Música
Vangelis, la música de los 'no lugares'
El misterioso músico griego, pionero de la música electrónica y autor de bandas sonoras de películas míticas, nos lega una obra donde el clasicismo convive con la innovación instrumental
29 mayo, 2022 22:00Fue el golpe de Estado de la Grecia de los coroneles el que unificó a una generación de músicos que ha hecho escuela, –no de la música por sus estilos dispares, pero sí de la vida– encabezados por Mikis Theodorakis, con permiso de Iannis Xerakis, el maestro estocástico de Matástasis, acompañados de Georges Moustaki y del genial Vangelis, fallecido el pasado jueves en París a los 79 años. A todos les marcó la noche de 21 de abril de 1967, en la que los coroneles griegos dieron un puch errático contando con la rendición del rey Constantino, para evitar un baño de sangre. Vangelis se exilió; recaló en Londres y en París, donde construyó su fruto mezclando invenciones, íntimamente socorrido por la inspiración folclórica de la antigua Hélade. Así alcanzó a realizar aquella banda sonora de Carros de fuego, un canto sin letra al canon occidental, reminiscente del anatómico Vitrubio, trasladado a la heroicidad de la pista de atletismo, o dicho en otro sentido, la mítica del deporte amateur encapsulada en las corcheas de una partitura.
Tras la noche de los coroneles, Mikis Theodorakis se quedó en Grecia, militó contra la dictadura y sufrió persecución y cárcel, pese a ser un en mito, gracias a la banda de Zorba el griego, la cinta que consagró al actor Anthony Quinn y a la gran Irene Papas. Al maestro el destino no le permitió vivir cien años (murió a los 96), mientras que a Vangelis le ha tocado a los 79, tras una vida firme pero enigmática, como el origen de sus composiciones. Su música es una elocuencia sonora, cimiento de todo quehacer digno del ser humano. También es el manifiesto de un mundo nuevo si nos atenemos a otro de sus grandes éxitos, la banda sonora de Blade Runner, con la pieza Love Theme tocada por el virtuosismo de un saxo tenor. Sin olvidar otra cinta de Ridley Scott, 1492, La conquista del Paraíso, en línea con el sonido como continuidad de los silencios densos; una producción en torno al Quinto Centenario del desembarco de Colón en América, en las honduras de sus orillas, defendida por los altos farallones de las Indias Occidentales ante los acosos del océano.
Evángelos Odysséas Papathanassíou, que fue su verdadero nombre, ha alcanzado la maestría de la música inquietante, siguiendo el continente filosófico que se plantea abordar las dos últimas revoluciones pendientes de la humanidad: la del espacio sideral y la del amor. En su música, la realidad ficticia, como ocurre en el teatro o en arte, adopta formas que crean sus partituras y dan sentido a su razón de ser. Vangelis nació en los entornos de Tesalia, la antigua Aeolia de Homero, considerada por Virgilio en La Eneida la isla de Eoloa, rey de los vientos, protegida por costas altas y rocosas, rodeada por un muro de bronce. La música de Vangelis es la del laberinto, el camino iniciático, la tortuosa senda que conduce al conocimiento.
Empezó en el rock sinfónico y poco a poco, sin despreciar este origen fue pasando por las manos expertas de artistas deslumbrantes, como Melina Mercury o Montserrat Caballè, (esta última en el neoclásico El Greco de 1998, en la penúltima etapa del músico). Vangelis encontró la excelencia, pero le costó Dios y ayuda cruzar su descubrimiento con la concordancia. Sus partituras son volátiles, no muerden y sin embargo, conmueven. No hay en él la hegemonía del solista porque no existe la geometría sinfónica de la cuerda o el viento; ha sido el precursor de la atrevida mezcla de sintetizadores e instrumentos clásicos; ha sido un mezclador, pero no por ello un mal compositor, porque lo que vale es el resultado, no el medio.
Su arte y su personalidad se unen al hermetismo engrandecido por su figura de hombre eternamente melenudo y de barba floreada. La era del pop le llora. Fue especialmente inspirador de la New Age, arteria musical del gnosticismo, la creación, la física cuántica frente a la revolución científico-técnica, el neoplatonismo, la medicina de Paracelso o la piscología junguiana. Antes del alcanzar de lleno el fenómeno New Age, Vangelis lanzó álbumes adictivos como Heaven and Hell (1975), Albedo 0.39 (1976) o Spiral (1977) culpables de su rivalidad no deseada con el compositor Jean-Michel Jarre –incomprensiblemente adorado por el ex ministro de cultura francés, Jack Lang– sobre la que las discográficas levantaron una batalla entre ambos por la cima mundial de la música electrónica.
