Música
El 'Tercer cielo' de Rocío Márquez y Bronquio
La combinación del flamenco con la electrónica, emulando la noble tradición de rupturas que supusieron discos como 'La leyenda del tiempo' y 'Omega', ensancha las posibilidades de lo jondo
26 junio, 2022 20:20Muy excepcionalmente, uno escucha un disco, pongamos Tercer cielo, el trabajo conjunto de la cantaora onubense Rocío Márquez y el productor jerezano de música electrónica Bronquio que acaba de publicar Universal, y siente que nunca antes había escuchado algo así. Para cuando se han sucedido decenas de escuchas, cada una más cautivadora y fértil que la anterior, más elocuente en su exquisita coherencia interna, sonora y conceptual, uno empieza a pensar en esta obra en clave de recorrido histórico, no ya meramente como parte de la incesante avalancha de lanzamientos discográficos que tratan de captar nuestra saturada capacidad de atención tirándonos de la manga con promesas –falsas prácticamente siempre– de novedad o cualquier otro reclamo perteneciente a ese campo semántico desecado por el márketing.
Cosas parecidas o de similares intenciones sí que las hemos escuchado, porque la búsqueda de una dialéctica plenamente contemporánea entre el flamenco y la electrónica no comenzó antes de ayer. Vienen por ejemplo a la memoria los mediáticos experimentos de Niño de Elche en Antología del cante flamenco heterodoxo y otros proyectos, la tentativa en torno a la seguiriya de Fernanda Peña y Rycardo Moreno, la perspectiva digital-queer de RomeroMartín, el espléndido álbum Hodierno del cantaor David Lagos, los notables ejercicios propuestos por La Tremendita en Delirium tremens y Tremenda, o el lúdico hermanamiento con los fundamentos de la cultura rave de una expresión festiva tan dionisíaca, comunitaria y excesiva como los verdiales de la sierra malagueña que propuso el dúo Los Voluble en Raverdial, el disco en el que plasmaron, con la colaboración del Niño de Elche, el experimento con el que pusieron bocabajo el Sónar en el año 2014. Pero podríamos también ir más allá de la última década y hablar, por ejemplo, de New Hondo (1980), un álbum en el que el cante huracanado de El Turronero discurría sobre sintetizadores de aires disco-funk.
Sin menoscabo de todos estos trabajos, lo que asombra, cautiva y subyuga de Tercer cielo, lo que le confiere ese halo distinto, especial, es la pasmosa naturalidad y el aire de profunda familiaridad con los que se resuelve un planteamiento que es, de hecho, radical y rupturista. Fluido como la respiración misma, el álbum de Rocío Márquez y Bronquio se despliega como un todo orgánico que trasciende el ejercicio de crossover y la manida y por lo general epidérmica fusión. La sensación, hermosa y emocionante por esquiva, es que esta música ya estaba entre nosotros, flotando en el ambiente de la vida en la segunda década del siglo XXI, esperando únicamente que alguien la atrapase.
Aquí el flamenco y la electrónica no son elementos independientes, cuyas ramas a posteriori se anudan con mejor o peor tino, sino que las raíces mismas, desde antes de emerger a la superficie y cobrar forma, están ya hechas de la misma materia híbrida, tan antigua como moderna. El tiempo es particularmente implacable con los entusiasmos volanderos y las grandes sentencias, pero resulta difícil no ver en este trabajo un punto y aparte, un hito dentro de esa vieja y noble tradición dentro (o alrededor) de lo jondo que consiste en hacer convivir el pálpito, la profundidad, el imaginario y la actitud del flamenco con las circunstancias, la estética y las tensiones del mundo contemporáneo.
“Quiero ser quien soy de nuevas / voy a parirme a mí misma”, canta Rocío Márquez en Droga cara, el corte sostenido en el compás del aguilando, un singular palo casi exclusivo de la Huerta murciana que se asemeja bastante al soniquete de los villancicos tradicionales. La artista onubense es pura delicadeza y dulzura, lo que en más de una ocasión tal vez haya hecho pasar como más amables las muchas transformaciones y audacias que, con respetuosa pero innegociable firmeza, se ha permitido en su enjundiosa trayectoria discográfica, uno de cuyos motores ha sido la huida del estancamiento o la comodidad de una sola manera de hacer.
