'Homenot' Pablo Milanés / FARRUQO

'Homenot' Pablo Milanés / FARRUQO

Música

Pablo Milanés, las cosas del corazón

El cantautor cubano, pilar del movimiento cultural de la 'Nueva Trova' y exiliado en Madrid por su posición crítica con el castrismo, simbolizó las utopías sentimentales de su generación

22 noviembre, 2022 21:45

Hoy, la memoria se desborda sobre Yolanda Bennet, la musa que nunca se sintió atrapada en una canción. La cienfueguera nacida en la Perla del Sur, convertida en parte de la cinematografía cubana below the line –fue asistenta de dirección– con la orquestación de Pablo Milanés, en inolvidables cintas en blanco y negro. Ella fue también producto de una mezcla única entre el origen francés y el afroamericano caribeño, amante del falso Trocadero, soñado cuando La Habana quiso ser el París de ultramar. La mujer espindarga, la prieta que mira al Malecón, desde la terraza del Hotel Deauville, donde se mezclan la sombra y el sol. Una de estas damas elásticas, de noche visionaria, que un día huyen en un barco y no vuelves a verla. Una madre maravillosa que decidió marcharse a España, con sus tres hijas para vivir en ellas, dejando atrás el Vedado, el humo y las canciones: “Romántica sin reparar en formas tales”. La heroína de un himno al amor, que ha cantado medio mundo, inventariado en la alacena de los trovadores por Pablo Milanés, el músico cubano caído al fin en la madrugada de este martes de noviembre, tras una dura enfermedad.

¿Quién se acuerda ahora de Camilo o del Che? ¿De la aventura del Granma o del desembarco en Bahía Cochinos? Él se lleva los hechos a la intemporal estratosfera. Cabreado con un régimen político que ha desfigurado al Caimán del Caribe, Pablo Milanés no olvidó y por eso su memoria se hizo canción. Nació para el arte cuando a Fidel los estudiantes le llamaban le llamaban Caballo y abrió los ojos en la Isla de Pinos, la Demajagua, donde los jóvenes podían pacer su pasión sobre bellos páramos verdes junto al mar, pero convertida muy pronto es islote vergonzante, sede de la cárcel castrista en la que la dictadura feroz amansa a disidentes, homosexuales y poetas mayúsculos. Lo que empezó en amor libre acabó en disrupción de lo nuevo que se había quedado en viejísimo y represivo.

Pablo Milanés

La Benet conoció a Milanés cuando el cantante formaba parte de Los Bucaneros. Pablo y su musa se casaron en un bufete de la Habana Vieja –Tú me desnudas con siete razones..– y se separaron a los seis años, después de muchos parques, teatros y comedores familiares. Suylén Milanés, hija del cantautor, fallecida también este mismo año, recordó en un artículo memorable que, en el Vedado, sus padres, Pablo y Yolanda, tenían una ventana desde la se hablaban a través de la luz mientras uno de los dos andaba por la calle dibujando frases en el vacío. Suylén recuerda que en la familia, “allí contabamos las horas”. 

Bullía la generación iluminada, que acabó temporalmente con el son cubano de Benny Moré, por lo menos hasta el renacimiento de género minimalista del mismo compás, al trote de Compay Segundo. Un tiempo antes, el régimen trató de reforzar el viejo estilo del cabaré; relanzó el Tropicana, el de Tres tristes tigres, la novela de Cabrera Infante, sin apenas moverlo estéticamente respecto a la etapa dorada de Fulgencio Batista y los inversores de la camorra.

Milanés conoció a su colega Silvio Rodríguez, su alma gemela sobre las tablas, cuando los presentó Omara Portuondo; se entrelazaban, como el día que Pablo cantó “yo no te pido que me bajes una estrella azul....” y la gente decía que bonita es esta canción de Silvio. Era de Pablo, pero que más da, si los dos consolidaron su música junto a Noel Nicola o Belinda Romeu, hasta formar un frente en el que se enrolaron otros intérpretes latinoamericanos, como  Daniel Viglietti, Mercedes Sosa, Víctor Jara o Violeta Parra. Ambos interpretaron a dúo temas irrepetibles, como El breve espacio en que no estás, y llegaron a elaborar un álbum conjunto, titulado "Cuba Nueva Trova".

