Syd Barrett, fundador de la banda de rock Pink Floyd / FLICKR

Syd Barrett, fundador de la banda de rock Pink Floyd / FLICKR

Música

Syd Barrett

La mente prodigiosa que lo llevó a componer 'Octopus', 'Arnold Layne' o 'Bike' le gastó una broma muy pesada

14 junio, 2021 00:00

Descubrí a Syd Barrett gracias a David Bowie, quien incluyó una de sus canciones, See Emily play, en su disco de 1973 Pinups, una serie de versiones de algunos de sus temas favoritos de la década anterior (hasta se tomó la molestia de aparecer en la portada junto a la icónica modelo Twiggy). Gracias a Bowie, me compré los dos discos que Syd (un alias, pues fue bautizado como Roger Keith) grabó en 1970 bajo la supervisión (dudosa, tal como estaba el músico) del gran Joe Boyd, el norteamericano trasplantado a Inglaterra que produjo a luminarias del calibre de Nick Drake o The Incredible String Band. Gracias también a Bowie, hice algo que no había hecho en mi vida y que no volvería a hacer, adquirir un disco de Pink Floyd; concretamente, el primero, The piper at the gates of dawn, donde la mayoría del material estaba escrito por Barrett, líder absoluto del grupo desde su fundación en 1965; aquello no tenía nada que ver con lo que luego fue Pink Floyd: tal vez por eso me gustó tanto. The piper at the gates of dawn es una joya del pop psicodélico, a ratos melódico, a ratos chirriante, que a Syd le gustaba componer y que no guardaba relación con la, para mí, ampulosa farfolla que distinguió después la carrera del grupo, cuando el intratable Syd fue sustituido por el guitarrista David Gilmour. Mientras Pink Floyd se convertía en un grupo de éxito global, su fundador, aquejado de serios problemas mentales, se iba encerrando cada día más en sí mismo, hasta acabar regresando a su Cambridge natal, a casa de su madre, donde murió de un cáncer de páncreas en 2006, a los sesenta años.

Syd Barrett es una de las bajas más notables del rock & roll. Perjudicado por la ingesta excesiva de LSD, aquejado de una posible esquizofrenia y dado a sufrir episodios de catatonia, su luz brilló mucho, pero durante muy poco tiempo. Lector de Tolkien y del I Ching, flirteó con alguna secta esotérica y compuso un puñado de canciones magníficas, de las que See Emily play solo era una muestra. Eso sí, muchas veces había que intuir la brillante composición que había bajo su confusa interpretación. De hecho, su único disco, digamos, completo es el primero de Pink Floyd. Su primer esfuerzo en solitario, The madcap laughs (con una estupenda foto de Mick Rock, que luego sería el retratista habitual de Bowie durante un tiempo, en la portada) es muy disfrutable, pero Syd no te pone las cosas fáciles, como imaginas que tampoco se las puso al pobre Joe Boyd. En prácticamente todos los temas tienes la impresión de que la cosa se ha dejado a medio grabar, como si faltara un saxo por aquí, un arreglo de cuerda por allá, un solo de guitarra acullá: los tomas o los dejas tal como Syd los abandonó (yo opté por tomarlos tal cual eran y disfrutarlos, pero ese disco podría ser la pesadilla de cualquier perfeccionista). En ese sentido, las cosas empeoraron en su segundo álbum, Barrett, que parecía, francamente, una colección de descartes del primero con los que el artista no hubiese dejado hacer nada a su sufrido productor.

Y, sin embargo... Sin embargo, esas dos obras a medio acabar contienen un material de primera que permite intuir a donde habría llegado nuestro hombre de no acabar completamente majareta, como así fue el caso. Syd Barrett fue expulsado de Pink Floyd en 1968 porque sus compadres estaban hasta las narices de él: de sus retrasos, de sus episodios catatónicos en el escenario, cuando desenchufaba la guitarra y se quedaba con la mirada perdida e incapaz de mover un músculo, de las canciones que les proponía y que iba cambiando sobre la marcha para que no hubiera manera de darles forma musical, de notarle permanentemente ido y no saber dónde se había metido realmente, aunque lo tuvieran delante.

Durante años, casi nada se supo de nuestro hombre. En 1988 apareció un tercer disco, Opel, con material inédito y descartes de los dos anteriores. Y, de vez en cuando, como si se tratara de un simple has been, se publicaban fotos en las que se le veía gordo, calvo y, sobre todo, ausente. Incapaz de funcionar socialmente, Syd Barrett no se movió hasta el fin de sus ideas de la casa de Cambridge en la que había nacido. Su enorme talento no le sirvió de mucho. La mente prodigiosa que lo llevó a componer Octopus, Arnold Layne o Bike le gastó una broma muy pesada (en combinación con las drogas) a finales de los sesenta de la que nunca se recuperó. Treinta y tantas canciones soberbias es todo lo que nos queda de él. Y a ellas volvemos obsesivamente los que creemos que fue uno de los tipos más interesantes de esa década prodigiosa que, en el fondo, se lo llevó por delante.