Tras pasarse la niñez y la adolescencia cantando en peñas y festivales, educada, o sea, en los brazos incorruptos de la ortodoxia, dio su primer aldabonazo en 2008, al ganar con 22 años la Lámpara Minera del Festival de Las Minas de La Unión, uno de esos santuarios donde los acérrimos expiden certificados de autenticidad. Sin embargo, pronto quedó clara su necesidad de hallar otras vías que ensancharan y alimentaran las posibilidades de la expresión flamenca.
Dan fe de ello proyectos como el que llevó a cabo con el violagambista Fahmi Alqhai en Diálogos de viejos y nuevos sones (2018), donde los cantes de ida y vuelta convivían con la música barroca, y por descontado sus propios discos en solitario, desde El Niño (2014), donde reinterpretaba a Pepe Mairena; Firmamento (2017), realizado junto al ensemble de música contemporánea Proyecto Lorca, una obra bellísima –sin una sola guitarra, por cierto– que no merecería ser eclipsada por el comprensible impacto que está logrando Tercer cielo; o Visto en el Jueves (2019), donde no casualmente las líneas entre lo flamenco y lo no-flamenco y entre lo pretendidamente nuevo y lo supuestamente viejo aparecían sutilmente desdibujadas; y donde, por lo demás, se encuentra la semilla de su colaboración con Bronquio, autor de la remezcla de la rondeña Empezaron los cuarenta que incluía este último disco.
De la mano del jerezano, un productor que ha ido ampliando su radio de acción desde el underground de la electrónica y el trap hasta terrenos más próximos al pop (ahí está su alianza con Kiko Veneno en Sombrero roto), Márquez decidió no limitarse, lanzarse a jugar sin miedo. En ese momento, año 2020, se encontraba no en vano lidiando con una profunda crisis artística y seguro que también personal que la llevó a sentir que no tenía demasiado sentido seguir dedicándose al cante.
Y el propio recorrido del disco, tan sutil pero tan rotundo (tanto musical como líricamente), es la crónica misma de esa profunda transformación interior de la cantaora, que conjuga en pie de igualdad palos y momentos de aroma más clásico con pasajes disruptivos con trazas del espectral dubstep de Burial, UK garage, un ejercicio de estilo de techno berlinés por derecho (El corte más limpio, construido a partir de zapateos de Carmen Amaya y golpes de pandero, es impresionante) y electrónica no necesariamente apegada a un estilo específico, en la onda del Jamie XX de Gosh. “Aquel que se / va diciendo en el silencio / qué grande es la libertad”.
Son las últimas palabras que se escuchan en Tercer cielo. Las cantó en su momento, en famosa letrilla, Antonio Mairena, tótem de la escuela purista flamenca. El anhelo de libertad, de poder ser plenamente uno mismo sin dar tantas explicaciones (y a cuento de qué), nos recuerda la onubense, que no da puntada sin hilo, resulta que atañe por igual a ortodoxos y heterodoxos.
Parafraseando a don José María López Sanfeliu, al que volvemos a traer a colación, está muy bien eso de la ortodoxia. Márquez ha defendido innumerables veces la necesidad de que esa fuente siga manando y el sentido de que existan esa visión del flamenco. La cuestión es que, al igual que aquello se señala como vanguardista o desviado de la norma, la ortodoxia es una convención, un acuerdo más o menos tácito. Y al echar la firma en el pacto cada uno tiene su letra, ¿no? ¿Hay, entonces, distintas ortodoxias? ¿Son mejores, más legítimas, unas que otras?
No nos referimos ahora a Tercer cielo, un disco no de flamenco sino hecho desde el flamenco. Nos referimos a esa necesidad de expansión que, como todas las artes, el arte jondo ha experimentado, también, por supuesto, a través de señeras figuras ligadas a las corrientes más tradicionales y nada sospechosas de recurrir a la herejía por falta de facultades o de un verdadero conocimiento de sus fundamentos, que es un reproche habitual –se sigue usando, se ha usado de hecho con Rocío Márquez– cuando se sacan los pies del tiesto.
Los ejemplos posibles son tan numerosos que sólo aspiramos aquí a consignar algunos muy representativos. Desde Rock Encounter (1970), el disco de guitarras (flamencas y eléctricas) que grabó Sabicas junto a Joe Beck, hasta las libérrimas incursiones de Diego Carrasco, cantaor gitanísimo y anarquista del flamenquísimo barrio de Santiago de Jerez, en los terrenos de las fugas de Bach, el spoken word o el rap en trabajos como A tiempo (1991) o Inquilino del mundo (2000); pasando por Agujetas, leyenda del flamenco más primitivo en el mejor sentido del término, ese que sabe a fragua, dolor telúrico, sangre y fatiguitas de labranza, que grabó en 1979 un disco espléndido con el sitar psicodélico y orientalizante de Gualberto.
