Música
El enigma Furtwängler
Warner Classics reúne en una colección integral todas las grabaciones realizadas por el mítico compositor alemán, el mejor director de orquesta del pasado siglo XX
28 octubre, 2021 00:00“Lo que no admito y me preocupa profundamente es el gran abismo que se ha abierto entre nuestro conocimiento de la técnica y el que tenemos del aspecto espiritual del arte. En uno nos creemos titanes y héroes, pero en el otro no somos más que niños”. Estas declaraciones, hechas durante una conversación con el crítico musical Walter Abendroth en 1937, podrían resumir la poética de Wilhelm Furtwängler, probablemente el mejor director de orquesta del siglo XX. Se trata de una cuestión esencial para desentrañar el malentendido que suele acompañar al músico, acusado a menudo por sus detractores de arbitrario e inconsistente. La discusión en torno a su figura ha vuelto a desatarse estos días gracias a la edición que Warner Classics acaba de publicar de todas sus grabaciones, The Complete Wilhelm Furtwängler on Record, que contiene casi sesenta discos. Es una buena excusa para repasar su discografía y hacerse una idea cabal de su concepción del arte.
Hijo de un prestigioso arqueólogo, Wilhelm Furtwängler (1886-1954) inició pronto una carrera meteórica en el mundo de la dirección orquestal que en 1922 le llevó a los podios de la Gewandhaus de Leipzig y de la Filarmónica de Berlín, en los que sucedió a Arthur Nikisch. Aunque su nombre ha quedado asociado a la época nazi, por haber sido el director favorito de Hitler y haber decidido quedarse en Alemania en lugar de elegir el exilio, como tantos otros colegas, lo cierto es que Furtwängler desarrolló una actividad muy intensa una década antes y dirigió obras de compositores que luego serían condenados por el nazismo. En 1927, por ejemplo, estrenó el Concierto para piano nº 1 de Béla Bartók, con el compositor húngaro como solista. En 1928 dio a conocer en Berlín las Variaciones para orquesta de Schoenberg. Y en 1934, también en Berlín, la suite Mathis der Maler de Paul Hindemith. Durante los doce años de la dictadura de Hitler, Furtwängler tuvo que centrarse en la música romántica y postromántica a la que está asociado.
Su vinculación con el nazismo sigue siendo polémica. Para algunos no fue más que un ingenuo, para otros culpable por omisión. En los primeros tiempos, el director peleó para que muchos de sus músicos judíos conservaran su puesto y defendió frente a los jerarcas nazis la obra de compositores perseguidos. Después de la guerra, sufrió un largo proceso de desnazificación, durante el que fue sustituido ad interim en el podio de la Filarmónica de Berlín por un joven Sergiu Celibidache, que siempre guardó un recuerdo lleno de veneración por su maestro, el único director, decía, del que había aprendido. A su muerte en 1954, la orquesta eligió como sustituto a Herbert von Karajan, su gran enemigo.
Cuando en la cita que traíamos al principio hablaba de “técnica”, Furtwängler no se refería al concepto heideggeriano del término sino a la excesiva confianza que el intérprete empezaba a depositar en los aspectos técnicos y formales de su arte. Para él, como luego para Celibidache, una partitura no sólo estaba compuesta de notas sino que sobre todo constituía el medio para restaurar orgánicamente el instante de composición del autor. Como decía Mahler, “en una partitura está todo salvo lo esencial”. El gran rival de Furtwängler en vida fue Toscanini, para quien la partitura era un texto sagrado que debía interpretarse siempre de la misma manera. De ahí salió toda una escuela con la que también acabó por identificarse Karajan y su fábrica de barnices. Uno y otro fueron adalides de esa “técnica” que Furtwängler nombraba enemiga de la espiritualidad y que ha terminado por dominar el mundo de la interpretación musical.
