Música
Historia cultural del bolero
El género maestro del lamento musical en español, cultivado en La Habana y en México, ha dejado una antología musical y lírica que estudian libros como 'El vicio de quererte', de José Javier León
25 octubre, 2022 19:15Después del hachazo, la música corta-pulsos se acerca a la quietud: es el alma del bolero. El Caribe, autentico melting pot de la cultura latina, es el cráter de una música de cantina abundada en mil serenatas a lo largo de un siglo, en las calles de La Habana, y también de Ciudad de México, Tegucigalpa, San Salvador, Managua, La Paz, Quito, Sucre, Bogotá, Buenos Aires o Santiago. Los cabarets cubanos convirtieron en leyendas a cantantes como Beny Moré, Bruno Terrazas, Bola de Nieve o Celia Cruz con la sonora matancera. América, la tierra que “tiembla de huracanes y vive de Amor” (Rubén Darío) reconoció el bolero, mezcla de danzón y habanera, como propio, antes de que esta música cruzara el Atlántico. En el medio siglo XX, fue Antonio Machín quien unió ambas riberas del mismo mar con piezas inolvidables, como Angelitos Negros, Dos Gardenias, Corazón Loco y Envidia.
Hay boleros sublimes, como Vete de mí de los argentinos Virgilio y Homero Expósito. Los hay con infinito gancho, como No te importe saber, de René Touzet; y existe un México bolerístico que es pura hipérbole, como las piezas de María Grever, Consuelo Velázquez y Gonzalo Curiel. El bolero entra por osmosis a través de la piel, recorre el cuerpo y se aloja en el corazón. Perfidia es el punto de partida, la pieza fundacional. El yo enamorado y despechado es un náufrago sentimental que vaga sin rumbo por las calles de la ciudad; un peregrino que recurre a la metafísica para mitigar el dolor abandono: si puedes tú con Dios hablar/ pregúntale si yo alguna vez/ te he dejado de adorar. Su recorrido resulta comparable a No nunca, no, un homenaje involuntario pero certero de la música popular al soneto de Quevedo, dedicado a Lisi, bajo el dintel de un “amor más fuerte que la muerte”, con aquel final desventurado: polvo serás más polvo enamorado.
Cuando se trata de boleros, la reflexión abandona la biblioteca para mecer sus recuerdos en la vida. La versión más clásica de Perfidia se adapta perfectamente a la tocada y bailada en el Rick’s Café de la mítica película Casablanca. En su mejor momento, el bolero como género influyó en la Bossa Nova de Brasil, donde la cadencia del lugar se mezcla con la versatilidad de la lengua española, acoplada a la invención silábica de Ipanema. También entró en Norteamérica, gracias a interpretes como Nat King Cole, una celebración del acento gringo de dulces eres ronroneadas. Nat explosionó con Ansiedad (....de tenerte en mis brazos/ musitando palabras de amor), cima de la voz adamascada junto a la sensualidad de unas letras que el cantante nunca entendió.
En el otro extremo de la sensibilidad anglosajona, las traducciones implacables del género trastornaron al público en Las Vegas, gracias a Bing Crosby o Frank Sinatra, quienes repicaron el Quizás, quizás, quizás con un azucarado Perhaps, perhaps, perhaps. Los crooners del musical, desde Andrea Boticelli y Elvis Presley hasta Roberto Carlos, lanzaron más de 400 canciones traducidas de Armando Manzanero. Fueron los momentos de piezas hoy reconocidas por todos: Contigo Aprendí, No sé tú, Por Debajo de la Mesa, Esta Tarde vi Llover, Somos Novios, Felicidad o Nada Personal. Puede que la traducción al inglés rompiera el hechizo, pero reconozcamos que ampliaba el espectro, aunque fuera a costa de llenar los bolsillos de las discográficas.