En una de sus mejores etapas, Vangelis firmó al frente del grupo Aphrodite's Child, junto a Demis Rusos, germen del rock progresivo con el tema Rain and Tears. Juntos grabaron tres albúmes. Fueron llegando después sus trabajos largos, en solitario, como Fais que ton rêve soit plus long que la nuit (Haz que tus sueños sean más largos que la noche) en el que aparece Atenas mi vida, con la voz de Melina Mercuri. Le puso música a la serie documental sobre vida silvestre de Fréderic Rossif, que sería recopilada en el álbum L’Apocalypse des Animaux, en 1973, año del lanzamiento de Earth. Después de trabar relación en Londres con Jon Anderson, con quien grabaría su conocida Jon and Vangelis, se adentró en los ochenta y noventa con discos compartidos, como Short Stories, The Friends of Mr. Cairo, Private Collection y Page of Life.
Antes de amar el rock sinfónico, Vangelis había flirteado con el jazz y fue un pianista notable. Él nos ha ayudado a entender cuan infinitamente sutiles son las leyes de la audición tal como las conocemos. Su música ha desentrañado entuertos innecesarios, como el debate entre la tonalidad o la atonalidad; pero casi nunca utilizó la palabra (apenas concedió entrevistas) para justificarse, dejando que fueran sus sonidos los que hablaran por él; estaba seguro de que la música es el arte que mejor nos reconoce a nosotros mismos.
Los músicos griegos de nuestro tiempo se han sentido protagonistas de un renacimiento pegado a la antigüedad clásica. Podría decirse que, sin enfatizarlo, Teodorakis, Xerakis o el mismo Vangelis, han seguido la pista de los clásicos, que levantaron la Acrópolis recuperada después de Salamina para inspirar a sus artistas frente a las obras anónimas de los persas y los egipcios. Vangelis fue más parisino que otra cosa, pero nunca dio pistas de dónde residía realmente. En la capital francesa buceó en el pequeño barrio junto al templo expiatorio de Montmartre, la acera de los sin tierra que, en los años sesenta y setenta, llegaban en oleadas desde la Europa del Este huyendo de las funestas dictaduras comunistas y atraídos por la que había sido, cuarenta años antes, la última morada de Roth, el santo bebedor.
Como buen emboscado, el músico disfrutó del París lluvioso del fin de siglo XX, en cuyas calles se cruzaba con caminantes de buhardilla junto al Odeón, embozado en un sombrero de paja impermeable y compartiendo con otros la desesperanza. El músico tuvo golpes escondidos en su relación con las letras, pero mantuvo el anonimato en este campo. Con su muerte podemos decir que se ha ido un raro, en el mejor sentido del término; un creador que tocó muchos palos, que vivió la emoción interdisciplinar del curioso para finalmente instalarse en la renovación de la música.
Francia le ayudó a la hora de adentrarse en una de sus mejores creaciones sinfónicas, Lunas de Hiel, destinada a la película de Roman Polanski. Volvió una y otra vez al mundo de las bandas cinematográficas, el camino de su auténtica emocionalidad. Conquistó a Oliver Stone como compositor de la música del filme sobre Alejandro Magno, Alexandre. En esta cinta, envolvió de misterio a Macedonia, la tierra de Dioniso, desde el norte de Tesalia, cuna del compositor, hasta la frontera con Tracia atravesando la llanura aluvial donde pastaban los caballos del Gran Alejandro, el emperador capaz de extender sus dominios hasta la India, abarcando más de tres millones de kilómetros cuadrados. Vangelis remontó los ecos milenarios de su origen ancestral y creó la banda sonora de la película utilizando una orquesta dotada de una partitura con fondo épico, picoteada de sonidos orientales y balcánicos.
Hace algunos años, un Vangelis maduro regresó a la música del espacio; se prodigó de nuevo en los no lugares del Universo, en el álbum Juno to Jupiter, con el que confirmó que la música es tan compatible con la astrofísica como lo entendió Stanley Kubrick en 2001 Odisea en el espacio, al encajar el Así habló Zaratustra de Richard Straus en la aventura espacial. O como lo vio Carl Sagan, en su serie Cosmos, utilizando la versión del citado tema Heaven and Hell. Tantas veces omitido en vida a causa de su carácter huidizo, el músico griego reaparece hoy en su despedida para colocarnos frente a su insólita obra, con la que él solo aspiró a rendir cuentas sobre la bifurcación de dos senderos: la música instrumental y la electrónica.