de convertirse en bardos clarividentes de su época.
Pero la anécdota brinda, en cualquier caso, un fugaz pero revelador vislumbre del complejo carácter –fue una mujer tan frágil, hipersensible y tierna como obcecada, inflexible y refractaria en ocasiones hasta casi la hostilidad a las alharacas de la fama y el reconocimiento público– que tantos problemas le causó a Karen Dalton, la mujer a la que le importó un rábano que Dylan la comparase con un mito, la gran sensación –mucho más que el propio Dylan al menos en los primeros tiempos– de aquella marea de trovadores urbanos que idealizaron y estilizaron en sus canciones el acervo rural de su país.
En parte debido a su exigua producción (dos discos de estudio únicamente), pero sobre todo por su personalidad huidiza y su decisión de retirarse por completo de un mundo del espectáculo que le resultaba ajeno, incomprensible y agresivo, la figura de Karen Dalton cayó durante décadas en el olvido, pese al tremendo respeto que siempre le han profesado los grandes artistas de aquel formidable revival folk de los 60 –todos sin excepción alabaron su genuino talento– y pese al silencioso pero permanente reguero de epifanías que ha ido causando su bellísima obra entre artistas posteriores, desde Nick Cave hasta Devendra Banhart, pasando por Lucinda Williams, Courtney Barnett o Karen Olsen. La definición más famosa de Dalton pertenece a Dylan, que la adoraba y la tenía por “la mejor, la más pura y descarnada”. "Cantaba como Billie Holiday y tocaba la guitarra como Jimmy Reed”, escribió en 2004 en el primer volumen de sus Crónicas.
Nacida en Bonham (Texas) en 1937 y criada en Enid (Oklahoma), Jean Karen Cariker, su nombre real, tomó el apellido Dalton de uno de los dos maridos que había tenido y de los que se había divorciado con sólo 21 años. Para entonces tenía ya dos hijos. Su vida, hasta ese momento, transcurrió en una comunidad baptista, cerrada y temerosa de Dios, marcada a fuego por las penurias de la Gran Depresión y en la que el pasatiempo predilecto de los suyos, más allá de las horas de duro trabajo manual, era imaginarse entre los campeones del Reino de los Cielos durante los sermones del domingo. Su madre, descendiente de nativos americanos y violinista aficionada, le inculcó el amor por la música tradicional, y con la guía de la amplia colección de discos de 78rpm que había en su casa Dalton aprendió a tocar el piano, la guitarra de doce cuerdas y el banjo. Llegó un momento en el que a la muchacha se le hizo allí la vida demasiado estrecha: aquel no era su ambiente.
El nuevo marco que eligió para su vida fue Nueva York. Y allí, en el efervescente Village de los primerísimos 60, parecía haber encontrado su lugar. Su música atravesada por la belleza y el sabor a tierra, su voz que parecía reverberar fuera del tiempo, trémula y doliente, profunda y espiritual, su fraseo al cantar –tan parecido ciertamente al de Billie Holiday–, la poderosa verdad que alcanzaba todo cuanto pasaba por su garganta, la manera en que se transfiguraba al cantar y corroboraba aquello que dice una de sus canciones, “a veces no reconozco la diferencia entre la oscuridad y la luz”, todo en ella subyugó a la escena folk neoyorquina. Era una de las grandes sensaciones, la favorita de Dylan, la venerada por Fred Neil, el alma gemela de Tim Hardin. Era, con su primordial poso blues, ya se inclinase hacia el jazz, la música de los Apalaches o –más tarde– hacia el soul, una especie de actualización viviente de las investigaciones de Alan Lomax.
Pero resultó que aquel tampoco era su ambiente. Nosotros podemos ahora conjeturar un choque interior: lo que para la mayoría era recreación, ejercicio de estilo, una moda, en algunos casos incluso esnobismo, para ella era experiencia, una parte natural e indistinguible de su vida. Otros han sugerido posteriormente unos posibles problemas de salud mental no advertidos. Ella, sea como fuere, en aquel momento mostró pronto un desinterés total por el negocio, por la canalización de su enorme talento más allá del momento de intensidad incomparable en que cantaba y tocaba, así como una creciente aversión por las actuaciones con público, y tampoco participaba del consenso más o menos general sobre lo que se entiende como triunfar. En una ocasión –esto, al igual que la anécdota que abre este texto, lo recuerda una de sus hijas, Abralyn, a la que llamó así por un personaje de Al este del Edén de John Steinbeck– llegó a decir que su escenario ideal sería su salón de estar, en un círculo de amigos, con una gran multitud reunida fuera de la casa, mirando hacia dentro desde lejos.