El bolero restituye una religión herética, clausura la moralina: “hay un bolero para cada pecado de amor; y cada vicio persigue su bolero”, escribe José Javier León, autor de Bolero, el vicio de quererte (Fundación Lara), un despliegue panorámico e irrefutable del género. La trayectoria de esta música íntima y al mismo tiempo compartida por todos se convirtió en avalancha al entrar en ella la literatura. La canción romántica por antonomasia ha encajado en los argumentos y los títulos de Ángeles Mastreta, Leonardo Padura, Cabrera Infante, Roberto Bolaño, José Donoso o Mario Vargas Llosa.
Además, las grandes compositoras bolerísticas, Isolina Carrillo (Dos gardenias), María Alma (Compréndeme) o Marta Valdés (Tengo) aparecieron en el momento álgido del modernismo poético y, desde entonces, comparten la armonía y la métrica de compositoras-autoras, como Alfonsina Storni, Gabriela Mistral, Delmira Agustini, o Julia de Burgos. El contacto y la amistad entre las mujeres de ambos grupos mostró que bailar y escribir son preámbulos, el uno del otro. Si nadie baila el bolero que suena, la función no se consuma. Ficción y autobiografía se funden en la poesía y el bolero; y Pablo Neruda es un ejemplo de esta fusión en su obra de juventud Veinte poemas de amor y una canción desesperada, que leído en voz alta ofrece un feeling bolerístico, según la versión de Jorge Edwards,, recogida en Dos metonimias de Neruda y Parra, el bolero y la Cueca (Revista Chilena de Literatura; 2011).
Neruda estableció una relación cercana y potente con las formas de amar; su canción desesperada se convirtió en un himno a la imposibilidad del olvido. La dramatización de los sentimientos del sujeto lírico exige que sus piezas sean escuchadas para conectar al poeta con el lector en el papel de chamán-rapsoda; y en esta transferencia, la armonía de fondo es un bolero en el que el ritmo prosódico lento de los versos recuerda la pausa melódica del compás 4/4. A lo largo del poemario, vamos desde la contemplación del comienzo –“Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos / te pareces al mundo en su actitud de entrega”– a la acción –“mi cuerpo de labriego te socava”– y finalmente a la inmovilidad –“fui solo un túnel”– que remata el recorrido con la cadencia del bolero.
En la antítesis del relato nerudiano se sitúa el también chileno Nicanor Parra, el antipoeta elogiado por Harold Bloom. Parra emparenta el bolero con la folclórica cueca y conecta a los dos estilos con un ritornello popular que a su vez encaja con un canto del pueblo. La metonimia de Parra se salta el énfasis amoroso de Neruda; se hace territorial y natal para adentrase en la cordillera andina de la zona central, el Chile profundo.
Aunque el bolero ha acompañado siempre al mundo de las letras, su dimensión humanística es más reciente; corresponde por pura vocación a logros minoritarios como el de José María Micó, especialista en Góngora y traductor de Dante, Petrarca, Ariosto, Ramon Llull y Ausiàs March, autor de los poemarios, Memorias del aire y Sombras cotidianas, convertidos en discos de boleros, tangos, sones, blues, canciones de cuna o baladas, interpretados por el dúo Marta y Micó. El fulgor minimalista de ambos intérpretes pone al descubierto la música de autor, basada en los géneros populares. La voz de Marta Boldú junto a la guitarra y composición de Micó prenden hoy en miles de corazones entregados, entre los que encuentra Sabina quién les dedica estas bellas palabras: “Marta y Micó, sombreros para mi alma de poeta”.
