Música
La retirada de Daniel Barenboim
La obra del pianista y compositor, superdotado y despótico, que hace setenta años dio de su primer concierto y acaba de anunciar su retiro, se extiende desde la Europa de la posguerra a la era digital
10 octubre, 2022 20:10“Con una mezcla de confianza y tristeza anuncio que en los próximos meses deberé renunciar a algunas de mis actuaciones, sobre todo como director. Mi salud se ha deteriorado y se me ha diagnosticado una grave afección neuronal. Debo concentrarme ahora tanto como pueda en mi bienestar físico”. Daniel Barenboim confirmó así la sospecha que se cernía sobre su salud desde hacía más de un año. Su siempre frenética agenda se había visto en los últimos tiempos constantemente alterada por cancelaciones repentinas motivadas por problemas de espalda y de circulación. Este verano tuvo ostensibles dificultades a la hora de dirigir a la Filarmónica de Viena en Salzburgo. Aunque no sabemos exactamente cuál es esa “afección neuronal”, todo parece indicar que la carrera del pianista y director, a punto de cumplir los ochenta en noviembre, está tocando a su fin. Han pasado más de setenta años desde su primer concierto.
Cuando en 2017 se inauguró en Berlín la Pierre Boulez Saal, el pequeño auditorio auspiciado por Barenboim –una de sus muchas y loables iniciativas cívicas–, el crítico Luis Gago escribió que “no somos conscientes del raro privilegio que supone ser contemporáneos de Daniel Barenboim”. Hoy más que nunca cobran estas justas palabras su verdadero significado. Barenboim ha sido un músico controvertido, omnipresente, todopoderoso, versátil, superdotado, despótico, metomentodo. Su ubicuidad en la historia de la música, desde sus primeros años de niño prodigio en la Europa de posguerra hasta su vejez en el mundo virtual, es casi inverosímil.
Hablamos de alguien que ha conocido a Willhelm Furtwängler, a Leopold Stokowski, a Otto Klemperer, a George Szell, a Arthur Rubinstein, a John Barbirolli, a Leornard Bernstein, a Sergiu Celibidache. Su extraordinaria precocidad le ha permitido mantener con vida muchas de las lecciones de todos esos maestros, cuya extrema exigencia y radicalidad han sido hoy prácticamente olvidadas. (Basta pensar que el sucesor in pectore de Barenboim en la Staatsoper de Berlín es nada menos que Christian Thielemann, un director de una mediocridad pasmosa). A pesar de que, como dijo Celibidache, “su gran defecto es que no sabe decir no”, no ha habido nadie en varias generaciones con un talento y una ambición tan prodigiosas.
Barenboim se ha subido a todos los grandes podios de Europa y América. Justamente célebre es su labor al frente de la West-Eastern Divan, la orquesta que fundó con Edward Said para reunir a jóvenes músicos palestinos, árabes e israelíes y fomentar el diálogo y la reflexión con respecto a un conflicto sobre el que siempre se ha pronunciado con valentía, muchas veces en contra de la línea oficial de Israel, uno de sus países de adopción. Barenboim habla con fluidez español, inglés, alemán, italiano, francés y hebreo. En todas esas lenguas ha impartido a lo largo de los años cursos de dirección y de piano, incluidas las Norton Lectures de Harvard.
Su labor pedagógica, así como su constante apoyo a los solistas, los compositores y las orquestas jóvenes, quedará como uno de los grandes legados humanísticos de nuestra época. En el campo de la interpretación, no hay nada que no haya hecho. Además de su indesmayable trabajo como pianista, Barenboim ha tocado música de cámara, ciclos de lieder, ha grabado todo el gran repertorio sinfónico y se ha dedicado también con pasión a la ópera. Para celebrar su ochenta cumpleaños, tenía que dirigir este otoño en la Staatsoper El anillo del nibelungo. En el ámbito wagneriano ya no queda nadie a su altura. Y este pasado mes de abril todavía le pudimos ver en el foso de Berlín dirigiendo de memoria y con una sabiduría impresionante el Don Giovanni de Mozart.
Barenboim nació y empezó a formarse en Buenos Aires, una ciudad con la que siempre ha mantenido un vínculo privilegiado, especialmente con el Teatro Colón, a donde ha vuelto casi todos los veranos. Con sus padres, músicos los dos, se mudó con diez años a Israel y de ahí pasó a estudiar en Salzburgo y luego en París, bajo la tutela de Nadia Boulanger, la severísima maestra de varias generaciones de compositores e intérpretes. El cosmopolitismo sería a partir de entonces su seña de identidad. De hecho su discografía se puede clasificar en varias etapas distinguidas por las ciudades en las que ha vivido y de cuyas principales orquestas ha sido titular, desde Londres hasta París, Chicago y finalmente Berlín. Su etapa inglesa es probablemente la más brillante y fresca, para muchos la mejor, sobre todo por las grabaciones que hizo con su primera mujer, Jacqueline du Pré –aquella criatura amada y fulminada por los dioses–, de las Sonatas para chelo de Beethoven o de los Tríos, también con Pinchas Zuckermann. En las películas de la época se ve a tres jóvenes en estado de gracia, todavía inmortales, sin miedo a nada, traspasados de pura alegría.