Celibidache solía decir que la mayor lección de su vida la había recibido de Furtwängler, cuando un día le preguntó al maestro por qué cambiada de tempo en distintas ejecuciones de una misma partitura. Furtwängler le contestó que el tempo dependía de las circunstancias. Si la acústica era seca y cortante, elegía un tempo rápido. Si por el contrario la sala producía un sonido más suave y sedoso, entonces el tempo era más lento y amplio. La música se desarrolla en el espacio a través del tiempo como sonido vivo, algo que ya hemos olvidado los hijos de la tecnología. Hoy en día, la mayoría de los directores, incluso en directo, trabajan pensando en la grabación, ajenos a estas cuestiones. Se vio el otro día en Barcelona, cuando Christian Thielemann, discípulo de Karajan, dirigió en la Sagrada Familia la cuarta de Bruckner. Para atenuar la imposible reverberación que se producía en un espacio inadecuado para esa partitura, el director, al frente de la Filarmónica de Viena, impuso un tempo rapidito ma non troppo confiando en que los técnicos de grabación ya se las arreglarían para confeccionar un disco y un video rentables.
Es por tanto muy difícil juzgar a Furtwängler a través de sus grabaciones, puesto que él se desenvolvía en un mundo acústico y espiritual que ha desaparecido. Como él mismo dejó dicho en la conversación que citábamos al principio: “Por lo general ya no conocemos el significado de forma. En la vida musical de hoy se puede trazar una divisoria entre los músicos que todavía tienen una idea, un recuerdo, de este saber y aquellos que ya lo han perdido. Este saber nace por entero de la naturaleza. Cuando se ha perdido el sentido de la forma real y de su origen en la improvisación, se buscan sucedáneos, remedios y soportes para salvar el edificio que se tambalea”. Para él, como para Celibidache, la forma no está al principio sino al final, en un todo orgánico e irrepetible, perteneciente al reino del presente.
A pesar de todas estas limitaciones, escuchar lo que queda de Furtwängler, aunque sea le souvenir de son souvenir, sigue siendo una experiencia tremenda. En las películas que nos han llegado, se puede apreciar su manera de dirigir poco ortodoxa y a menudo escarnecida –sobre todo por los músicos anglosajones–, más parecida a un trance taumatúrgico que a una clásica escansión. Todo su cuerpo parece estremecido por la corriente que él mismo despide. Muchos de los músicos que trabajaron con él recordaban cómo su sola presencia transformaba el sonido de la orquesta. Yehudi Menuhin observó que Furtwängler era muy preciso en el fluido, en el movimiento.
Las grabaciones, sobre todo, de la época de la guerra son un documento insustituible. La mayoría fueron requisadas por los rusos y no volvieron a circular hasta la década de 1990. La quinta de Beethoven de 1943 tiene una furia diabólica que quita el aliento. Y basta escuchar el principio de la coral de 1942 para comprender que estamos en otro mundo. Nunca esos tremolandi iniciales, el espíritu de Dios aleteando sobre las aguas, han sonado igual. Realmente parece que el mundo se está formando. O la novena de Bruckner de 1944, transida de una densidad sobrenatural. Su sonido tiene siempre una profundidad inexplicable. Características son también sus transiciones, en las que la música parece replegarse para latir antes de recomenzar. A pesar de la mala calidad de los registros, siempre se hace evidente el enigma.
Hay una grabación en particular que resulta muy elocuente. Fue el último concierto de Furtwängler en Berlín durante la guerra, el 23 de enero de 1945. Como el edificio de la Philarmonie estaba en ruinas, al igual que el resto de la ciudad, la orquesta tocaba en el Admiralpalast, un teatro que aún existe. Los rusos ya rodeaban la capital y las luces se iban cada cierto tiempo. La primera parte del programa –la sinfonía 40 de Mozart– tuvo que interrumpirse. Cuando volvió la corriente, Furtwängler decidió atacar sin más dilación la segunda parte, con la primera de Brahms. Los técnicos sólo consiguieron registrar el último movimiento, el adagio, que por ello posee la calidad de una ruina sonora. Durante diecisiete minutos podemos asomarnos a lo que fue aquella tarde, cuando la Alemania nazi agonizaba. El movimiento empieza con una especie de desgarro de la orquesta, un lamento desolado que se repite para describir un páramo traspasado de ráfagas. Pero de pronto, los metales anuncian una melodía y la música parece renacer de sus propias cenizas. Todo adquiere de nuevo vida y afirmación con una luminosidad que no deja de crecer hasta el final.