Iris Zabaleta, en su El bolero. Historia de un amor, aportó un ensayo-ficción destinado a defender “las mil vidas del bolero como si fueran una sola”. Autora de más de treinta obras de crítica literaria, poesía y novela, Zabaleta defiende el bolero como una forma de libertad “que me impulsa a vivir mis vidas”. Por su trabajo de investigación como docente mantuvo un contacto sincero con bohemios, libertinos e iluminados. De sus cuitas en este submundo, concluye con estilo que “algo muy bueno se me habrá pegado de sus arrebatos”. La autora desgrana el cruce con otros sones, que han derivado en subgéneros, como el bolero rítmico, el bolero-son, bolero-chacha, bolero-mambo, el bolero-ranchero o el moruno, con influencias gitanas, hasta dar con el bolero salsa y hasta con la bachata.
La música del lamento amoroso tiene también su lado cómico. Los más heroicos de la pasión no correspondida, como el Trío Matamoros o los antiguos Panchos, reirían a carcajada limpia al acercarse al Bolero de Mastropiero de Les Luthiers –tu boca (tu boca), tu bella boca (tu bella boca) me habla de Dios (le habla de Dios), me habla del cielo (le habla del cielo), me habla (le habla), etc..–, o a la canción Perdónala, te amo, te amo.....te aprecio, te estimo bastante. Nada menos que en Ciudad de México han funcionado los experimentos digitales de Damiel Zepeda y en su momento impactó en España y Latinoamérica el tango abolerado de Volver interpretado por Penélope Cruz, en la película homónima de Pedro Almodóvar. Las combinaciones son interminables, pero especialmente en el caso del flamenco, podemos resumir que “aflamencar o abolerar son actitudes deliberadas”, en palabras de José Javier León.
Sea cual sea la digresión, es necesario afirmar que el bolero es de origen urbano, aunque goce de buena salud en las zonas rurales; el género refulge todavía hoy entre cambistas-coyotes y maniseros rondando mercados, como cantó Antonio Machín cuando irrumpió, en el medio siglo, con la venta de un millón de copias en su primer single. Machín comenzó su carrera musical en el Casino Nacional de La Habana; se paseó por escenarios y garitos de Nueva York, Londres y París, hasta recalar en España en los años de la Segunda Gran Guerra, donde residió hasta su muerte. Está enterrado en Sevilla, una ciudad agradecida con la música, que rinde homenaje a Machín con una estatua del cantante en la plaza de Carmen Benítez.
La densidad nace de la abundancia. En esa doble exigencia germinó la música de Agustín Lara, considerado el mayor de los intérpretes de bolero en México. Empezó cantando en burdeles y desarrolló su estilo a través del piano, influenciado por Guty Cárdenas. Después de una larga trayectoria profesional, Lara acabó legando un considerable número de temas conocidos del cancionero mexicano, entre el llamado lirismo de cabaret y la banda yucatera: Rosa, María Bonita, Como dos puñales, Gota de amor, Sólo tú, Cabellera negra, Mujer y Solamente una vez.
El caso de Chavela Vargas expresa la aportación del desgarro al mundo predispuesto del arrabal, en letras como Se me hizo fácil o La que se fue. En sus piezas más conocidas, la voz rasgada de la cantante alcanza la intimidad de un cielo momentáneo en la tierra: Yo lo que quiero es que vuelva que vuelva conmigo la que se fue. Sus mejores años determinan la confluencia entre el bolero y la ranchera melódica. La Plaza Garibaldi, centro del rizoma interminable de la capital mexicana, fue la cuna de su voz, que más tarde adoptó un timbre personalísimo, bajo el manto protector de Carlos Monsiváis.
La Vargas se refugió en Cuernavaca, allí donde la brisa sopla como en la cubierta de Maqrol el Gaviero, el viejo cascarón inventado por Álvaro Mutis, quién compara el clima del Estado de Morelos con su caribe natal de Barranquilla, en Colombia. La vanguardia estética del siglo XX, Frida Kahlo, Diego Ribera, Neruda, Picasso o Gabriel García Márquez ha integrado, por estricta cronología, el grupo que rediseñó culturalmente la actual Cuernavaca. Y fue allí, tierra de toltecas, donde Chavela ofreció sus últimos charro-boleros.