Incluso dos cantaores pertenecientes al mundo de las dinastías flamencas de máxima solera, como El Lebrijano y Tomás de Perrate: éste, en trabajos como Perraterías (2005), se acercó a cadencias reggae, a las guitarras callejeras y bastardas de Pata Negra o incluyó contra toda regla ortodoxa baterías en unas seguiriyas; el primero entregó una de las obras históricamente innovadoras o –si el prisma es inmovilista– contaminadoras del flamenco en sus maravillosos Encuentros (1984) con la Orquesta Andalusí de Tánger o en obras anteriores como La palabra de Dios a un gitano (1972) y Persecución (1976), donde maridó arreglos sinfónicos con una suerte de gospel romaní e incluso patentó un palo de nueva creación, las galeras.
Podríamos seguir ahora recordando, junto con los casos mencionados al comienzo de este texto, la luminosa revolución que representaron Lole y Manuel, el mismísimo Paco de Lucía, genio y dios indiscutible al que, antes elevarlo a los altares eternos, muchos le afearon que en discos emblemáticos como Sólo quiero caminar (1981) introdujese una formación nada reglamentaria, con cajón, bajo eléctrico y flauta, unos aires frescos en la instrumentación a los que también había dado cabida antes Enrique Morente –para merecer también las mismas recriminaciones– en Despegando (1977), cuando faltaban aún dos décadas para el salto al vacío que fue Omega (1996). Esta última obra ha quedado en el imaginario colectivo como una de las creaciones más arriesgadas y elevadas del flamenco abierto a otros sonidos, junto a, cómo íbamos a pasarlo por alto, La leyenda del tiempo (1979) de Camarón, una piedra de toque de la música española (a secas) del siglo XX. Con estas dos, precisamente, se están estableciendo paralelismos estos días al hablar de Tercer cielo. Palabras mayores.
Parece difícil igualar el impacto que tuvieron en su día La leyenda del tiempo y Omega, entre otros motivos porque hoy existe un público ya habituado a un flamenco aperturista y multitud de artistas que han dado carta de naturaleza a muchos gestos que en el pasado provocaron cismas. Lo propio, o sea, de un arte que está vivo y que desde sus comienzos, en contra de lo que algunos se empeñan en hacer pasar por ley divina, acogió en su seno a muy diversas escuelas y sensibilidades. Sólo el tiempo dirá la dimensión verdadera en este sentido de la obra de Rocío Márquez y Bronquio, pero lo cierto es que la rotundidad y la inspiración con la que han conseguido moldear un posible flamenco electrónico –o una posible electrónica flamenca, tanto da– para el siglo XXI, no sólo tiene la pinta que suelen tener las obras maestras, sino que además parece haber tocado una fibra significativa en el público y es, en potencia al menos, un serio candidato a erigirse en bandera generacional para los amantes de la sensibilidad flamenca aperturista.
Por lo demás, da casi reparo decirlo, pero en un aspecto clave Tercer cielo va de hecho mucho más lejos que La leyenda del tiempo y Omega: en el primero Camarón proyecta su portentoso cañón sobre una música hecha con arabescos de King Crimson y soplos de sitar místico, mientras que en el segundo Morente hierve la emoción seca y rota de su garganta en un rock afilado y compacto que en algunos pasajes casi se toca con el trash metal; pero las voces de ambos, en cualquier caso, permanecen inalteradas.
Como una Diamanda Galas de las peñas, Rocío Márquez se atreve sin embargo, en una decisión que tiene tanto de humildad como de enorme osadía, a dejarse retorcer y deconstruir la voz para alumbrar nuevos colores, timbres y texturas, en lo que parece solamente –a tenor de lo manifestado por ella misma– el comienzo de una búsqueda de otra gramática flamenca a partir de las posibilidades de las técnicas vocales (las humanas y las tecnológicas), frontera última de un arte que ha asimilado profundas reinvenciones en el toque y el baile, pero no tanto –apenas– en el cante. Tenemos forzosamente que entender que a muchos Tercer cielo les parezca una mentira horripilante. Pero tenemos también forzosamente que entender que a muchos otros les haya maravillado, porque además, por encima de cómo llamemos a las cosas, el disco está preñado de una emoción desarmante y verdadera. Como una eventual discusión entre unos y otros podría alargarse ad nauseam, uno sin más le quitaría hierro a estas querellas recordando, con don Antonio, lo grande que es la libertad.