Barenboim mostró desde muy temprano una afinidad especial con Mozart y Beethoven, los dos compositores con los que ha llegado más alto. Como pianista, ha grabado nada menos que cinco integrales de las sonatas del alemán. La primera, hecha para EMI, tuvo una primera muestra en un registro de la Patética, el Claro de luna y la Apasionata, publicado en 1967. Ahí está ya in nuce toda la singularidad del joven pianista, brioso, arriesgado, grave y decididamente terrenal. Porque uno de los rasgos que definen la personalidad interpretativa del argentino es su visión horizontal, sanguínea, trágica en un punto, mucho menos espiritual y evanescente que las versiones de un András Schiff, por ejemplo.
Y lo cierto es que ese temperamento se aviene a menudo muy bien con Beethoven y le da a su Mozart una claridad y una sobriedad en ocasiones sobresaliente. En Londres grabó también la integral de los conciertos de Beethoven para piano bajo la dirección de Otto Klemperer, uno de los hitos de su carrera, irrepetible en muchos sentidos. Y con la English Chamber Orchestra hizo también unas primeras y excelentes versiones de las últimas sinfonías, el Requiem y los conciertos para piano de Mozart. A los treinta años, Barenboim era un pianista y un director de una madurez imponente. Basta recordar que su magistral grabación de las Canciones sin palabras de Mendelssohn data de 1974.
Las décadas de 1970 y 1980 se caracterizaron por su labor con Deutsche Gramophon y por su trabajo al frente de la orquesta de París y luego como titular de la sinfónica de Chicago. En París aprovechó para adentrarse en el repertorio francés, de Berlioz a Ravel y Debussy. Pero fue con los de Chicago con quienes Barenboim afianzó su competencia como director, sobre todo por su primera integral de Bruckner –las diez sinfonías, incluida la Nullte, la número cero–, un compositor con el que siempre se sintió a gusto. Esta primera aproximación, más heterodoxa que las siguientes –hechas con los berlineses y con la Staatskapelle– es notable porque su lectura está muy influida por el trabajo previo con Beethoven.
A diferencia de Celibidache –con quien por otra parte mantuvo una profunda amistad desde niño–, Barenboim alejó al austríaco del templo, imponiéndole líneas severas, tempi más ajustados, ritmos nerviosos. El resultado no es siempre feliz, pero por ejemplo la cuarta, gracias también a los poderosos metales de los de Chicago, es única y convincente, más romántica que nunca. Aquí cobra sentido lo que a menudo repite el propio Barenboim. Una partitura es como una montaña de la que es imposible ver todas sus caras a la vez. Cada interpretación ilumina partes de su forma pero nunca la totalidad, que permanece oculta y cambiante. Por eso seguimos tocando y escuchando.
Su última estación ha sido Berlín, donde se ha convertido en una especie de alcalde cultural. El propio Barenboim –que tiene nacionalidad española, israelí y palestina– admite que, si bien no se siente alemán, se considera sin duda berlinés. Llegó a la ciudad justo después de la caída del Muro, poco tiempo después del reinado de Karajan, con quien nunca tuvo buena relación, como buena parte de los judíos de posguerra. Allí se hizo cargo de la Staatskapelle, la orquesta de la ópera de Berlín, una de las más antiguas pero que entonces, tras los años de decadencia comunista, había envejecido hasta la irrelevancia.
Barenboim la restauró y la volvió a convertir en una de las mejores del país, dando al mismo tiempo un nuevo impulso al teatro de la ópera Unter den Linden, que sufrió una larga remodelación finalizada hace tan sólo cinco años. La actividad de Barenboim en la capital alemana no se ha limitado sin embargo a su orquesta. Notable ha sido también su larga colaboración con la Filarmónica, de la que es director de honor y con la que ha grabado ciclos de Beethoven y de Wagner, un compositor del que ha llegado a ser un gran experto y cuya obra ha defendido, más allá de su antisemitismo, llevándolo incluso hasta Jerusalén con gran escándalo.
Barenboim también se ha preocupado por renovar el repertorio de las salas berlinesas, recuperando a compositores poco divulgados en el país, por ejemplo Edward Elgar, de cuyo extraordinario oratorio El sueño de Geronte ha hecho versiones magníficas tanto con la Filarmónica como con la Staatskapelle. Y como recordábamos al principio, en 2017 se inauguró la Pierre Boulez Saal, un pequeño auditorio de forma oval, diseñado por Frank Gehry en estrecha colaboración con el propio Barenboim, dedicado a música de cámara y pensado sobre todo para la divulgación de la obra de nuevos compositores, que se combina con el repertorio clásico y la música del siglo XX. La sala se ideó también para que fuera el escenario en Europa de piezas procedentes del mundo árabe, de acuerdo con la filosofía de la Academia Barenboim-Said cuya sede alberga. El lema elegido por Barenboim fue Música para el oído que piensa. La programación, que incluye seminarios, conferencias y clases magistrales, además de conciertos, es siempre una de las más atractivas y estimulantes de la ciudad, un espacio ejemplar y pionero para pensar el arte en el siglo XXI.
La ubicuidad, la popularidad y su casi inhumana capacidad de trabajo han distorsionado un tanto la percepción que podemos tener de la obra de Daniel Barenboim, cuyo legado probablemente tardará mucho en asentarse y poder valorarse en su justa medida. De momento, estamos a tiempo de darle las gracias, felicitarle por sus inminentes ochenta años y desearle una pronta recuperación. Como él mismo escribió en su autobiografía, A Life in Music (1991, 2002), “la música es una creación de los hombres y por tanto una forma de eludir la muerte”.