Desde aquel “todavía quedan restos de humedad...” ha pasado el tiempo pero la instancia musical y poética sigue juntándolos de manera automática. Tas conocer la muerte de Pablo, nos preguntábamos sobre el silencio de Silvio. Pero un podcast de este último rompió el mal fario: "Te conocí rasgando / el pecho de la muerte un día. / Tú no sabías nada / y eras tú quien la llevaba/de la mano". La compuso Silvio en 1969, se la dedicó a Pablo y ayer la reprodujo sin añadidos. Cosas del sincrético Silvio que ha conquistado tantos corazones y que ha conmovido trémulo a los curiosos que se preguntan todavía hoy por qué el “escaramujo vive entre la rosa y el mar”. En el mismo poema dedicado hay estrofas de amistad que desmoronan: "sin reparar en tu ventaja: / que eres tú quien la lleva ,/ quien la doma y la amortaja, / caminando". Si ya no se querían, sí se quisieron.

Los dos artistas que recorrieron el mundo en los setenta, acabaron manifestando por separado su distanciamiento personal y político. Silvio es intrincado, brillante, a menudo metafísico, pero sordo ante el dolor que inflige el Estado castrista; Pablo ha sido contestatario, antiautoritario y consecuente, aunque dócil ante las vanguardias. Silvio es hijo del barroco de Lezama Lima; Pablo desciende del toque manierista introducido por Alejo Carpentier en los cimientos del realismo mágico.

Son dos Cubas que se contemplan y se aman, pero al mismo tiempo, se repelen como escribió Cabrera Infante, antes de su exilio, en la revista Lunes de revolución, siguiendo la estela de Carta abierta a Pablo Neruda (1966) firmada por reconocidos intelectuales cubanos, a los que el Premio Nobel calificó de “erigidos en profesores de las revoluciones”, según recordaba corajudo y molesto el poeta chileno en su libro de memorias Confieso que he vivido. Haciéndose eco de las notas de Cabrera se puede ver como la poesía, la música o la danza cubanas fueron cortadas en dos por el filo del 59, el año en que los barbudos entraron la capital para desatar la alegría del mañana y la egregia depresión del futuro.

Dos décadas después de la revolución, los miembros de la llamada Nueva Trova iban y venían, casi a diario, del instituto musical de la Habana a los estudios Egrem para afinar sus logros. Todo desembocó en Casa de las Américas, donde Milanés puso música la obra poética de José Martí. El horno incandescente de su producción ofrecía menús variados en el género y el ritmo, rescatando a viejas glorias olvidadas como Lorenzo Hierrezuelo o Luis Peña. Evitó al conjunto alegremente rancio de Los Tradicionales, quizá por su uniforme verde olivo y su entreguismo a una causa ya inexistente; La Habana nocturna rezaba entonces por el regreso de Celia Cruz, en su etapa de Florida, o de Bola de Nieve, arrumbado ya el bolero picante que disgustaba y disfrutaba el Politburó de la isla.

El mundo político se quiso comer a Milanés incorporando su repertorio a la música popular oficial. Fue el momento de la llamada canción prerrevolucionaria, pero él no se dejó llevar por un camino que exigía aceptar sin rechistar. Aquello consolidó la desafección del músico. A partir de aquel momento, el recorrido gradual de Milanés se emparentó con el jazz lento de Chucho Valdés, que desembocó en la publicación del álbum Standards de Jazz. En los últimos años, el cantante ha vivido habitualmente lejos de Cuba, especialmente en Madrid, donde ha permanecido tratando infructuosamente de superar su enfermedad.  

Los comienzos espectaculares de Pablo tienen fácil acceso. Fueron momentos de plenitud en ambas riberas del Atlántico; aquí, con esperanza ya casi desfallecida y, allí, mirando al mar de nuestra desventura, a pocos metros del Maine hundido por la armada norteamericana. El adiós definitivo al demérito y del esfuerzo inconmensurable de España en las Indias occidentales, donde cada nuevo impulso nos devuelve a la América precolombina y cristiana, unidas sin solución de continuidad. 

La última actuación de Milanés fue en junio pasado, prevista en la emblemática Sala Avellaneda con sabor a despedida. La policía política cubana trató de atemorizar sin conseguirlo un homenaje que se preveía el final. Sonó por última vez el directo de Yolanda, la canción con más de cien versiones reconocidas, sin contar los bares, las calles, los metros o los aviones. El auditorio, envejecido pero fiel, no pudo sacarse de la memoria el dueto de hace mucho entre Pablo y Silvio, que para muchos es la canción canónica de la música popular. El testamento espiritual lo vale, poque las cosas del corazón acaban siendo eternas; pero el tesoro musical es uno de esos amores fatales en frío que se miden a través de la alevosía llamada meritocracia.