El alcohol, la marihuana y finalmente la heroína, sustancias con las que intentó en vano apaciguar el sufrimiento que siempre iba con ella, no hicieron más que arrastrarla a lugares aún más inhóspitos. De modo que, en un nuevo giro radical y dejándose llevar por su espíritu errabundo, abandonó Nueva York y se fue con su tercer marido, Richard Tucker, a las montañas de Colorado, donde junto a la hija que tuvieron en común construyeron ambos su hogar en una choza sin agua corriente en un semifantasmal poblado de antiguos buscadores de oro.
En esos años de vida ermitaña y permanente contacto con la naturaleza conoció lo más parecido a la felicidad que llegó a experimentar en su vida, dicen las amigas que hizo en la zona, que la recuerdan cabalgando durante horas, cantando para nadie a lomos de un caballo cuyas riendas apenas tocaba. Dicen quienes la conocieron que Karen Dalton vivió siempre angustiada por los remordimientos, ya fuera por el semiabandono de sus hijos en su primera niñez (luego recuperó el contacto) o por desperdiciar su enorme talento, como sus amigos le reprochaban una y otra vez. A ese empeño colectivo se debe la existencia de su primer disco, It’s so hard to tell who’s going to love you the best (1969), grabado durante un efímero regreso a Nueva York, en una sola sesión nocturna.
El segundo, In my own time (1971), se debe a la capacidad de persuasión del promotor y representante Michael Lang, uno de los creadores del legendario festival de Woodstock, que puso a disposición de la artista los mejores músicos de estudio y a Harvey Brooks, bajista de Bob Dylan y del Miles Davis eléctrico entre otros, a los mandos de la producción. En el disco, como acostumbraba, pese a que se supo después que escondía cientos de hermosos poemas propios, Dalton canta mayormente versiones de clásicos tradicionales del folk (Katie cruel), éxitos de soul de la época (When a man loves a woman o How sweet it is) y algunas, contadas, composiciones escritas por amigos para ella, como esa arrebatadora Something on your mind que abre el álbum y que hizo llorar a Nick Cave la primera vez que la escuchó –según ha contado él mismo– por su perfección.
Esta vez sí, esta vez parecía que Karen Dalton lo tenía todo para conquistar a ese gran público que para entonces prácticamente no la conocía pese al revuelo que había causado entre los grandes artistas que sí gozaban ya de reconocimiento y gloria. Michael Lang la envió de gira a Europa junto a Santana, que tras su paso por Woodstock estaba inaugurando su estatus estelar y masivo, pero todo se torció en cuanto pudo torcerse. Volvió el pánico a mostrarse en público. Redobló el consumo de estupefacientes. En algunos conciertos ni siquiera fue capaz de salir del camerino. Los promotores, su sello discográfico, incluso un valedor tan influyente y creyente en ella como Lang, no pocos amigos incluso tiraron la toalla. La industria (o sus alrededores) la dieron por imposible, y ella nunca volvió a actuar.
Aparte de esos dos discos, existen algunas grabaciones –la mayoría de escasa calidad– en directo, de la primerísima época neoyorquina en la que tocaba y cantaba en locales como el Café Wha?, donde conoció a Dylan, o The Attic. En los últimos tiempos hay algunas señales de tímido resurgimiento de su figura: en 2018, la directora francesa Emmanuelle Antille estrenó A bright light: Karen and the process, disponible en Filmin. Más sustancioso que este poético y voluntarioso pero desvaído documental es el más reciente Karen Dalton: In my own time (2020), de Robert Yapkowitz y Richard Peete y con Wim Wenders entre sus productores. Existe también un disco homenaje a la artista, Remembering mountains: Unheard songs, en el que la antes citada Lucinda Williams, Isobel Campbell, Josephine Foster, Laurel Halo y Tara Jane O’Neil, entre otras, interpretan algunos de los poemas inéditos de Dalton que ella jamás llegó a cantar y que ocultó a todos como un tesoro privado.
Tras su retirada/expulsión del mundo de la música, Dalton dio tumbos de un lado a otro, atrapada en una espiral cada vez más lacerante de pobreza. Cuando encontró techo, fue gracias a algún amigo que se encargó también de procurarle alimentos y otras atenciones básicas. Murió en 1993, no mucho antes de alcanzar los 56 años, debido a complicaciones del sida que había contraído. Algunos de los amigos que nunca la abandonaron cuentan que ella lamentaba con amargura que nadie quisiera acercarse a ella debido al estigma de la enfermedad. Una cosa es no querer participar del Gran Teatro Humano y otra, muy distinta, es que el mundo se olvide por completo de ti. Afortunadamente, quedan sus discos, que suponemos que a ella no le merecieron la pena que pasó, pero sí, absolutamente sí nuestro tiempo y nuestro reconocimiento: ahí había una cantante excepcional que las vicisitudes de su vida nos escatimó.